El Partido Comunista Chino: El «Dios» que continúa fallando

Por Steven W. Mosher
22 de diciembre de 2018 4:50 PM Actualizado: 22 de diciembre de 2018 4:50 PM

No pasó tanto tiempo desde la época en que los académicos de izquierda cantaban elogios sobre el Partido Comunista Chino. Tomemos como ejemplo al académico británico David Runciman, quien más temprano este año nos informó que «la causa democrática está a la defensiva y el autoritarismo pragmático de China ahora ofrece un serio modelo rival, basado en promesas económicas y dignidad nacional».

El profesor Runciman, dirigiéndose a nosotros desde los recluidos salones de la Universidad de Cambridge por medio de las páginas del Wall Street Journal, está totalmente equivocado en cada punto.

Lejos de ser un «serio modelo rival para la democracia», China bajo el régimen del Partido es simplemente la última reiteración de los regímenes opresores, ineficientes y corruptos de la era soviética, o de los regímenes totalitarios burocráticos de los peores emperadores de China.

La verdadera naturaleza del régimen, es cierto, por un tiempo estuvo disfrazada por el impresionante crecimiento económico de China. El Partido insiste en que todo el crédito por el progreso de China en las décadas recientes le pertenece únicamente al Partido. Xi Jinping es solo el último líder comunista que atribuye los éxitos de China completamente a las visionarias políticas de «reforma y apertura» del Partido.

Runciman adhiere incondicionalmente a la visión del Partido, al escribir que «El régimen chino ha tenido un notable éxito en mejorar la condición material de su población. (…) Los beneficios del rápido crecimiento económico se hicieron tangibles para muchos cientos de millones de chinos, y el régimen comprende que su supervivencia depende de que continúe la historia de éxito económico» (cursivas añadidas).

Esto es a la inversa. China progresó económicamente en las décadas recientes no debido al Partido, sino a pesar del Partido y sus omnipresentes secuaces.

Sé esto porque estuve en China hace cuarenta años cuando comenzó la «reforma y apertura». El levantamiento de la cortina de bambú de Mao permitió al talento y la industria nativos de los chinos entrar en contacto con los mercados y la tecnología de EE. UU. y otros países. El resultado fue una explosión de actividad emprendedora que comenzó a fines de los setenta y que luego floreció en una economía basada en la exportación que fue la envidia del mundo.

Estoy convencido de que el avance de China habría sido aún más impresionante si el Partido no hubiese derrochado en el camino tanta riqueza ganada por el pueblo chino. ¿Cuántos billones de dólares se fueron a los bolsillos de funcionarios corruptos durante el último cuarto de siglo? ¿Cuántos billones fueron desperdiciados por mantener en terapia intensiva a empresas estatales en quiebra durante años?

Estoy bastante seguro de que las enormes sumas de dinero que el Partido está gastando en el Ejército Popular de Liberación (EPL) serían más que suficientes para terminar con la pobreza rural en las zonas estancadas de China. Pero el Partido está más interesado en cimentar la lealtad política del EPL, sin mencionar el intimidar a los vecinos de China, que en programas antipobreza.

También deberíamos considerar lo que cuesta monitorear y vigilar a prácticamente toda la población china. Arrestar y encarcelar a cualquiera y a todo el que se atreva a cuestionar el régimen continuo del Partido no puede ser barato. ¿Y el costo que implica poner a millones de musulmanes, o cientos de miles de practicantes de Falun Dafa –cuyo único crimen es venerar algo que no es el Partido– en campos de reeducación o prisiones durante años?

Todo esto es para decir que el Partido ha invertido enormes recursos en su propia supervivencia, poniendo su deseo de poder y dinero por encima de los intereses del pueblo chino.

Como dicen los chinos: «Donde retrocede el agua, aparecen las rocas».

Ahora que se desaceleró el crecimiento económico de China, la verdad no puede ser negada: de manera criminal, el Partido manejó mal la economía china en su propio beneficio. El naciente sector privado ha estado ahogado por la corrupción, mientras que las empresas estatales ineficientes continúan generando enormes –y ocultos– déficits. El mercado de valores está por estrellarse y la economía en general está prácticamente paralizada, si es que no se está contrayendo.

El Partido, con sus prácticas comerciales depredadoras y su espionaje cibernético desenfrenado, incluso se las arregló para derrochar mucha de la buena voluntad que los estadounidenses y otros alguna vez sintieron por China, al tiempo que estuvo ocupado destruyendo la mejor parte de la cultura china.

Runciman discute que China es un modelo económico atractivo si se lo compara con India. Escribe: «La China no democrática hizo un progreso sorprendentemente mucho más grande en reducir la pobreza y aumentar la esperanza de vida que la India democrática», sugiriendo que la presencia o ausencia de democracia es la única diferencia entre estos dos países. Omite mencionar que Nehru obstaculizó a la India recientemente independiente al imponerle el socialismo. Esto resultó en lo que el economista indio Gurcharan Das llama «estrangulamiento de la empresa, crecimiento lento, oportunidades perdidas, altos subsidios y una burocracia rapaz».

Una mejor comparación sería entre la China no democrática y la Taiwán democrática. Los taiwaneses tienen un ingreso per cápita tres veces mayor que el de China y viven un promedio de cinco años más. Sin mencionar que disfrutan de libertad de expresión, reunión y asociación, todas las cuales están severamente restringidas en China.

La comparación entre China y Taiwán revela lo vacías que son las «promesas económicas» del comunismo.

Por supuesto, si Hillary Clinton hubiese sido electa, yo podría estar renuentemente de acuerdo con Runciman en que «la causa democrática está a la defensiva». En su precipitada carrera hacia impuestos más altos y más regulaciones gubernamentales, la Sra. Presidente hubiese incapacitado aún más la economía estadounidense, que ya está demasiado cargada con ambos factores.

Afortunadamente, la elección sorpresa de un estadounidense original con el nombre de Donald Trump previno esta calamidad. Trump cree junto a Calvin Coolidge que «el negocio de Estados Unidos son los negocios» y arrancó el enorme motor de progreso conocido como libre mercado.

Los catedráticos de Cambridge podrán burlarse del Presidente de EE. UU. por su insolencia, pero aquellos que viven en el mundo real comprenden que los recortes de impuestos y las políticas comerciales de Trump dieron vuelta la economía estadounidense y pusieron al Partido sobre aviso de que EE. UU. no es presa fácil de nadie.

Tal vez los mejores días de Estados Unidos están por venir.

Como la mayoría de la izquierda, Runciman minimiza la falta de «dignidad individual» –su insulso término para el total desprecio del Partido hacia los derechos humanos reconocidos universalmente– en China. En efecto, incluso sugiere que la falta de derechos humanos está más que compensada para la mayoría de los chinos porque, bajo el régimen del partido, ahora disfrutan de «dignidad nacional» en abundancia.

En esto está repitiendo a la actual cúpula del partido, que propone un intercambio así. «Podrán estar bajo constante vigilancia del Estado, incapaces de hablar libremente, impedidos de formar asociaciones políticas e incapaces de practicar la creencia que elijan», dice el Partido a la gente que oprime. «Pero nunca se olviden de que la grandeza económica y militar creciente de China es vuestra grandeza. Y que le deben esa grandeza al Partido».

El Partido utiliza esos llamados a la xenofobia y al nacionalismo para crear  narcisistas nacionales superpatriotas que pasarán por alto el hecho de que ellos, junto con cualquier otro chino, están siendo privados sistemáticamente de su derecho natural a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

Tales llamados al nacionalismo también son utilizados para desviar la atención de las consecuencias negativas del régimen continuo del Partido, a saber, crecerá la corrupción, la innovación se paralizará y tanto la gente como el capital buscarán cada vez más escapar del país hacia refugios en el extranjero.

Donde algunos ven el ascenso del autoritarismo y la caída de la democracia, yo veo un increíble espectáculo en el que tanto China como Estados Unidos volverán a ser los mismos de siempre.

Estados Unidos con Trump está regresando a los principios que lo hicieron la potencia dominante del mundo por más de un siglo.

Bajo el mal régimen del Partido Comunista Chino, China está regresando hacia el despotismo totalitario de su distante pasado. El pueblo chino se merece algo mejor.

Steven W. Mosher es presidente del Instituto de Investigación de Poblaciones y autor de «Bravucón de Asia:Por qué el sueño de China es la nueva amenaza al orden mundial».

Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no necesariamente reflejan los puntos de vista de La Gran Época.

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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times

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