No fue uno ni dos ni tres, fueron 43 jóvenes, 43 tragedias que siguen sin resolverse a un año de que los jóvenes desaparecieran.
Desde hace un año Brígida borda su tristeza en paños de cocina. Entre puntadas aguarda noticias de su nieto, uno de los 43 estudiantes mexicanos desaparecidos de Ayotzinapa, donde las clases están suspendidas y las aulas se convirtieron en dormitorios de los desolados familiares.
“Tenemos la esperanza de que lleguen en cualquier rato los chamacos”, dice Brígida, abuela de Antonio Santana, de 22 años, mientras ensarta un hilo de tonos morados sentada en uno de los soleados pasillos de la combativa escuela de maestros Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero (sur).
La mujer de 62 años, que duerme con los otros padres en aulas en las que antes estudiaban sus hijos, ha tenido que irse de su casa y separarse de su otro nieto para unirse a las cotidianas actividades de lucha por la desaparición de los 43 estudiantes.
Igual que muchos de los familiares de las víctimas, Brígida Olivares ahora vive en las instalaciones de la escuela rural, de la que los jóvenes salieron para no volver el 26 de septiembre de 2014.
Esa noche los chicos fueron brutalmente atacados por policías en Iguala, una ciudad a 125 km de la escuela, y luego -según la investigación oficial- fueron entregados a integrantes de un cártel, que los habría asesinado e incinerado.
Los padres siempre han rechazado esta versión y recientemente un grupo de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos también pidió que se abran otras líneas de investigación.
No nos vamos sin saber de ellos
Los días en la escuela son “tristes, la verdad, una pesadilla”, pero “tampoco nos vamos a ir tranquilamente a la casa sin saber nada de ellos”, dice Margarito Rodríguez, un campesino de un pueblo de la costa que este año dejó de sembrar maíz y jamaica -el sustento de su familia- para quedarse en la escuela de su hijo desaparecido, Carlos Iván Rodríguez, de 20 años.
Margarito y otros padres, que dicen que en estos 12 meses se han convertido como en una sola familia, han pasado horas hablando en el patio central de la escuela frente a 43 pupitres de clase acomodados en hileras.
Familiares y amigos han colocado en esas bancas fotos de cada uno de los 43 desparecidos, objetos personales, tarjetas, corazones, veladoras, papalotes (cometas) y todo tipo de regalos.
“Hay una alteración en la vida de la normal (escuela), los estudiantes siguen siendo aún más activistas que estudiantes” y los padres también se han convertido en lo mismo, cree Vidulfo Rosales, el abogado que ha acompañado a las familias desde la noche en que inició la tragedia.
Los alumnos y los padres iniciaron esta semana intensas jornadas de protesta por el primer aniversario de la desaparición de los 43, que culminarán el sábado con una multitudinaria marcha en la Ciudad de México.
Los jóvenes han protagonizado, incluso, enfrentamientos con la policía armados con artefactos explosivos fabricados en la misma escuela, mientras que los padres iniciaron este miércoles una huelga de hambre de 43 horas.
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