Un miembro del Congreso se despierta una noche y encuentra a Lucifer de pie a los pies de su cama mirándolo fijamente. «¿Qué quieres?», le pregunta.
«Quiero darte todo lo que desees o puedas imaginar», responde Lucifer. «Serás reelegido en todas las elecciones. Tendrás una fortuna más allá de tus sueños más salvajes, mujeres hermosas, mansiones, coches caros, un yate. Pídelo y será tuyo».
El congresista se sienta en la cama. «¡Vaya, eso suena muy bien! Pero, ¿qué hay para ti?».
«En 24 años, me das tu alma inmortal», respondió Lucifer.
El congresista se queda asombrado, pero luego se echa a reír. «No, en serio, vamos. ¿Cuál es el truco?».
Ese viejo chiste, o sus variaciones, dice mucho sobre la modernidad. Al igual que nuestros antepasados, seguimos viendo el mal en el mundo, pero en nuestra era de la ciencia, la psicología, las ciencias sociales y las estadísticas, casi siempre buscamos la genética, las circunstancias o el entorno como explicación de la maldad. Los abusos en la infancia explican al hombre que dispara en una taberna; un montón de deudas impulsa a la ejecutiva que malversa el dinero y lleva a su empresa a la quiebra; la ideología infecta y enferma al dictador que ordena la ejecución de millones de personas.
Rara vez se habla en estas explicaciones sobre el mal o el alma humana. Y ciertamente nadie en la plaza pública evoca al diablo.
Esto nos lleva a «Doctor Fausto».
La trama básica
La obra de Christopher Marlowe del siglo XVII «La trágica historia del doctor Fausto», que ahora se conoce habitualmente como «Doctor Fausto», se basa en las historias de Johann Fausto, un mago y alquimista alemán que se convirtió en una leyenda del Renacimiento. En la obra de Marlowe, Fausto es un profesor y estrella intelectual de la Universidad de Wittenberg. Deseoso de ganar mayor fama y poder, se alejó de la lógica, la razón y la teología y buscó ganar poder mediante el uso de la magia.
Poco después de comenzada la obra, Fausto hace un pacto con Lucifer y su emisario, Mefistófeles. Firma un contrato con su propia sangre en el que afirma que, a cambio de su alma, estos poderes oscuros le darán todo lo que desee durante los próximos 24 años. En su mayor parte, Fausto abusa o malgasta estos poderes, pensando solo en su beneficio personal, perdiendo el tiempo, gastando bromas al Papa, por ejemplo, o exigiendo el afecto de Elena de Troya.
Mientras tanto, Fausto vacila entre Dios y Lucifer, inclinándose a buscar el perdón de Dios pero luego volviendo a su alianza con el mal. Finalmente, cree que su tiempo para la posible expiación de sus pecados se ha agotado y se ve condenado diciendo casi al final de la obra: «por el vano placer de veinticuatro años he perdido la dicha y la alegría eternas. Escribí un contrato con mi propia sangre, la fecha ha expirado y él vendrá y cargará conmigo».
Y así muere Fausto, alejado del cielo, su cuerpo destrozado por los demonios y su alma enviada al infierno. La obra termina con estas líneas:
Fausto se ha ido; mirad su infernal caída y que su diabólica suerte exhorte a los discretos a pensar en el mal de las cosas ilícitas, cuya profundidad consiente a los talentos eminentes practicar más de aquello que el poder celeste permite.
La soberbia precede a la caída
Su enorme ego y su arrogancia intelectual ciegan a Fausto de las consecuencias de sus coqueteos con lo diabólico. En el primer acto, por ejemplo, cuando Mefistófeles le hace su primera visita, Fausto le dice:
La palabra «condenación» no le aterroriza, porque él confunde el infierno con el Elíseo. ¡Allí su alma estará con los antiguos filósofos!
Y cuando Mefistófeles trata de advertir a Fausto sobre la pérdida del cielo que le espera si sigue por ese camino, Fausto responde:
¿Tanto sufre el gran Mefistófeles por verse privado de los regocijos del cielo? Aprende de Fausto fortaleza varonil y desprecia esas alegrías que nunca poseerás.
Incluso después de haber conocido a Mefistófeles y de firmar el contrato diabólico, el arrogante Faustus declara: «Pues yo pienso que el infierno es una fábula».
Al final, el orgullo desmesurado de Fausto le lleva a la destrucción.
Poder
Si tuviese yo tantas almas como hay estrellas, yo las daría todas a cambio de Mefistófeles. Por él seré el más grande emperador del mundo y haré un puente sobre el movedizo aire para pasar el océano con una hueste.
Aquí, en esta primera escena, oímos a Fausto especular sobre el poder que pronto le pertenecerá, la capacidad de controlar la tierra y todo lo que habita en ella. Este nuevo poder no se basará en la lógica ni en la razón, sino en la magia y en lo sobrenatural, las artes oscuras que permiten a quien las ejerce salirse del orden y de las leyes del reino físico y controlar así la naturaleza y los seres humanos.
«El poder tiende a corromper», afirmó célebremente Lord Acton, «y el poder absoluto corrompe absolutamente». Fausto pronto aprenderá esta lección de corrupción conocida por todos los monarcas y dictadores absolutistas que han existido.
La lujuria
En el acto 5, cerca del final de la obra, Fausto implora a Mefostofilo que le conceda el afecto de Elena de Troya.
Una cosa, buen sirviente, quiero pedirte para satisfacer el deseo de mi corazón, y es tener por amada a esa celeste Elena a quien vi hace poco y cuyos dulces abrazos pueden extinguir estos pensamientos que me apartan de mi promesa. Así cumpliré el juramento hecho a Lucifer.
Mefistófeles concede este deseo, y cuando Elena entra, Fausto dice las líneas más famosas de esta obra:
¿Este fue el semblante que lanzó a la guerra mil buques e hizo arder las enormes torres de Ilion? Dulce Elena, hazme inmortal con un beso. Sus labios absorben mi alma; ya veo a dónde vuela. Ven, Elena, ven y devuélveme mi alma. Aquí me quedaré, porque el cielo está en tus labios y es hez todo lo que no es Elena.
Podemos interpretar estas líneas como los cumplidos de un hombre enamorado de la belleza, un ramillete de palabras para ganar afecto, pero algo más siniestro se esconde en el corazón de este discurso laudatorio. Elena no tiene el poder de hacer inmortal a Fausto, y las líneas «Sus labios absorben mi alma» y «cielo está en tus labios» nos dicen que Fausto, como tantos otros antes y después de él, ha confundido los placeres de la carne con los arrebatos del cielo.
Un mundo al revés
En un momento dado, Lucifer y Belcebú entretienen a Fausto haciendo desfilar ante él los Siete Pecados Capitales: El orgullo, la codicia, la envidia, la ira, la gula, la pereza y la lujuria. Después de que estos siete se expliquen y salgan de la escena, Fausto exclama: «¡Oh, cómo se deleita mi alma con este espectáculo!».
Lucifer lo tranquiliza: «Pero Fausto, en el infierno hay toda clase de deleites».
Aquí Fausto, animado por Lucifer, pone patas arriba el orden moral.
Escenas como ésta, que se encuentran a lo largo de la obra, demuestran el toma y daca entre el tentado y el tentador. Lucifer y Mefistófeles ofrecen un banquete de tentaciones, y Fausto, tan brillante como erudito, carece de previsión y sabiduría para rechazarlas.
Lecciones del «Doctor Fausto»
¿Existe una obra más apropiada que «Doctor Fausto» para el siglo XXI?
Puede que algunos de nosotros ya no creamos en el infierno o en Lucifer, el Padre de las Mentiras; pero el «trato fáustico», cuando cambiamos nuestros principios o nuestro carácter recto por el poder, la fama o la riqueza, sigue estando muy presente. Las mismas tentaciones a las que se enfrentó Fausto —el orgullo ciego, el deseo ardiente de poder, la avaricia, la creencia de que podemos ser como dioses y moldear el mundo y los seres humanos como queramos a pesar de su naturaleza, y las mismas caídas catastróficas en la ruina y la desgracia— se producen todo el tiempo en nuestro mundo posmoderno. Podemos leer a diario las historias de estas versiones modernas de Fausto en nuestros periódicos y blogs.
Algunos políticos y estadistas estadounidenses, por ejemplo, creían que podríamos construir un Estado-nación moderno a partir de Afganistán. Otros, más recientemente, nos dijeron que nuestra salida de ese país sería ordenada, un análisis muy alejado de la realidad. Algunos expertos están seguros de que los humanos podemos controlar las manifestaciones de la naturaleza, como el género o el clima. Algunos magnates de Hollywood creen que pueden aprovecharse sexualmente de actores y actrices, demasiado por encima de la ley como para correr el riesgo de ser detectados o castigados. Debido a su orgullo y a su convicción de que saben lo que es mejor para el resto de nosotros, algunas de nuestras élites —miembros de nuestro Congreso y nuestros gobernantes, hombres y mujeres de los medios de comunicación y del mundo académico, la gran banda tecnológica— se comportan también como Fausto, ejerciendo el poder como si fueran grandes emperadores del mundo.
Esta autoexaltación a menudo deja a estas personas, y al resto de nosotros también, ciegos al final de sus propias historias, ajenos a la posibilidad de vergüenza y naufragio que les espera, la demolición de su buen nombre y carácter. Pasan por alto lo que Fausto comprendió cuando solo le quedaba una hora de contrato:
Las estrellas aún se mueven, el tiempo corre, el reloj marcará.
El demonio vendrá, y Fausto debe ser condenado.
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