¿Hubo un rey que se creía perro? ¿Cuál fue el destino del hijo de María Antonieta? ¿Por qué a Iván de Rusia se lo apodó «el Terrible»? ¿Qué pasó con las tres nueras de Felipe VI de Francia? ¿Por qué los romanos tenían miedo de comer con el emperador? ¿Fueron los Habsburgo una dinastía maldita? ¿Quién fue la «Lady Di» del siglo XVIII? Estos y muchos otros interrogantes pueden resolverse en las páginas de «Secretos Cortesanos«, un libro que reúne 140 historias breves con anécdotas, secretos, intimidades y curiosidades de la realeza, escrito por el periodista argentino Darío Silva D’Andrea, quien se especializa en historia de las monarquías.
A través de sus páginas, el lector podrá encontrarse con tragedias palaciegas, romances turbulentos y, sobre todo, con una infinidad de datos poco conocidos sobre las vidas y las cortes de reyes, reinas y emperadores. Por sus páginas, desfilan reyes locos, reinas enamoradas, emperadores extravagantes y un sinfín de príncipes y princesas con historias intrigantes. Con un lenguaje sencillo y sin abundar en detalles históricos, «Secretos Cortesanos» se centra en la vida de personajes famosos y poderosos de la historia y ofrece la oportunidad de tener un momento de agradable lectura a aquellos amantes de la historia y, sobre todo, de sus «chismes».
A continuación, presentamos un pequeño adelanto con 3 historias fascinantes, entretenidas y curiosas de la realeza europea.
El Emperador que coleccionaba enanos
Pedro el Grande, zar de Rusia (1672-1725), fue muy cuidadoso a la hora de recopilar toda clase de curiosidades, desde los dientes de sus sirvientes, hasta el esqueleto de un gigante, dentaduras, plantas, etc. En sus viajes de investigación, que solía hacer de incógnito, el curioso Pedro reunía gran cantidad de conocimientos que luego llevaba a su país y trataba que se aplicaran. Pero también obligaba a quienes lo acompañaban a compartir con él su búsqueda de conocimientos, y apartaba de su lado a los que no seguían su ejemplo.
Pero su colección más divertida era la de enanos, a los que quería mucho y consideraba muy graciosos. Dos días después de la boda de una sobrina, en 1710, se divirtió mucho celebrando la boda de dos enanos de la corte con la misma elegancia. “Un enano muy pequeño marchaba a la cabeza de la procesión, asumiendo el papel de mariscal (…) guía y maestro de ceremonias”, relataba un embajador. “Le seguían la novia y el novio, vestidos pulcramente. Luego venía el Zar y sus ministros, príncipes, boyardos, oficiales y demás; por último desfilaban todos los enanos en parejas de ambos sexos. Entre todos eran setenta y dos”. Pedro el Grande, como muestra de su concordancia con la boda, tuvo la cortesía de sostener una guirnalda de flores sobre la cabeza de la novia, según la tradición rusa, y cuando las ceremonias terminaron, los recién casados fueron llevados al palacio, donde pasaron su noche nupcial.
Así se comía en la Corte Francesa
Guillaume Tirel, conocido como “Taillevent”, (1310-1395), fue cocinero del rey francés Felipe VI de Francia y maestro cocinero y de guarnición de Carlos VI. En su libro «Historia de la cocina y los cocineros», Edmond Neirick y Jean Pierre Poulain cuentan acerca del chef que llegó a tener bajo su mando alrededor de 150 personas en las cocinas palaciegas: 67 se ocupaban en tareas diversas de la cocina, 15 en la frutería, 21 en la panadería y 38 en la bodega, y algunos catadores de bebidas.
La comida en las cortes de Felipe VI (1293-1350) y Carlos VI (1368-1422) se organizaba en cinco o seis servicios que se redujeron al llegar al Renacimiento. Pese a conocerse los cubiertos, se usaban los dedos para tomar los alimentos, y como la servilleta no existía, la mesa tenía un mantel doble y grueso de amplia caída, que permitía a quienes estaban sentados a su alrededor limpiarse las manos. Para cortar la carne se usaban armas como dagas o puñales, aunque era generalmente el rey quien la cortaba con su espada, como símbolo de su poder. Si se quería honrar a algún invitado, bastaba con dejarle cortar la carne. Mientras tanto, un enorme grupo de cantantes, artistas, malabaristas y bailarines de la Corte amenizaban la velada.
El monje que vivió como emperador
La apacible y silenciosa vida de oración y contemplación en el Monasterio de San Jerónimo, en Yuste (España), se vio trastornada de la noche a la mañana en 1558 cuando llegó a sus puertas Carlos V, quien había abdicado como Emperador de Alemania y Rey de España, para vivir entre los monjes de la comunidad y esperar la muerte. Los 38 monjes de Yuste tuvieron que adecuar las austeras habitaciones del monasterio para acomodar dignamente al ex emperador enfermo y a una comitiva de 50 asistentes, médicos, consejeros y sirvientes.
De pronto, el monasterio se convirtió en un auténtico palacio real, repleto de candelabros, estufas de hierro, estatuas, fuentes y en sus banquetes fluía la cerveza y se servían las comidas favoritas del emperador llevadas desde todas partes: fiambres, ostras, sardinas ahumadas, salmones, truchas, salchichas picantes, bacalao, mariscos, pollo, café, chocolate, chorizos, etc.
La habitación del emperador se cubrió de tapices y obras de arte y estaba comunicada por un pasillo que llegaba hasta la iglesia con el objetivo de que el monarca no tuviera que salir de la cama para ir a misa. Carlos V murió el 21 de septiembre de 1558, muerte para la que se había estado preparando durante tiempo, ya que hacía celebrar sus funerales en vida y, acostado solemnemente en un ataúd, oía con devoción las oraciones por su alma.
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