La primera vez que alguien me sugirió dejar de pensar en una solución para la situación que intentaba resolver desesperadamente, me pareció una idea encantadora. Pero, a decir verdad, no tenía ni idea cómo poner en práctica este consejo.
La solución, para mí, siempre había significado entender lo que estaba sucediendo, lo que significaba y, sobre todo, saber qué hacer al respecto. Resolver esa cuestión siempre había implicado un pensamiento excesivo y obsesivo. Si no quería vivir en la angustia y sentirme totalmente aislada, tenía que resolver las cuestiones que aún no estaban resueltas. Tenía que pensar más, no menos, en mis dificultades. Vivir tranquilo y no tener las respuestas eran incompatibles; necesitaba un plan, una salida de la situación, no un sillón cómodo dentro de ella.
Pero, con el tiempo, me di cuenta que, a pesar de todas las reflexiones humanamente posibles, había cuestiones importantes en mi vida que no podía saber ni resolver, al menos no todavía. Esta verdad era inevitable e irrefutable. Tuve que admitir y aceptar que, con todo mi pseudoconocimiento, todas mis propuestas e intentos de solución, aún no mejoraba. Todo el conocimiento que había pensado para mí era ilusorio. Mientras más intentaba saber, más sentía que no sabía. Sin embargo, al otro lado de esa admisión y aceptación, encontré algo inesperado: un alivio absoluto.
Vivimos en la era de la razón y la ciencia. Adoramos tanto la información, la investigación y la lógica que hemos bautizado nuestra época con ese nombre: la era de la información. Razonar es pensar, usar la mente racionalmente, para entender y dar sentido a nuestro mundo. Con el tiempo, ponemos más y más huevos en la cesta del razonamiento, apostando por el pensamiento a fin de salvar el día. Se supone que la mente pensante ofrece el camino de la salvación. En este momento de la historia, se ha perdido el interés y, hasta cierto punto, el respeto por todas las demás formas de conocimiento: corporal, intuitivo, experiencial, etc., todas las formas de conocer que no sean el pensamiento y la lógica.
Cuando presento material como conferencista público, a pesar de tres décadas de experiencia profesional con los seres humanos y sus pensamientos y emociones, casi siempre me preguntan qué estudios o investigaciones de resonancia magnética puedo ofrecer para apoyar mis observaciones sobre el comportamiento humano. La razón y las pruebas científicas se han ungido como nuestros reyes. Creemos que el pensamiento resolverá todas las cuestiones y los retos que nos plantea la vida. Y, con la explosión de la tecnología, nuestra reverencia por el pensamiento se intensifica aún más.
Vivir en la pregunta
«La única sabiduría verdadera consiste en saber que no sabemos nada», dijo Sócrates. Muchas cosas han cambiado en los 2500 años transcurridos desde que Sócrates emitió esas palabras. Hoy en día, pocas personas podrían entender su significado. Mientras tanto, nuestra incesante necesidad de conocer las respuestas, junto con nuestra falta de voluntad para aceptar lo desconocido, generan un torrente de pensamiento excesivo, y de ansiedad.
El misterio, en nuestra sociedad, no es algo real. Es algo escamoso o woowoo. Desde que nacemos se nos enseña que si tenemos las respuestas seremos buenos, dignos. Sentimos vergüenza e incapacidad cuando no tenemos las respuestas. No saber es una forma de fracaso, causa de sentirse débil, defectuoso, vulnerable y perdido.
Al mismo tiempo, saber nos hace sentir seguros; sentimos que tenemos el control. Con las respuestas en su sitio, no tenemos que enfrentarnos a la impermanencia que sustenta nuestra vida, a la realidad de que todo cambia constantemente, nos guste o no. No tenemos que sentir lo fuera de control que estamos realmente como seres humanos en este viaje mortal y misterioso. En consecuencia, fingimos, nos «impostamos» cuando se trata de saber. Al mismo tiempo, nos apresuramos a dar respuestas que no son verdaderas ni sostenibles. Haremos cualquier cosa, esencialmente, para no residir en lo desconocido.
Pero a pesar de lo que estamos condicionados a creer, la vida nos sitúa siempre en situaciones en las que no tenemos las respuestas que queremos. No sabemos cuál es el camino a seguir, por no hablar de la mayor incógnita: qué hacemos aquí, existiendo, en primer lugar. Dado que a menudo no tenemos todas las respuestas, sería prudente aprender a habitar este no-saber con un sentido de aceptación y relajación en lugar de juicio y miedo.
Puede parecer poco familiar y poco inteligente sentarse ante una situación desafiante y no resuelta. Sin embargo, por incómodo que sea, nos conviene aprender a no saber, a sentir lo que se siente en el no saber. Hay sabiduría en aprender a esperar más claridad y la llegada de un camino a seguir. Vivir en la pregunta, si podemos abandonar nuestros juicios sobre ella, puede convertirse en un lugar propio para residir. Con la práctica, podemos aprender a relajarnos por no tener la respuesta.
Cuando nos permitimos no saber, dejamos que la vida nos revele lo que quiere revelar, a su debido tiempo, sin forzarla. Entonces, las preguntas se convierten en sus propios destinos. Es más, descubrimos que el no saber es un lugar que, si tenemos el valor de confiar en él, puede ofrecernos soluciones más profundas y sabias, soluciones reales, caminos para avanzar que son más fiables que cualquier cosa que podamos conocer mentalmente.
Renunciar a vivir en medio de las preguntas es como caer por una trampilla. De repente, nos encontramos en el momento presente; tenemos permiso para estar aquí, para experimentar cómo es la vida ahora. Tenemos permiso para interesarnos por la experiencia de esta realidad y permitir que las respuestas se revelen por sí mismas en su propia línea de tiempo.
Relajarnos en las preguntas, de forma inesperada, nos permite unirnos a un despliegue mayor, a un proceso más grande que nosotros mismos y, afortunadamente, uno en el que no tenemos que controlar en todo momento. Por fin, no depende solo de nosotros. Vivir en las preguntas, por muy incómodo que nos resulte, es vivir en la verdad, que, una vez que la dominamos, contiene su propia seguridad y confianza.
Sin embargo, la seguridad que experimentamos en la verdad no se debe a que tengamos todas las respuestas o a que la verdad sea cómoda (los marcadores habituales de seguridad), sino a que la verdad es indiscutible. Rendirse al no saber significa plantar los pies en tierra movediza y aceptar que estamos en un proceso sin un resultado conocido, y que el proceso es el destino, por ahora.
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