En Xanadú, Kubla Khan
se hizo construir un espléndido palacio de recreo:
allí donde el Alfa, el río sagrado, corría
por cavernas inmensurables para el hombre,
hacia un mar sin sol.
Samuel Taylor Coleridge se despertó sobresaltado cuando estas palabras retumbaron en sus pensamientos. Revolviendo los volúmenes que llenaban su escritorio, agarró su pluma, apuñaló su tintero, tomó un trozo de papel y se estremeció de asombro mientras su musa cantaba:
Dos veces cinco millas de suelo fértil
se cercaron de muros y torres:
había jardines que resplandecían con arroyos sinuosos,
y donde florecían muchos árboles del incienso,
había bosques, tan viejos como las colinas
que envolvían prados verdes y soleados.
Tales fueron las salvajes palabras, en 1797, que se precipitaron como un río rugiente desde la pluma de Coleridge, casi como un cataclismo. Luchando contra los efectos de la medicación, había caído en un sueño febril sobre un exótico diario de viaje que mencionaba la capital del gobernante mongol, Kublai Khan, un nieto de Genghis Khan.
Mas, oh ¡aquella sima romántica y profunda que sesgaba
la verde colina a través de un manto de cedro!
¡Un lugar salvaje! ¡Tan santo y encantado
como cualquiera donde, bajo la luna menguante, se apareció
una mujer, lamentándose por su amado demonio!
Y de esta sima, que hervía en incesante estruendo,
igual que si respirase la tierra con resuellos hondos y agitados
brotó en un momento un poderoso manantial:
en mitad de cuya repentina e intermitente explosión
saltaron enormes fragmentos, como granizo que rebota
o como el grano al separarse de la paja bajo el mayal del trillador:
y en medio de las danzantes rocas, de súbito y para siempre,
surgió en un momento el río sagrado.
La fuerza del poema de Coleridge, diferente a cualquier otro que hubiera escrito antes, se abalanzó y sobresalió de la página —repentina y extrañamente— en la solitaria habitación de la granja donde nació. Incluso cuando cantaba sobre los primitivos e incontrolables elementos de poder y miedo, también poseía, como un poema, esa autoridad desenfrenada de la inspiración artística que todo artista anhela y teme. Coleridge escribió y el poema cobró vida propia, como todos los grandes poemas.
Formando meandros durante cinco millas, con laberíntico curso
discurría el río sagrado, a través de bosques y valles,
alcanzaba luego las cavernas inmensurables para el hombre,
y se hundía tumultuoso en un océano sin vida:
¡y en medio de ese tumulto, Kubla oyó a lo lejos,
voces ancestrales que profetizaban guerra!La sombra del palacio de recreo
flotaba en mitad de las olas,
donde se oía la cadencia mezclada
del manantial y las cuevas.
¡Era un milagro de rara invención,
un soleado palacio de recreo con cuevas de hielo!
Las imágenes que cayeron ante él fueron como el descubrimiento de un extraño reino que era como la propia poesía. Desde la cúpula de la mente hasta las profundidades de los misterios de la naturaleza, la imaginación y la inspiración son fuerzas creativas gemelas que pueden ser bellas o terribles, como el cielo y el infierno, con música y ruido, paz y guerra, lo sagrado y lo salvaje. Coleridge se precipitó, con la frente húmeda por el fervor y la fiebre.
Una muchacha con un dulcémele,
vi, cierta vez, en una visión:
era una doncella abisinia
y, tocando su dulcémele,
cantaba acerca del monte Abora.
Si pudiera revivir dentro de mí
su armonía y su canción,
me llenaría de tan profundo deleite,
que, con música alta y prolongada,
construiría ese palacio en el aire,
¡aquel palacio soleado, aquellas cuevas de hielo!
Y cuantos escucharan los verían aparecer,
y todos exclamarían: ¡Cuidado, cuidado!
¡Sus ojos refulgen, su cabello flota!
Tejed un círculo a su alrededor tres veces,
y cerrad los ojos con temor santo,
pues él se ha alimentado de rocío de miel,
y ha bebido la leche del Paraíso…
Luego, un golpe en la puerta. La pluma de Coleridge se detuvo sobre la palabra «Paraíso». Se levantó para atender a una persona por un pequeño asunto. Una vez resuelto, regresó a su escritorio y, para su sorpresa y consternación, descubrió que la visión había desaparecido. «Kubla Khan» estaba terminado donde yacía inacabado. Y así, Coleridge lo llamó siempre «una visión en un sueño, un fragmento».
Hay un placer especial que solo puede ofrecer una obra inacabada, pues aunque venga acompañada de un cierto grado de dolor, es profundamente significativa. Este fragmento ofrece una muestra del poder de la poesía y un anticipo de la realización de la verdad que todos buscan. El arte inacabado es conmovedor y pide a gritos que se complete, que se perfeccione. Aquellas obras maestras cuya creación se ve truncada —la «Summa» de Aquino, la «Piedad de Rondanini» de Miguel Ángel, el «Réquiem» de Mozart, «El misterio de Edwin Drood» de Dickens y «Kubla Khan» de Coleridge— evocan esa singular sensación de necesidad de terminación que todo ser humano debe compartir hasta que encontremos el final que nos espera, ya sea en una soleada cúpula de placer o en salvajes cuevas de hielo.
Sean Fitzpatrick forma parte del profesorado de la Gregory the Great Academy, un internado en Elmhurst, Pensilvania, donde enseña humanidades. Sus escritos sobre educación, literatura y cultura han aparecido en varias revistas, como Crisis Magazine, Catholic Exchange y The Imaginative Conservative.
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