Entre los musicales más importantes de la historia está La La Land con 14 nominaciones a los Oscar, el filme dirigido por Damien Chazelle, con Ryan Gosling y Emma Stone a la cabeza, es el dueño de la medalla de este lustro.
Las críticas lanzan la película al estrellato, cuenta con el favor del público y, una vez más, el musical se oxigena.
El género se da por apolillado y marchito y llega el titular. El ciclo es corto, pero siempre sucede: cada cinco años alguien reinventa el musical.
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Chicago, Moulin Rouge y Bailando en la oscuridad lo hicieron con anterioridad. María Antonieta y Damiselas en apuros lo reinterpretaron en clave ligeramente indie e irónica.
Pero la lectura mediática de estas películas parte de una premisa: el musical es un género detestable, rancio y arcaico que necesita ser renovado. Lo cual deja de lado la innegable importancia del musical clásico en la historia del cine.
Desde las rupturas de la cuarta pared, pasando por monólogos interiores y las posibilidades narrativas, el musical clásico ha sido el favorito de los directores durante décadas. He aquí unas cuantas razones para reivindicar el cine musical no contemporáneo.
El escenario dentro del escenario de Cantando bajo la lluvia (1952)
El musical por excelencia, la guinda del pastel de cualquier recorrido por Hollywood y las coreografías de Gene Kelly. Todo en Cantando bajo la lluvia se ha convertido en historia del cine, pero no siempre se recuerda que, además, el filme hace en sí mismo historia del cine.
La premisa del paso del cine mudo al sonoro es el punto de partida de la joya de la corona del cine musical y esta se desarrolla a lo largo de la película con incesantes homenajes a los cómicos (el número Make them Laugh), al amor en el cine ( Cantando bajo la lluvia, por supuesto) e incluso incorpora un baile con Cyd Charisse, reina entre las reinas del musical.
La esencia de la película, más allá de la canción que le da título, se encuentra en el dueto entre Gene Kelly y Debbie Reynolds, donde se muestra toda la trampa y el cartón del séptimo arte. Esto es un escenario, esto es un set. Y no por ello es menos romántico.
Lo falso popular en Brigadoon (1954)
Ante tanto debate entre la nueva política sobre qué constituye la verdadera cultura popular y qué no, no está de más recurrir a Vincente Minelli, quizás el rey Midas de la era dorada musical en Hollywood.
El autor de los clásicos Un americano en París, Cita en San Luis y Melodías de Broadway se marca con Gene Kelly y Cyd Charisse un fascinante pastiche romántico escocés que ya le hubiera gustado a Baz Luhrman.
La historia dice así: dos amigos estadounidenses se pierden en las laderas de Escocia y quedan fascinados por un bucólico pueblo que parece vivir ajeno a los avances históricos.
Gene Kelly se enamora de Cyd Charisse, una lugareña, y ¡sorpresa! descubre que el pueblo solo existe un día cada cien años, por lo que su amor es imposible. Minelli borda entre mucho cartón y piedra un adorable clásico.
El risible mundo hipster de Una cara con ángel (1957)
Basada en el musical de George Gershwin, une las mismas características de guión que varias de las aquí citadas. Hombre maduro busca cara nueva para hacer de ella una estrella y acaba, por supuesto, encontrándose con el amor de su vida.
La excelente fotografía de Ray June y el vestuario de Hubert de Givenchy dan bastante de sí en una película que, por encima de todo, sirve para generar fantasías sobre el estatus de las modelos de París (y los fotógrafos que las persiguen).
Pero, por encima de todo, Una cara con ángel contiene una de las mofas más elegantes al incipiente movimiento beatnik. ¿Mujeres vestidas de negro que bailan jazz experimental mientras beben vino y coquetean con marineros? Ya en 1957, Stanley Donen y Audrey Hepburn te lo ponían en bandeja.
My Fair Lady y la pintura (1964)
Hay una razón por la que se trata de uno de los musicales más reverenciados de la historia. O más bien, hay tantas razones que no es de extrañar que el filme funcione como una máquina bien engrasada con la música de André Previn, la dirección de George Cuckor, las interpretaciones de Audrey Hepburn y Rex Harrison, y, por supuesto, la historia original en la que se basa.
My Fair Lady recupera el mito de Pigmalión y le añade lucha de clases a porrillo, en un escenario, Londres en plena Revolución Industrial, profundamente sensible a este hecho. Encanto, lujo y canciones hacen el resto.
Sobre todo, My Fair Lady contiene una escena, no la más famosa, pero sí la más laureada por su vestuario. La escena en las carreras, un hallazgo de vestuario de Cecil Beaton demuestra que en cine todo se puede: gracias a la coreografía y la fotografía, el espacio se convierte en un lienzo poliédrico, en un cuadro fin de siècle que de manera estática hace avanzar la acción.
El musical dentro del musical en A Chorus Line (1985)
Cuando el musical entra en decadencia, recordemos el batacazo que se pega Francis Ford Coppola con Corazonada, la historia requiere que las canciones tengan su propio espacio. Comienzan pues a adaptarse musicales de éxito de Broadway, en los que cuando un personaje irrumpe a cantar, al menos tiene algo de sentido.
Para ello, nada como la metanarrativa de A Chorus Line: un grupo de bailarines se prepara para una audición, mientras exploran sus propias historias personales. Richard Attenborough sale victorioso con un filme entretenido y vigoroso con apenas un escenario y un buen reparto. Y, sobre todo, logra presentar cinematográficamente en la primera escena lo arduo del proceso de casting.
¿Cómo filmar una buena coreografía de la búsqueda de una buena coreografía? El fin de la era dorada del musical queda marcado por este bucle final. Todo lo demás ya parecerá revisionismo.
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