La ciudad brasileña de
Rio de Janeiro será anfitriona de los
XXXI Juegos Olímpicos en
agosto de 2016, el segundo evento deportivo de importancia en el que
Brasil hará de casa en apenas dos años. Las cifras involucradas en el evento son impresionantes: aún cuando solo 32 países tomaron parte de la
Copa del Mundo FIFA 2014, se espera que 205 envíen a más de 10 mil atletas a las Olimpíadas. Ellos competirán en 42 disciplinas y en más de 300 eventos para obtener medallas. El gasto necesario para garantizar la realización de tal evento también es enorme y, conforme la gente alrededor del mundo moviliza a la opinión pública en contra de las ofertas en sus propias naciones con miras a ser anfitrionas de los Juegos en el futuro -dados los altos costos involucrados-, muchos se preguntarán con razón por qué los brasileños se muestran tan excitados por tener a Rio como sede de las Olimpíadas de 2016.
La respuesta a esta pregunta no es una tarea sencilla. Brasil gastó un estimado de US$80 millones en la candidatura de Rio de Janeiro solamente. De acuerdo con las últimas cifras proporcionadas por el gobierno en Brasilia, el precio final para las instalaciones de los Juegos y su infraestructura excederán los US$ 14 mil millones -un 65% más de lo gastado por el gobierno federal el pasado año en Bolsa Familia, un programa que proporciona asistencia financiera a más de 14 millones de familias.
En conjunto con las promesas de miles de millones de dólares invertidos en la infraestructura de la ciudad, un sentimiento de optimismo empujó el perfil público de la candidatura de Rio. La población percibió que los mejores días de Brasil como ‘tierra del futuro‘ habían, finalmente, llegado. Una encuesta conducida semanas antes del anuncio de Rio como anfitriona de los Juegos en 2016 halló que el 70% de los brasileños -y un 85% de cariocas (como se denomina a los nativos de la ciudad costera- apoyaban la candidatura. La gente deseaba los Juegos, y los políticos los deseaban aún más. Aún si Rio no contara con la infraestructura de Tokio, Chicago o Madrid, su campaña se centró en instantáneas de sus hermosas playas, el apoyo de la ciudadanía, y el deseo de gastar cuantiosos fondos en el evento.
Pero el carácter de anfitrión de los primeros Juegos Olímpicos de América del Sur no solo es cuestión de cálculo financiero para Brasil. Se trataba, en rigor, de un componente integral de su intento por proyectar una imagen de respetable nuevo jugador en el escenario mundial. Solo un mes después de que Rio fuera nominada como anfitriona de los Juegos de 2016, la tapa de The Economist mostraba al Cristo Redentor lanzado como un cohete, con el titular ‘Brasil despega‘. Tiempo más tarde, una nueva ola de estancamiento golpeaba a la nación, exacerbado por las políticas de intervencionismo industrial, el crecimiento del gasto estatal, e incluso de los controles de precios. Millones tomaron las calles en junio de 2013 para celebrar, pero también para expresar su insatisfacción. The Economist debería reconsiderar su enfoque optimista sobre Brasil y, en su nueva tapa, la estatua se estrellaba contra el suelo, con un titular que se preguntaba si Brasil acaso se hubiese equivocado. El optimismo desaparecía, tanto de las calles como de las tapas de las revistas.
Ser anfitrión de un evento deportivo de alto calibre es un juego para perdedores, explica Andrew Zimbalist, economista deportivo y autor de Circus Maximus: La Apuesta Económica Detrás de los Juegos Olímpicos y la Copa del Mundo (The Economic Gamble Behind Hosting the Olympics and the World Cup). En artículos recientes, Zimbalist argumentaba que la planificación de tales eventos rara vez es racional, dado que los planificadores tienden a subestimar el nivel requerido de gasto en infraestructura y sobreestiman los potenciales dividendos en áreas tales como turismo. En el caso de Rio, la estrategia coincidió con unir el evento deportivo a las mejoras generales en materia de infraestructura que recibirían la inversión suficiente como para, comparativamente, tornar pequeños a los gastos públicos para los Juegos. Aún resta conocer por qué los habitantes de Rio necesitaban esperar para un evento deportivo que consumiría miles de millones de dólares en gastos para escenarios, para finalmente recibir mejoras para su ciudad.
El alcalde de Rio buscó financiamiento privado para los escenarios deportivos y para concentrar el gasto público, un estimado de entre US$ 10 y 14 mil millones, solo en trabajos de infraestructura. El
Comité Olímpico Internacional espera que el 64% de los US$ 3 mil millones invertidos en los escenarios sean cubiertos por inversores privados, mientras que los contribuyentes harán frente a un 36% de esa factura. Los estudios no han cuantificado de manera confiable las ganancias devueltas por el turismo durante los Juegos, y algunos incluso afirman que Londres perdió ingresos en turismo en ocasión de organizar los Juegos de 2012. En lugar de ello, Rio se enfoca en lo que comporta mayor visibilidad: nuevas líneas de transporte subterráneo, nuevos caminos y puentes, y millones de árboles nuevos para los parques de la ciudad. Los costos ocultos de la Copa del Mundo FIFA 2014 y los Juegos Olímpicos para las ciudades brasileñas son más difíciles de ver. Un informe de 2014 estima que, desde 2010, más de veinte mil familias han sido reubicadas desde sus hogares, a criterio de generar espacio para eventos deportivos -solamente en Rio de Janeiro.
Aquellos que bregan porque Rio sea anfitriona de los Juegos tienden a argumentar que los escenarios deportivos para los Juegos continuarán en la órbita de la ciudad, disponibles para entrenamiento de atletas locales, o bien para el aprovechamiento por parte de escuelas, o como sitios para conciertos. En conjunto con las mejoras de infraestructura, este sería el gran legado del evento para Rio. Algunos escenarios serán desensamblados, para evitar el efecto ‘elefante blanco’ -esto es, escenarios grandes y costosos que, a la postre, son abandonados-; ocurrencia común en las ciudades que fueron anfitrionas pasadas de los Juegos, o de la Copa del Mundo.
Esta narrativa optimista, sin embargo, comporta enormes y obvios agujeros, en la forma de dos eventos recientemente organizados en Brasil. Rio de Janeiro heredó escenarios pobremente construídos en ocasión de los Juegos Panamericanos de 2007, que luego necesitaron ser demolidos o bien refaccionados -solo pocos años después de su inauguración-, y el gobierno brasileño terminó haciendo frente al 85% de los costos de la Copa del Mundo FIFA 2014 con impuestos de los contribuyentes (el 97% de esa cifra se utilizó para ocuparse de los nuevos estadios). Al informar sobre el pobre desempeño económico de Brasil en 2014, el Ministerio de Finanzas reconoció que la Copa del Mundo había contribuído negativamente a los resultados de la actividad económica en el país. Cuando los políticos se comprometen a respaldar un proyecto deportivo gigantesco, esto subraya el riesgo nunca considerado que anticipa el incremento del gasto de parte de los contribuyentes cuando los inversores privados fallan a la hora de concretar -y así ha ocurrido en los casos citados.
Los políticos, en definitiva, tienden a exagerar los posibles dividendos, y a subestimar los modos en que se respaldarán en el aporte del contribuyente al momento de cubrir los costos de los eventos, y recurren a
argumentos psicológicos para justificar la realización de eventos deportivos caros pero políticamente favorables. Con todo, y conforme lo certifica la experiencia brasileña en la Copa del Mundo pasada, ser anfitrión de un evento deportivo internacional no representa el camino más rápido hacia la prosperidad, y es poco probable que el gasto público derivado de la organización de tales eventos traiga resultados al país. Tristemente, menos de quinientos días antes de la inauguración de los Juegos, es demasiado tarde para evitar que Brasil se involucre en la aventura olímpica –
y es incluso demasiado temprano para conocer qué tanto del pretendido legado de los Juegos llegará realmente a aquellos que se vieron forzados a financiarlos a través de sus impuestos.
Traducción al español: Matías E. Ruiz | Artículo original en inglés
Magno Karl es graduado en la Universidad Federal de Rio de Janeiro (UFRJ), con grado en Ciencias Sociales, y de la Universidad de Erfurt, con Master en Políticas Públicas. A lo largo de los últimos cinco años, Magno se ha involucrado en el sector sin fines de lucro, en organizaciones tales como L’arche, ActionAid International, Atlas Economic Research Foundation y The Cato Institute, en Rio de Janeiro, Londres and Washington, D.C. Magno se desempeña actualmente como Director Ejecutivo del think tank brasileño OrdemLivre. Sus trabajos y artículos son publicados en la web de The Atlas Network.
Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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