Si partimos de los datos generados de las encuestas, estos sugieren que la relación entre el dinero y la felicidad es sumamente débil. Aunque la economía nacional incremente, no con ello, la felicidad.
Considere lo siguiente: aunque el nivel de vida haya mejorado el doble en Estados Unidos, la felicidad continuó estable durante los últimos 50 años. Lo mismo es cierto en el Reino Unido y en Japón.
Los altibajos
Sin embargo, el dinero sí hace la diferencia en países más pobres. Si no tienes lo suficiente para vivir cómodamente, tenlo por seguro que vivirás infeliz y estresado.
Pero cuando las personas llegan a un cierto punto (cuando ya no tienen que preocuparse por tener un techo donde vivir o suficiente qué comer), lo que sobra de dinero no hace mucha diferencia. (Por supuesto, hasta en países adinerados hay gente que no logra satisfacer lo básico).
Al menos, eso es cierto cuando aumenta la riqueza.
Parece ser que nos adaptamos más fácil a las ganancias que a las pérdidas
Las caídas económicas sí hacen la diferencia en los niveles de felicidad, aunque la persona permanezca un poco por encima después de la caída. Parece ser que nos adaptamos más fácil a las ganancias que a las pérdidas.
En Australia, por ejemplo, mucha gente está muy preocupada por su seguridad económica. El grado de ansiedad parece estar fuera de sintonía con la riqueza del país: tal vez sea porque la gente no logra valorar qué tan rica se volvió comparado con unos años atrás.
En otras palabras, es más fácil ver cuándo suben los precios antes que ver cuánto aumentaron nuestros ingresos.
Manteniéndose al día
Entonces, ¿por qué se nos hace más fácil adaptarnos a las ganancias que a las pérdidas? Tal vez nuestras expectativas hacen la gran diferencia aquí. Cuando ya no podemos comprar la cantidad o la calidad a la que estábamos acostumbrados, sí notamos la diferencia. Y como resultado, nuestra satisfacción cae.
Cuando compramos lo que más queremos sin grandes dificultades, no hay diferencia si tenemos 100 o 150 dólares de sobra después.
Otra razón por la cual la felicidad no sube mucho a medida que aumentan los ingresos es porque nuestras expectativas son moldeadas por lo que otros en nuestros círculos sociales tienen o hacen. Si todos en nuestro círculo tienen un iPhone, por ejemplo, pensamos que debemos tener uno también.
El computador que tenías tres años atrás ahora te parecerá inaceptablemente lento y viejo; antes te impresionó su velocidad y potencia. Pero ahora esperas que se carguen las páginas de internet a una velocidad mucho más rápida porque es a lo que estás acostumbrado.
Una desventaja de todo esto es que ahora estamos montados sobre una banda de consumo: ahora tenemos que reemplazar esa computadora (y la tablet o teléfono inteligente) cada 18 meses para tener el mismo nivel de satisfacción que cuando la compramos.
Mover los postes
Aunque los ingresos nacionales no afecten la felicidad por encima de ese punto, existe una paradoja- una frágil relación entre el ingreso de un país y la felicidad. Pero los efectos se disminuyen con el tiempo.
Esto es lo que parece que sucede: cuando recibimos un estímulo de ingresos, el grupo de personas con quienes nos comparamos cambian.
Supongamos que recibiste una promoción en el trabajo que aumentó considerablemente tus ingresos. Como resultado, podrás comprar un auto nuevo y más caro que el de tus amigos y así generar una mayor fuente de satisfacción para ti.
Pero la promoción también te traerá oportunidades para socializarte con los gerentes superiores y tu nuevo auto ahora se verá insignificante comparado con los de ellos.
Entonces los cambios para alcanzar la felicidad causados por los cambios de ingresos tienden a disiparse (pero no para quienes no se ponen en situaciones donde siempre se están comparando sus posesiones con las de los otros).
La riqueza de las experiencias
Hay una manera de comprar la felicidad: invertir en experiencias y no en cosas.
Las experiencias son (o tal vez parezcan) únicas, su valor no parece disminuir en comparación con otras experiencias. De acuerdo, tal vez todos tus amigos fueron a Phuket también; sin embargo, la cena que tuviste en el restaurante de la playa y las caminatas largas por la noche tropical son solo tuyas.
Además, el valor de tus experiencias no declina con el tiempo: en realidad tendrán más valor para ti cada vez que la revivas. Comprar cosas para sentirte feliz no dura, pero las experiencias sí.
El gran filósofo político John Rawls sugiere que una forma en que podemos evadir la infelicidad (la que surge de la envidia) es limitar la desigualdad visible en los ingresos.
Cualesquiera que sean los méritos de esa sugerencia, parece difícil de implementar en una sociedad donde se aspire en mantenerse al día con los Kardashians. Tal vez sea mejor promover el valor de las experiencias sobre lo material como una ruta a la felicidad verdadera.
Y, por supuesto, sin vivir preocupados por caer por debajo de un bienestar material donde se sufra por conseguir las necesidades básicas cotidianas.
Neil Levy recibe ingresos del Consulado de Investigación Australiano. Previamente recibió ingresos del Wellcome Trust y la Fundación Templeton.
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