Woodstock, 50 años después: Reflexiones sobre la revolución sexual

Por Harley Price
19 de agosto de 2019 7:25 PM Actualizado: 19 de agosto de 2019 7:25 PM

Comentario

Nos llena de orgullo considerarnos que somos sofisticados con el sexo, pero esa sofisticación es, a lo sumo, una sofisticación técnica.

Se escucha a los padres alardear, irónicamente, de que sus hijos adolescentes saben más sobre “los pájaros y las abejas” de lo que sabían ellos cuando eran jóvenes. Se jactan de esto de la misma manera en que alardean de la facilidad precoz de la generación más joven en el manejo de las computadoras (otro logro dudoso, cuando los mismos niños son incapaces de leer, escribir o hacer matemáticas tan bien como sus padres a su edad, ni tampoco han alcanzado la mínima formación cultural lograda por haber adquirido una educación en esa época antediluviana, cuando las escuelas todavía enseñaban los rudimentos de la historia, la filosofía y la literatura).

Lo que estos padres orgullosos quieren decir realmente es que sus hijos ahora tienen más experiencia con el sexo, y no es que tienen una comprensión más profunda de lo que, hasta hace poco, siempre fue considerado como un misterio. Como dijo el Dr. Samuel Johnson: “Las mentes vulgares e inactivas confunden la familiaridad con el conocimiento”.

A pesar de la etimología de la palabra, no se requiere experiencia con algo para ser un experto. El mejor experto en ahogamientos es el hombre que sabe nadar; el hombre con demasiada experiencia en el tema no tendrá nada que decir al respecto.

Hoy en día, nuestra familiaridad casual y rutinaria con el sexo ha creado una especie de inocencia infantil al respecto. En la antigüedad pagana, Eros era temido y respetado como un daimon caprichoso y omnipotente (como Sócrates lo describe en el “Simposio”). No fue sino hasta el Renacimiento que se metamorfoseó en el adorable querubín con el que todavía estamos familiarizados por las tarjetas de San Valentín. Pero incluso en el Renacimiento, todos sabían que la inocencia de Cupido era una trampa sentimental. Con todo nuestro supuesto escepticismo y sofisticación moderno, tendemos a tomar a Eros y lo erótico en sentido literal.

Históricamente, la Revolución Sexual marcó el comienzo de una era de ignorancia sin precedentes sobre el significado moral y filosófico más profundo de la sexualidad humana. Las revoluciones sociales casi siempre mendigan intelectualmente de esta manera, en la medida en que requieren que las sociedades revolucionarias desaprendan la sabiduría moral y social acumulada de la civilización inmemorial que las precedió, mientras que rara vez saben cómo reemplazar esa sabiduría por algo aún más sabio.

Las revoluciones son ritos de iniciación secular, una dromena de muerte y renacimiento. Los misterios religiosos del renacimiento (de los cuales las revoluciones sociales son pálidas imitaciones ideológicas) fueron salvadoras en la medida en que quedaban algunos adultos (los ancianos de la tribu) para guiar prudentemente a los neófitos hacia la madurez de la comunidad.

El dromenon revolucionario, por otro lado, comienza con demasiada frecuencia por alinear a todos los adultos mayores de cierta edad contra la pared, y termina cuando todos en la comunidad revolucionaria han sido convertidos, cultural y socialmente, nuevamente en un niño que solo balbucea.

Como en la China post-maoísta o en la Rusia post-soviética, las sociedades revolucionarias por lo general tienen que esperar otra época de civilización antes de redescubrir los acuerdos sociales sanos y viables (matrimonio, familia, democracia, Estado de derecho, derechos del individuo, intercambio irrestricto de bienes) que los recién nacidos revolucionarios han desechado junto con la consabida agua del baño.

El hecho esencial de las revoluciones es que giran; hacen retroceder la rueda del progreso humano hasta el punto de que a veces se ven obligadas a reinventar la rueda.

¿Liberación de qué?

La poesía embriagadora de la Revolución Sexual de la “libertad” y la “liberación”, si bien es el habitual lenguaje histórico de la revolución, debería sorprendernos en retrospectiva como al menos paradójica, si no efectivamente orwelliana.

Uno recuerda que la imposición serial de tiranías marxistas en todo el mundo por parte del ejército soviético también fue descrita como movimientos de “liberación” nacional. Uno recuerda, también, que contemporáneo con la Revolución Sexual, el Movimiento de Derechos Civiles en Estados Unidos se apropió del lenguaje y las imágenes del Éxodo, como cuando Moisés guió a los israelitas fuera de la esclavitud en Egipto a la libertad en la Tierra Prometida.

Pero sea lo que sea, es difícil describir la condición en la que la humanidad languideció durante todos esos milenios antes de que nuestros emancipadores sexuales nos entregaran como esclavos, sin mencionar el lugar al que nos han llevado como si fuera la Tierra Prometida. Cuarenta años en la jungla es probablemente una descripción optimista de la vida en Estados Unidos desde Woodstock y Roe v. Wade.

¿Liberados de qué, exactamente? Dudo que los estadounidenses o europeos en la víspera del Verano del Amor se sintieran sexualmente esclavizados. Aquellos que prometieron la emancipación apenas respondían al furioso descontento de la gente que se despertó en 1967 y ya no podía tolerar trabajar un día más en las faraónicas ladrilleras de los noviazgos y matrimonios convencionales.

Cualquiera que sea el tipo de servidumbre que afectó para rescatar a la humanidad, la Revolución Sexual no tuvo nada en común con las revueltas populares campesinas y proletarias de principios del siglo XX y los siglos anteriores. Incluso teniendo en cuenta la hipérbole retórica de la propaganda revolucionaria, sus profetas nunca podrían haberse atrevido a decir, excepto como un juego de palabras, “Castos y abstinentes del mundo únanse; no tienen nada que perder más que vuestras cadenas”.

Todas las revoluciones políticas populistas son en cierta medida concebidas e impulsadas de manera aristocrática, pero la Revolución Sexual fue sin duda la más elitista de todas. Sus exponentes eran una pequeña élite intelectual y económica de bolcheviques morales que habían probado el fruto prohibido de la “libertad” sexual y estaban ávidos por democratizar el placer.

El “amor libre” (de hecho tan antiguo como la Roma de Calígula) siempre había funcionado para ellos, en la medida en que podían permitirse organizar abortos discretos, o establecer a sus amantes en convenientes pieds à terre, mientras enviaban a cualquier descendencia ilegítima a internados.

El amor libre sigue funcionando así para los ricos y famosos: aburridas herederas, estrellas y estrellitas de Hollywood, músicos de rock y atletas sobrevaluados, y los políticos franceses e italianos. No ha funcionado muy bien para la clase baja negra urbana.

El rebaño de mentes independientes

Después de la sombría trayectoria de la revolución en la primera mitad del siglo XX –con sus gulags, campos de reeducación, purgas y asesinatos en masa– uno podría haber pensado que cuando los liberadores sexuales vinieron a finales de la década de 1960 para ofrecernos otra, habríamos dicho: no, gracias. Pero la insurrección se sentía en el aire, y no hay nada que un librepensador de mente independiente pueda resistir menos que el galante berrido del rebaño de mentes independientes.

En retrospectiva, lo que más llama la atención sobre la heroica inconformidad de los revolucionarios de los años 60 fue su conformismo pusilánime. Deberíamos habernos dado cuenta de inmediato: los  inconformistas generalmente no usan uniformes. Los disidentes genuinos se arriesgan al ostracismo, al oprobio y a la cárcel; pero nadie que defendiera las alegrías del amor libre se incomodaba en lo más mínimo a causa de sus nuevas y valientes ideas. Ni “Playboy” ni “Hustler” tuvieron redadas en sus oficinas ni cerraron sus rotativas. Los destrozadores de tabúes sexuales nunca fueron forzados a difundir sus manifiestos en copias clandestinas impresas en viejas máquinas mimeógrafas en sótanos húmedos o sucios desvanes.

El heroísmo de los rebeldes sexuales fue, en resumen, un heroísmo que no corrió ningún riesgo. Hoy en día un cristiano está en mayor peligro de ser llevado ante las autoridades por llamar a la sodomía como pecado que cualquiera en los años’60 lo habría estado por practicarla abiertamente.

Eudaimonía sexual

Nadie niega que en el barro de Woodstock se fecundó algo radicalmente nuevo. Pero fuera lo que fuera, no fue del matrimonio de mentes verdaderas. Siguiendo el ejemplo del discurso orwelliano de la revolución (la guerra es paz; la dictadura es democracia; la esclavitud es liberación), los rebeldes sexuales engalanaron a la lujuria como amor. A pesar de su libre pensamiento e iconoclasia, les faltaba el coraje para renunciar a una evasión tan sentimental y burguesa. Bajo los dulces auspicios del amor, rehabilitaron como virtud lo que siempre había sido considerado por los hombres de autorreflexión como una debilidad humana resistible o como un vicio salvaje.

El primer principio ético de la Revolución Sexual fue que el placer sexual es en sí mismo una aspiración humana, y a partir de esto le siguieron todos los argumentos de nuestra época en defensa del aborto sin restricciones, la anticoncepción universal y la homosexualidad. Si la alegría del sexo es inocente, entonces es el “derecho de nacimiento” de todo hombre, como señaló el periodista Joseph Sobran; y si es “natural” (como nos informaron los antropólogos de la época con solemnidad académica), es la obligación moral del hombre descubrir su naturaleza sexual en su búsqueda de descubrir quién es realmente.

Ninguna persona, dotada de este derecho y que busca cumplir con su destino, debe ser obligada a sufrir penurias o impedimentos, ni siquiera si es el resultado directo de sus propias acciones. El embarazo o la paternidad, cuando no son intencionales, son penas extremas para lo que es una actividad humana perfectamente “normal y saludable”. Y si el placer del sexo es un derecho natural, entonces la libertad de experimentarlo, apenas diferente de la libertad de expresión o de asociación, debe ser protegida y garantizada.

De ello se deduce que el control de la natalidad y el aborto no son solo medios para facilitar la elección de un estilo de vida, sino derechos esenciales para que el hombre ejerza una libertad humana fundamental. Naturalmente, no hay nada sagrado en el parto, el matrimonio, la paternidad o la familia; por el contrario, por lo general estos son obstáculos fatales en el camino de la autosuperación. Como derecho universal, el arrebato sexual rompe los “estereotipos” de los roles de género tradicionales; las mujeres, no menos que los hombres (como han argumentado asiduamente las feministas), no deben ver su desarrollo personal retrasado por el embarazo o la maternidad, y tienen el mismo derecho a sus orgasmos. Si el hombre es llamado a explorar su sexualidad, ¿qué puede tener de malo la homosexualidad? ¿Adulterio? ¿Pedofilia? ¿Poligamia? Nada en absoluto. Como ha dicho Sobran: “Prueba todos los exóticos manjares del banquete sensual. El sexo es gratis”.

¿Un renacimiento cultural?

Dejando de lado sus desastrosas consecuencias sociales y económicas, hay poca evidencia de que en la búsqueda de su destino sexual la humanidad finalmente haya alcanzado la eudaimonía, o que la liberación de nuestra libido reprimida haya inseminado cualquier gran florecimiento cultural o intelectual. La señal del nuevo género literario de los años 60 fue el manual de sexo y su continua generación de artículos de revistas sobre cómo “condimentar” tu vida sexual (aparentemente se había convertido en algo tan insípido y corriente que solo se podía consumir con más condimentos).

Uno esperaría que la Revolución Sexual inaugurara un renacimiento de la poesía erótica, pero no ha producido nada que se pueda comparar con el Cantar de los Cantares, Catulo, los poetas Goliardos, los trovadores, los romances medievales de la corte, o las secuencias de sonetos del siglo XVI, ni tampoco la pornografía actual se acerca al arte de cualquier cosa escrita o pintada durante siglos de rectitud cristiana y modestia victoriana –un argumento lo suficientemente convincente como para la contención sexual, aunque sea por motivos estéticos.

En cuanto a la música, bailamos con la música disco de los setenta y más recientemente, tenemos las letras brutalmente misóginas del rap y el hip hop para incitarnos a la lujuria violenta, pero nada tan ingeniosamente provocativo como el rock and roll de los años cincuenta.

Una buena parte de lo que sale de las casas de moda del mercado masivo, de las oficinas de publicidad y de los estudios de cine y televisión hoy en día solo puede describirse como pornografía liviana, cuyo efecto es mantener a la población en un estado permanente de semiexcitación, dispuestos en cualquier momento para el coito como los antiguos espartanos estaban listos para la guerra, una condición lamentable similar a las hermas que alguna vez marcaron los límites de los antiguos campos romanos, o las estatuas de Príapo que adornaban sus jardines, con la excepción de que su razón de ser era la de fomentar la fertilidad, mientras que nuestra predisposición sexual crónica actual es generalmente estéril.

Autodominio racional

Si el impulso del sexo es un telos humano, entonces, por supuesto, la restricción y el autodominio ya no son virtudes; por el contrario, la restricción es “represión”. Qué risible hubiera sido una idea así para nuestros antepasados, para quiénes, hasta hace 50 años, el autodominio era la virtud que definía al hombre.

Desde los albores de la filosofía occidental en la antigua Grecia, ninguna escuela de pensamiento, secta religiosa o nación civilizada estuvo en desacuerdo al respecto. Uno de los topoi más antiguos de la historia literaria y filosófica es que lo que distingue al hombre de las bestias y define su naturaleza humana esencial es su alma racional.

El ejercicio de su libertad humana y la realización de su ser esencial dependen de la razón correcta, dirigiendo una voluntad activa en la búsqueda del bien, en lugar de sucumbir pasivamente a instintos biológicos involuntarios y apetitos animales. Esto último es lo opuesto a la libertad; es esclavitud (otro antiguo topos). Y la esclavitud del espíritu racional a las pasiones animales desnaturaliza efectivamente al hombre, degradándolo ontológicamente a un rango en la cadena de ser inferior al que le corresponde por nacimiento. El culto a la pasión sexual es, en este orden, precisamente la pérdida del derecho de nacimiento del hombre: no el autodescubrimiento, sino la autoabnegación.

Muchos de los críticos de la Revolución Sexual han descrito su filosofía como “neopaganismo”, pero esto es un insulto al paleo-paganismo. Ninguno de los antiguos paganos con los que estoy familiarizado fomentaba la indulgencia del deseo carnal; ni siquiera Epicuro, que consideraba despreciable al placer corporal desmesurado, y algo que casi seguro haría que su sujeto sufriera un dolor aún mayor.

La mitología clásica es un repositorio de cuentos admonitorios y de ejemplos morales que advierten de la locura y del peligro de subordinar la razón a la sensualidad, sobre todo a la pasión adúltera.

La mitología griega comienza verdaderamente con la lujuria de Paris por Helena, que se reafirma en el deseo irresponsable de Aquiles por Briseida y Patroclo, y la lujuria ociosa de Odiseo por Calipso. Virgilio responde a Homero con la lujuria maníaca y suicida de Dido por Eneas, mientras que Apolonio de Rodas relata la tragedia de la lujuria demoníaca de Medea por Jasón. Ovidio relata la lujuria mutiladora de Tereo por Filomela, la lujuria degradante y salvaje de Apolo para Dafne, la lujuria homicida de Venus por Adonis, la lujuria antinatural de Pasífae por su hermoso toro, la lujuria destructora de familias de Fedra por Hipólito, la lujuria autoerótica de Narciso por sí mismo, la lujuria trastornada de Pigmalión por una estatua, y la lujuria degradante de Júpiter por prácticamente todos los hombres y mujeres.

Ovidio también ridiculiza despiadadamente el deseo castrante de Marte atrapado en la red de Vulcano con Venus (la refutación decisiva al eslogan “Hacer el amor, no la guerra” de los años 60), y en tono burlón enumera las reglas de la pasión romántica en su divertida y satírica “Arte de Amar”.

Dualidad humana

Difícilmente fue la Iglesia, entonces, la que inventó la enemistad entre el espíritu y la carne; esa enemistad fue experimentada por cada persona humana que ha alcanzado la conciencia. Los revolucionarios de los años 60, por otro lado, apenas parecen ser conscientes de que el cuerpo y el alma son principios humanos diferentes, que tienen lealtades y fines diferentes.

Una cosa es que los materialistas nieguen la posibilidad de una afirmación metafísica como el alma; otra cosa es que nieguen incluso la evidencia empírica de la existencia de tendencias y aspiraciones humanas divergentes. ¿Acaso nunca han sentido la tentación de comer demasiado y se han resistido? Y si es así, ¿cómo explican la atracción opuesta de su apetito corporal, por un lado, y ese impulso de no ceder ante él, por otro?

El dilema de la conciencia humana es la dualidad: el suplicio de estar dividido por los opuestos. El emblema pagano para esta condición es el Hércules en la Encrucijada; el cristiano es el Hombre Universal en la Cruz, atravesado por la vertical del espíritu y la horizontal de la carne.

En la infancia preconsciente de la raza (como en la infancia de cada individuo), el hombre vivió una vez en un paraíso de certeza unitaria, dirigido por instintos heredados de su pasado evolutivo, y hasta ahora inconsciente de los opuestos (sujeto y objeto, bueno y malo, espíritu y carne). El mito de la Caída registra la felix culpa por la cual la maldición de la conciencia llegó al mundo. En estados de desencanto, anhelamos la recuperación de ese paraíso perdido. La trayectoria de una vida impulsada automáticamente por el instinto es felizmente recta y clara, pero elude el deber que la conciencia nos ha impuesto, por mucho que soñemos con navegar por una autopista en piloto automático, sin tener que soportar nunca el conflicto herculeano de tener que elegir.

A pesar de todas sus pretensiones heroicas, la moral de la Revolución Sexual era, por lo tanto, una moral singularmente sumisa y regresiva, como si los hombres estuvieran condenados por el destino a no superar nunca su ascendencia animal; o más bien, como si los hombres estuvieran llamados positivamente a volver a ella. Esto lleva al respeto por la tradición mucho más allá de cualquier cosa que un pensador progresista normalmente se atrevería a considerar.

Naturaleza

La definición reductora moderna de lo que es “natural” es parte del problema. Mucho antes de Darwin, los antiguos platonistas y estoicos comprendían lo suficiente que el hombre hereda de la naturaleza sus apetitos carnales y biológicos; pero reconocían otros factores espirituales que no eran menos parte de su naturaleza esencial y de su derecho natural, más aún, de hecho, porque los heredaron de esa Naturaleza superior y universal que impregna y gobierna racionalmente el cosmos.

Dos milenios más tarde, Milton todavía recuerda esta oposición en el “Paraíso Perdido”, cuando el Adán caído, al contemplar los juegos amorosos de los que disfrutaba la generación anterior al diluvio, imagina que “aquí la Naturaleza parece cumplirse en todos sus fines”. A lo cual, Michael responde:

“No juzgues lo que es mejor

Por placer, aunque a la naturaleza es parecido,

Creado como eres, con un fin más noble.

Santo y puro, en conformidad con lo divino”.

Comentando anteriormente sobre la misma escena, Michael invoca explícitamente la naturaleza superior del hombre:

“La imagen de su creador… luego

los abandonó, cuando ellos mismos vilipendiaron

para servir el apetito desgobernado, y tomaron

su imagen a la que servían, un vicio brutal…

Desfigurando no la semejanza de Dios, sino la suya propia,

O si su semejanza, por sí mismos desfigurada

Mientras pervierten las reglas saludables de la naturaleza pura

A una repugnante enfermedad…”

Rousseau, Darwin y Freud ya han defenestrado efectivamente a la Naturaleza superior, y nos han convencido de buscar nuestro yo auténtico en lo inferior. Aceptando esta definición reductora y unilateral del hombre, muchos encuentran ahora sospechosas y prescindibles todas las normas morales e instituciones sociales de una civilización supuestamente artificial y meramente acostumbrada (aunque fueron “seleccionadas” después de milenios de adaptación y perfección por un proceso precisamente análogo al de la evolución darwiniana).

Son como el caminante que Chesterton imagina topándose con una cerca en un campo abierto; al no poder ver su utilidad, decide derribarla. Pero es solo el hombre que, como advierte Chesterton, puede ver el uso de una cosa, el que está en posición de recomendar su eliminación.

Aquellos que equiparan el propósito del hombre con el placer sexual no ven ninguna utilidad en las cercas morales; parecen completamente ajenos, además, al hecho de que los más grandes poetas y sabios de la historia occidental difícilmente podrían imaginar la vida –al menos, no la vida humana– sin estas.

Harley Price ha impartido cursos de religión, filosofía, literatura e historia en la Universidad de Toronto, en la Escuela de Estudios Continuos de la Universidad de Toronto y en el Tyndale University College. Tiene un blog en Priceton.org, donde se publicó originalmente una versión de este artículo.

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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times

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