Negar las diferencias de los sexos es dañar a la sociedad

Por William Gairdner
06 de noviembre de 2018 5:08 PM Actualizado: 06 de noviembre de 2018 5:08 PM

Opinión

Platón sembró los vientos del igualitarismo sexual hace mucho tiempo. También Karl Marx, su viejo bacán Friedrich Engels y León Tolstoi. Después apareció el sistema de kibutz de Israel. Luego, las feministas occidentales radicalmente antihombres, antimatrimonio y antifamilia, se subieron a este carro a mediados del siglo XX. Ahora estamos cosechando el torbellino.

George Gilder dio la voz de alarma en su profético libro de 1992, “Hombres y Matrimonio”, con una advertencia que es muy reveladora, dada la amarga guerra entre los sexos de hoy en día. A saber: el instinto sexual predominante en los hombres de todo el mundo, para el gran detrimento de la estabilidad social, es enfocarse en su propia gratificación inmediata. Los jóvenes solteros –indisciplinados y sin las restricciones de los usos y costumbres sexuales tradicionales– son un evidente peligro para la sociedad y la salud reproductiva, por muchas razones.

Entre estas razones encontramos: prefieren mucho más el sexo casual. Y además son mucho más agresivos física y sexualmente que las mujeres. Aunque los jóvenes solteros representan un bajo porcentaje de la población mayor de 14 años, son quienes cometen la mayoría de los delitos violentos. Beben más y tienen más accidentes de auto graves que las mujeres, y que los hombres casados. Los jóvenes solteros tienen 22 veces más probabilidades de ser internados por problemas mentales y 10 veces más probabilidades de ser hospitalizados por enfermedades crónicas en comparación con los hombres casados. Los hombres solteros también son condenados por violación cinco veces con más frecuencia que los hombres casados, y tienen casi el doble de la tasa de mortalidad de los hombres casados, y tres veces más que las mujeres solteras.

Desventajas

Todo el asunto de la liberación sexual salió mal. Los hombres se beneficiaron sexualmente a corto plazo, pero no necesariamente a largo plazo. Las mujeres perdieron en ambos frentes porque renunciaron al único medio seguro –la postergación de la gratificación masculina inmediata– que les permitía tener hijos, mantenerlos, protegerlos y nutrirlos personalmente al mismo tiempo.

En esencia, se abandonó la ecuación tradicional de equilibrio que atrajo a los hombres hacia el atractivo mundo de la fertilidad de la mujer, y en su lugar se alentó a las mujeres a entrar en el mundo sexualmente frenético del hombre.

Un resultado directo fue el debilitamiento del matrimonio y los vínculos familiares; los hombres abandonan a las mujeres y a los niños; y muchas, en su mayoría mujeres pobres y sus hijos, abandonaron el matrimonio por completo y se adhirieron al estado patriarcal.

Peor aún, como explica Gilder, el feminismo, por defecto, permitió a los hombres crear un sistema informal de poligamia en serie (o incluso simultánea), en el que los hombres más fuertes (más ricos, más exitosos) pueden disfrutar de muchas parejas, generalmente jóvenes. Pero la mujer pierde en el sentido que, a los efectos de tener hijos, sus posibilidades de encontrar un marido y un padre fuerte para sus hijos se limitan biológicamente a unos pocos años fugaces de su vida. Si espera demasiado tiempo para casarse, los hombres fuertes de su edad ya no están disponibles, en una montaña empinada de opciones cada vez más reducidas.

Además, en las sociedades que eligen negar estas diferencias naturales entre los sexos y permiten el sexo “liberado”, la subcultura homosexual compite por la normalidad con la cultura central, ataca los valores tradicionales y recluta a hombres (generalmente los más jóvenes) que de otro modo serían procreadores. Y debido a que la liberación multiplica muy obviamente las opciones sexuales de los hombres fuertes, invierte la distribución de posibles parejas y, en su aspecto feminista, contrapone el ethos femenino con el ethos masculino, fomentando así el resentimiento sexual entre hombres y mujeres.

En abril de 2018, Alek Minassian llevó su camioneta alquilada en un viaje mortal de 1600 metros de recorrido por una acera de Toronto, matando a 10 personas e hiriendo a 13. ¿Su motivo? Afirmó lealtad a un grupo de reivindicación masculino llamado “incel”, que significa “célibe involuntario”. Él y su grupo estaban terriblemente enojados por la distribución desigual. Las víctimas que mató eran en su mayoría mujeres.

La muerte del matrimonio

Todo esto conduce a un matrimonio menos tradicional, algo que se vio por primera vez en Suecia a mediados del siglo pasado, cuando abrazó con entusiasmo la liberación sexual: su tasa de matrimonios descendió drásticamente a alrededor del 50% de su nivel anterior.

Y entonces, más gente empezó a vivir sola. Hoy en día, cerca del 60 por ciento de los residentes de Estocolmo viven solos, un patrón creciente que se observa en todo Occidente. En el centro de Seattle esa cifra llega ahora a más del 70 por ciento.

Mientras tanto, el divorcio fácil –o “disolución de la pareja”, como lo llaman tímidamente los suecos– aumentó drásticamente en todas partes. ¿Múltiples parejas? ¿Sexo fácil? ¿Homosexualidad? ¿Fácil convivencia y divorcio? Todo esto socava inevitablemente la monogamia heterosexual, lo cual es muy desafortunado, precisamente porque “la monogamia está diseñada para minimizar el efecto de las desigualdades sexuales, para evitar que los poderosos de ambos sexos interrumpan el orden familiar”, afirma Gilder.

Y así, como advierte Gilder, debido a que el proceso más crucial de la civilización es “la subordinación de los impulsos sexuales masculinos y su biología a los horizontes de largo plazo de la sexualidad femenina”, la sociedad debe ser creada para domar a los hombres y a sus tendencias bárbaras. Porque sin los objetivos reproductivos a largo plazo de las mujeres, los hombres se conformarían con luchar, disfrutar de su lujuria, vagar, hacer la guerra, competir y luchar por el poder, la gloria y el dominio.

La conclusión es que, en términos de tener propósitos más amplios, y de hecho la supervivencia misma de la civilización humana –que depende totalmente de una procreación suficiente, de una crianza exitosa de los hijos y de familias fuertes–, los hombres en general son inferiores sexualmente a las mujeres, la cuales, debido a su biología, controlan la totalidad del orden (o desorden) sexual y procreador de la vida humana.

Solo en este sentido, los hombres no son ni sexual ni moralmente iguales a las mujeres, y por eso –y este es seguramente el punto más importante de Gilder– “la sociedad debe hacer iguales a los hombres”. Es decir, que el significado personal y de éxito de los hombres depende de los roles con un propósito social que la cultura crea para ellos.

En resumen, las mujeres canalizan y limitan el deseo sexual masculino generalizado, de tal manera que se protegen a sí mismas y a sus hijos, y al hacerlo enseñan a los hombres a subordinar sus impulsos a los ciclos a largo plazo de la sexualidad y la biología femenina, de las que siempre dependió la civilización y su supervivencia.

Cuando uno se detiene a considerar profundamente los complejos requerimientos físicos, emocionales y financieros de la familia promedio, se siente la seriedad de este compromiso. Requiere lo que la antropóloga Margaret Mead llamó un “compromiso de permanencia” de cada sexo, y un “acuerdo” alcanzado entre las partes, cuyos términos son proporcionados por la cultura. Hemos estado rompiendo el acuerdo por nuestra propia cuenta y riesgo, y especialmente por el de nuestros hijos.

William Gairdner es un autor que vive cerca de Toronto. Su último libro es “La gran brecha: por qué los liberales y los conservadores nunca van a estar de acuerdo” (2015). Su sitio web es WilliamGairdner.ca

Los puntos de vista expresados en este artículo son las opiniones del autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista de La Gran Época.

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