Los ingenuos entusiastas de las teorías socialistas deberían prestar atención a su realidad

Por Ileana Johnson
21 de agosto de 2018 3:51 PM Actualizado: 21 de agosto de 2018 3:51 PM

De adolescente tenía que sentarme cada año en clases de adoctrinamiento sobre «socialismo científico». Esta ciencia artificial fue inventada por Karl Marx y Friedrich Engels como una teoría para explicar el proceso de transformar a la sociedad desde el capitalismo hacia el comunismo, definir las «leyes» de la revolución que ocurriría y describir las tácticas que serían empleadas por el «proletariado» contra la «burguesía».

Vi a mis compañeros casi dormirse en las clases, sabiendo perfectamente que la teoría que se discutía en clase no tenía nada que ver con la realidad afuera.

La constante retórica sobre cómo deberíamos transformar el socialismo de teorías utópicas en «ciencia» a través del «materialismo histórico» se oía sobre los rugidos de los estómagos vacíos. Nos decían que si uníamos al socialismo científico con la agitación del proletariado, los trabajadores se convertirían en una clase revolucionaria consciente y que se construiría el comunismo.

Sabiendo cuántas personas han muerto tratando de escapar de países opresores socialistas, me impresiona cuántos «idiotas útiles» hoy en día promulgan este sistema político y económico que ha asesinado a millones que inocentemente creyeron a los marxistas.

Quizás mi experiencia ayuda a otros a entender qué es el «socialismo».

Igualdad

El socialismo engloba los sistemas económicos y sociales definidos por el control de los medios de producción y de la propiedad social. La propiedad social puede ser pública, colectiva o cooperativa.

Las doctrinas socialistas se enfocan en oponerse al individualismo e instalar la «igualdad y solidaridad», y persiguen una variedad de objetivos económicos. Se aboga por varios tipos de socialismo, como el socialismo marxista, el comunismo o el «socialismo utópico», el socialismo libertario, el socialismo reformado y la social democracia.

El socialismo que yo experimenté nos ofrecía igual miseria, igual explotación e igual condena en prisión si no obedecíamos a los gobernantes del Partido Comunista. Y ciertamente no había justicia para el «proletariado». Obedecíamos y aceptábamos nuestro destino y las decisiones que tomaba la élite comunista que nos gobernaba.

El socialismo dice estar organizado en torno al interés de lo colectivo y no en el interés de un grupo de individuos, y está diseñado para darle el poder al pueblo. Decir que esta teoría es un chiste es ser generoso.

No teníamos poder, y si tratábamos de reclamar algo de este –o nuestra porción de los medios de producción– nos hubiéramos topado con el cañón de un arma, sostenida por la policía, que no eran más que cuadros de los matones bien alimentados, bien remunerados y bien armados del Partido Comunista. Ya no teníamos ni un rifle de caza, ya que todas las armas de fuego habían sido confiscadas mucho antes de que el Estado tomara el control completo de nuestras vidas.

Bienes comunes

Una economía socialista aboga por un Estado administrador supremo de todos los bienes comunes. El Estado está a cargo de asegurar que «cada individuo tenga condiciones para vivir, perpetuar la especie, disfrutar de la vida, tener dignidad y respeto por sí mismo y los otros, encontrar la felicidad, y participar del bienestar de la nación». Esta es la retórica socialista enlatada.

La realidad socialista que yo experimenté era bastante diferente. El Estado le decía a cada ciudadano cuánto podía comer, mediante una distribución y producción inadecuada de alimentos; cuánto podía consumir de otros bienes, mediante inadecuados planes quinquenales cuyos objetivos siempre se alcanzaban y superaban en papel, mientras la mercancía escaseaba en el mercado y se hacía de mala calidad porque a nadie realmente le importaba. La gente fingía trabajar y el Estado fingía pagarles «salarios dignos». La gente trataba de complementar sus ingresos y su suministro de alimentos con actividades en el mercado negro y robando del trabajo, haciendo trueque por cosas que necesitaban.

El Estado nos decía a través del planeamiento central comunista cuánta electricidad, calefacción y agua podíamos tener, cortando el suministro varias horas por día; cuánta propiedad personal podíamos amasar mediante su siempre vigilante policía de la economía que golpeaba las puertas y confiscaba todo aquello que consideraban excesivo; y cuánta medicación podíamos tener vaciando las farmacias.

El Partido Comunista incluso emitió directivas legales en los años 80 sobre cuántas calorías por día debía consumir cada persona. Era casi imposible encontrar una persona obesa a no ser que tuviera algún otro problema de salud.

Un video de 1989 mostraba al dictador socialista Nicolae Ceausescu visitando un mercado de Bucarest y una panadería. En el film, las estanterías estaban repletas de comida, pan, pastelillos, salame, quesos, carne, azúcar, aceite y otros productos por los que los ciudadanos pobres peleaban en interminables filas cada día.

Esta abundancia había sido entregada unos momentos antes, y arreglada cuidadosamente para la visita del dictador. Tan pronto como este se fue, la comida fue retirada, dejando las mismas estanterías vacías y oscuras que el «proletariado»estaba acostumbrado a ver.

Los empleados se veían avergonzados, de pie en atención, con sus guardapolvos blancos, aplaudiendo al amado líder como si fuera una estrella de rock. El culto a la personalidad debía ser alimentado constantemente por una multitud que fingía adorarlo, la cual era forzada a quedarse de pie en el sol, la lluvia o la nieve para aplaudirlo donde fuera que pasara.

Bajo el socialismo no hay propiedad privada, dicen los que simpatizan con él. En los veinte años que viví bajo la transición del socialismo al comunismo, las élites tenían su propiedad privada mientras que el proletariado no tenía nada. El Estado dirigido por el Partido Comunista controlaba todo, incluyendo el habla.

El siempre astuto teórico y pensador parasitario Karl Marx, que sobrevivía gracias a la generosidad de sus acaudalados amigos y mecenas, escribió que el socialismo es una transición imperfecta entre el capitalismo y el comunismo, donde los bienes y la paga son distribuidos desigualmente según el trabajo hecho.

En la realidad, el trabajo de los médicos y el del proletariado se pagaba más o menos igual, quitando así el incentivo de pasar años en la universidad para convertirse en un médico. Los demócratas y la gente de izquierda dicen hoy que es obsceno que un médico gane dinero y que la atención debe ser gratuita.

Dos clases

«Socius» en latín significa «camarada» o «aliado». Tenías que tener mucho cuidado de con quién te aliabas, no sea que terminaras preso o muerto. «Communis» en latín significa «compartido». En la práctica nadie compartía nada en el comunismo, excepto la miseria y la pobreza. Aunque en los libros se describe que el comunismo no tiene clases, en realidad había dos: el proletariado (la mayoría) y la élite gobernante (los miembros del Partido Comunista).

En el socialismo, no existe lo de «nivelar la cancha», por usar un eufemismo de los demócratas. No hay «seguridad económica» sino inseguridad. No hay «salario digno» sino un salario para sobrevivir.

El socialismo y el comunismo crean sociedades represivas. No hay «atención médica universal», hay racionamiento de salud. No hay «bien público», solo el «bien» del Partido Comunista, y productos especiales en tiendas especializadas solo para el Partido Comunista. Hay educación pública gratuita mezclada con adoctrinamiento forzado de la teoría marxista.

Definimos a la civilización occidental por nuestra humanidad. Bajo el comunismo, la vida no tenía valor a no ser que fuera la de aquellos en el poder. Si un bebé nacía con una discapacidad curable, el Estado no gastaba recursos en salvarlo. El recién nacido se dejaba sin cuidado, esperando la muerte.

Los estudiantes eran vacunados en la escuela con las mismas 3 o 4 jeringas y agujas hervidas cada mañana en latas oxidadas, no en autoclaves. La hepatitis corría desenfrenada. Los hospitales lavaban y volvían a lavar los vendajes.

El personal hospitalario, desde los camilleros hasta las enfermeras y los médicos, tenían que ser sobornados para que los pacientes tuvieran la atención adecuada. La atención médica y los fármacos eran gratuitos, pero las familias debían proveer sábanas, toallas, atención a toda hora, alimentos y drogas compradas en el mercado negro. El paciente que no tenía familiares que lo cuidaran yacía en una cama de metal, sin ser atendido por semanas, hasta que se mejoraba por sí solo o moría.

«Pequeñas dosis» de socialismo

H.G. Wells, el prolífico escritor británico de ciencia ficción que se describía como socialista a la izquierda de Stalin, entrevistó al infame dictador soviético por tres horas el 23 de julio de 1934. La entrevista fue grabada por Constantine Oumansky, jefe del Buró de Prensa del Comisionado de Asuntos Extranjeros.

El tema de la entrevista era hallar qué estaba haciendo Stalin para «cambiar el mundo». Wells le contó a Stalin que él trataba de ver al mundo a través de los ojos del «hombre común», no los ojos de un político o burócrata.

Indicando a Stalin que los «capitalistas deben aprender de usted, para entender el espíritu del socialismo», Wells dijo que estaba ocurriendo una profunda reorganización en Estados Unidos, la creación de una «economía planeada, o sea, socialista». Él había sido testigo de los edificios de oficinas construidos en Washington, nuevos cuerpos regulatorios del Estado y «un muy necesario Servicio Civil».

El líder soviético Nikita Khrushchev dijo en 1959: «No podemos esperar que los estadounidenses salten del capitalismo al comunismo, pero podemos ayudar a sus líderes electos para que les den a los americanos pequeñas dosis de socialismo hasta que de pronto despierten y encuentren que tienen comunismo».

Hoy las «pequeñas dosis» de socialismo se han convertido en dosis más grandes y están siendo impulsadas por políticos, medios de comunicación y el ámbito académico.

Las opiniones expresadas en este artículos son del autor y no reflejan necesariamente las opiniones de La Gran Época.

Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times

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