“He aquí lo que usted puede hacer: suprimir al hombre y salvaguardar el medio ambiente, o suprimir el medio ambiente y salvaguardar al hombre. Puede suprimir juntos al hombre y al medio ambiente, o puede proteger juntos al hombre y al medio ambiente”. Así resumió el maestro budista Ch’an Lin Zi (Rinzaï en japonés) en el siglo IX, de modo admirablemente conciso, los diferentes tipos de relaciones posibles entre el hombre y la naturaleza, que hoy constituyen el nudo del debate sobre la ecología.
Para saber cuál de estas aserciones es la más justa, hay que comprender primero qué es el hombre, qué es la naturaleza y qué los vincula. Tal como expresó acertadamente Thich Nhat Hanh, un maestro Zen nacido en Vietnam en1926.
Este monje budista dijo que “esta hoja de papel está hecha totalmente de elementos ‘no hoja de papel’”; del mismo modo, el hombre está hecho totalmente de elementos “no humanos”.
El budismo siempre tuvo por objeto reencontrar la naturaleza profunda de las cosas; por ejemplo, para transmitirle a su discípulo Kasyapa la esencia de su enseñanza, Sakya Muni cogió una simple flor y se la mostró. Observar profundamente un objeto hasta ver allí toda la creación, así como descubrir la temporalidad de los fenómenos y sus vínculos de causa y efecto, son los fundamentos de una ecología verdadera y espiritual.
La medicina china, una «Eco-medicina»
Impregnada de daoísmo y budismo, la medicina tradicional china ve al ser humano como un sistema que vive al ritmo del universo que lo rodea. Su vida se ajusta a las cuatro estaciones; es el reflejo y el juego de los mecanismos de la naturaleza a la cual pertenece y no puede sustraerse.
la tradición médica china enseña que “la vida no nos pertenece, somos nosotros quienes le pertenecemos”
Mientras tendemos a considerar que nuestra vida nos pertenece, la tradición médica china enseña que “la vida no nos pertenece, somos nosotros quienes le pertenecemos”. Alimentado por los cinco climas del Cielo y los cinco sabores de la Tierra, el hombre forma parte íntegramente de la naturaleza. No sólo le pertenece, sino que le corresponde. Sin equívoco a este respecto, el libro Huang Di Nei Ping (libro medicinal del Emperador Amarillo) dice que “El hombre se parece al Cielo y a la Tierra”.
La medicina tradicional china suele presentar al ser humano como un ecosistema en miniatura. Subraya la semejanza que presenta su organismo con el de la naturaleza: protuberancias óseas como relieves montañosos, sistema piloso como bosques, sistema venoso como ríos. O aún las emociones se presentan como climas: la alegría, comparable al buen tiempo; la tristeza, a la lluvia, etc.
En esta visión, la noción del cuadro clínico toma un sentido profundo en la medicina tradicional china. Algunos ven en aquellas analogías una dimensión poética, sin vínculos verdaderos con la ciencia o con la medicina. Pero, si se observa un poco más de cerca, no es menos verdad que somos ante todo criaturas suspendidas entre el Cielo y la Tierra, a la que debemos en cada segundo nuestra respiración y nuestra sangre.
Al igual que un niño se parece a sus padres, es lógico que el producto del polvo que somos tenga alguna semejanza con su madre natural. Entonces, no es solo poesía, sino un básico sentido común en la visión tradicional china del ser humano.
La medicina tradicional china suele presentar al ser humano como un ecosistema en miniatura
Este postulado es común a otras numerosas etno-medicinas, particularmente la de los Amerindios, que consideran que el hombre forma parte de la Tierra de manera total, como la Tierra forma parte del hombre. Si los hombres están en la imagen de la naturaleza y se alimentan de ella, es porque la naturaleza también es un ser vivo.
Un ser con su calor interno, sus sustancias minerales, sus corrientes electromagnéticas, sus líquidos y sus gases orgánicos. Un ser que, como nosotros, transpira, tirita y conoce fases eruptivas. Nuestra vida se alimenta de su vida, nuestra respiración de su soplo, nuestra sangre de su sangre. Vivimos sobre la Tierra como un niño vive prendido al seno de su madre, en interdependencia total con ella.
Cuando se mira la vida desde este punto de vista –el de nuestra madre portadora–, diversas cuestiones toman un nuevo sentido, como por ejemplo la medicina en relación con el medioambiente. ¿Es posible ocuparse de un feto sin ocuparse también de su madre? ¿Cómo ayudar al primero sin perjudicar al segundo? ¿Cómo asistir a los hombres en el respeto a la naturaleza que les dio vida y los volverá a acoger?
Si somos hijos de la Tierra y hermanos de otros seres vivos, ¿podemos declararnos a favor de masacrar los últimos tigres para aliviar algún reumatismo? ¿Podemos aceptar que una industria envenene todo un río so pretexto de fabricar una medicina? ¿O sustituir la naturaleza en su selección natural a riesgo de crear enfermedades nuevas y terribles?
Al recordar la antigua sabiduría de épocas en las que el hombre aún se asumía hijo de la naturaleza, se atraviesan los límites de la ética moderna, que se niega a concebir a la naturaleza de otra forma que como un recurso al servicio de la ambición humana, tras haber olvidado poco a poco que el hombre y la naturaleza coexisten y aquella oportuna frase del jefe indio Seattle (1854): “todo lo que llega a la Tierra llegará a los hijos de la Tierra”.
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