El amor familiar es la base de la civilización

Por Kimberly Ells
21 de Septiembre de 2021 9:01 PM Actualizado: 22 de Septiembre de 2021 3:12 PM

Comentario

Rebecca Roache, profesora titular de filosofía en Royal Holloway, Universidad de Londres, escribió: “El deseo de tener lazos sanguíneos con los hijos, como el deseo de asociarse solo dentro del propio grupo racial, puede tener efectos perjudiciales”.

Del mismo modo, el Dr. Ezio Di Nucci, de la Universidad de Copenhague, escribió que “una preferencia por los hijos con los que uno tiene un lazo sanguíneo es moralmente ilegítima” y que la tendencia a preferir a los propios hijos es un “vicio moral”. Dice que esto es así porque “en el contexto del amor parental, las consideraciones biológicas son normativamente irrelevantes”.

A pesar de estas declaraciones de académicos en torres de marfil, casi todos los padres de todo el mundo muestran una “firme determinación (…) de proteger y preferir a sus propios hijos“. ¿Significa esto que todas las familias de la tierra están infectadas por una especie de “racismo familiar sistemático”? Ese parece ser el sentimiento cada vez más generalizado, aunque suele redactarse en un lenguaje menos alarmante.

Pero la preferencia casi universal por los propios hijos no es una enfermedad, un trastorno, un síntoma de desigualdad o un signo de racismo. La mayoría de la gente lo llama de otra manera: amor. Y la mayoría de la gente cree que es algo bueno. De hecho, el amor de las madres y los padres ha sido históricamente el estándar con el que se miden todos los demás tipos de amor.

¿Es sorprendente que cuando vamos a un recital de piano, estemos más ansiosos por escuchar a nuestro propio hijo tocar? ¿Es sorprendente que, cuando vamos a un partido de fútbol de la escuela, esperemos que el entrenador llame a nuestro hijo para que dé lo mejor de sí mismo? No, estos no son signos de racismo o desigualdad sistemática. Son las cosas que unen al mundo. Son las cosas que proporcionan a casi todas las personas de la tierra su propia sección de motivación y su sistema de apoyo.

Amar a todo el mundo

Pero, ¿por qué debería importarnos? ¿Debería importar qué hijo o qué padre pertenece a quién? ¿No se supone que debemos amar a todos? ¿No se supone que debemos amar a todos como a nosotros mismos? ¿No es ese el gran objetivo? Sí. Pero es una tarea difícil, y lleva mucho tiempo aprenderla. Aprender a amar resulta mejor en conjuntos pequeños y cohesionados de personas que se pertenecen entre sí. Los pequeños conjuntos de personas con quienes practicamos amor son nuestras familias. Con el tiempo, cuando nos damos cuenta de que todas las personas del mundo son literalmente parte de nuestra vasta e interconectada familia, amamos mejor a todo el mundo porque aprendimos a amar primero a algunas personas de nuestras microfamilias.

Cuando un niño queda huérfano o se separa de sus padres por alguna razón, una sociedad justa se esfuerza por remediar esa situación de la manera más conveniente para el niño. La adopción —aunque rara vez se produce sin consecuencias— suele ofrecer a un niño la maravillosa oportunidad de vivir en una familia que lo reclama y lo quiere, siguiendo el patrón establecido por la pertenencia y la tutela biológicas.

La derrota de los lazos sanguíneos o parentesco

Desde los tiempos de Platón, filósofos de muchas tendencias han argumentado que los padres no son nada especial y que los no padres pueden criar a los niños mejor que a los de su propia sangre. En la década de los 70s, la escritora Shulamith Firestone escribió: “Es probable que una madre que se somete a un embarazo de nueve meses sienta que el producto de todo ese dolor y malestar le ‘pertenece’. (…) Pero nosotros queremos destruir esta posesividad”.

En 2017, la defensora del antimatrimonio y feminista radical Merav Michaeli dijo que el gobierno de los padres sobre sus hijos causaba “un daño continuo en los niños” y propuso que las relaciones biológicas no fueran reconocidas por el Estado, sino que este debería avalar acuerdos de custodia de los hijos en los que “un niño puede tener más de dos padres; no tienen que ser necesariamente sus parientes o sus padres biológicos”.

Además, en 2019, la feminista Sophie Lewis dijo que debemos “estallar las nociones de parentesco hereditario” y trabajar por la “derrota del parentesco” generalizada. También declaró que “los bebés no pertenecen a nadie, nunca”, lo que niega rotundamente la validez de los vínculos familiares.

Quienes desean abolir o denunciar los lazos de las madres y los padres porque fomentan la posesividad o el racismo de algún tipo están muy equivocados. Subestiman el poder de la pertenencia familiar, la supremacía del servicio sacrificado y el diseño anatómico de los seres humanos que los exige a ambos.

La larga y ardua dedicación que requiere ayudar a una persona pequeña e incapaz a convertirse en una persona grande y capaz es un componente clave para el crecimiento del amor. Y amar lo que le pertenece no es malo. Es bueno.

Un lugar de unión, no de competencia

La concepción y el nacimiento nos conectan ineludiblemente entre sí forjando lo que hemos venido llamando relaciones familiares. Si no fuera así, y la vida fuera más parecida a la novela clásica “El Señor de las Moscas”, en la que las personas son esencialmente lanzadas al aire en una comunidad en lugar de nacer en familias específicas dentro de una comunidad, no habría conexiones discernibles entre las personas. Los socialistas utópicos llaman a esto “igualdad”. Lo que trae en realidad es un caos despiadado. Trae rivalidades o alianzas. Es más probable que empezar la vida desde un lugar de neutralidad u oposición que de conexión resulte en enemistad, hostilidad, odio y muerte.

Afortunadamente, ya sea por un golpe de suerte o por el diseño de Dios, las relaciones familiares lanzan a las personas desde un lugar de conexión en lugar de competencia.

Los vínculos físicos entre padres e hijos garantizan que todos parten de un lugar de pertenencia conectado y de una ubicación específica, lo que les asegura el mejor potencial posible para sobrevivir y para experimentar el amor. El odio o la indiferencia siguen siendo posibles, pero la pertenencia inherente lograda por la formación de familias inclina la balanza a favor del amor.

Entonces, ¿amar a su propio hijo es un “vicio moral” racista? Bueno, si una madre de un recién nacido no se preocupara más por él que por el bebé de la habitación de al lado, el mundo —y los bebés que hay en él— estarían en un mundo de dolor. De hecho, sostengo que un mundo así no podría durar ni una generación. El amor familiar no es racismo. Es la base misma de la civilización.

Este artículo se publicó originalmente en MercatorNet.


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