La semana pasada, el joven venezolano Eduardo Contreras se manifestó contra el régimen de Nicolás Maduro a las puertas de la embajada de su país en Buenos Aires y alguien le robó el teléfono en un altercado con seguidores chavistas. Fue una de las mejores cosas que le pasó en su vida.
La televisión retransmitió lo sucedido y la imagen del desconsuelo de Eduardo tras quedarse sin su herramienta laboral le llegó al argentino Fernando Poyo, un buen samaritano que en un primer momento se ofreció para darle un móvil usado pero que, tras conocerlo, lo apadrinó con la intención de que sea para siempre.
«Fernando me ha cambiado la vida, siento un afecto inmenso y gratitud, sin él estaría peleándola en la calle», dice Eduardo en una entrevista con Efe, al lado de su benefactor.
Poyo, un porteño de 58 años que regenta un negocio de artesanía en la ciudad patagónica de El Calafate, se define como un «hombre de acciones».
«Si yo tengo todo lo que el chico necesita, ¿por qué no se lo voy a dar?», declara.
Cuando da, da. «Sin recibir nada a cambio», asevera el argentino, que ya ayudó a otras personas en el pasado.
«Ahora nació mi primer nieto y todo eso resurgió en mí, quiero una mejor sociedad para él», confiesa Poyo sobre su otra motivación.
Este domingo se cumple un año desde que Eduardo, de 19, emigró desde su Guareras natal, cerca de Caracas, y llegó a Buenos Aires, donde trabaja como repartidor de comida a domicilio y cursa el ciclo básico previo a entrar en Ingeniería Industrial en la Universidad de Buenos Aires.
Sus días empiezan a las seis de la mañana, estudia hasta mediodía y después arranca a llevar pedidos con su bicicleta por toda la ciudad hasta medianoche como multitud de compatriotas que, como él, trabajan con cuestionables condiciones laborales para multinacionales como Glovo y Rappi.
Junto a varios de sus compañeros, Eduardo aprovechó un descanso para ir a la embajada venezolana, donde decenas de expatriados del país caribeño se agolpaban para repudiar al régimen y apoyar el levantamiento que llevó a cabo ese día, el 30 de abril, Juan Guaidó, presidente del Parlamento y reconocido como presidente encargado por cerca de 60 países.
Pasado un rato, manifestantes de izquierdas, en su mayoría argentinos, acudieron al lugar en apoyo a Maduro y, según el relato de Eduardo, varios de ellos agredieron por sorpresa a los venezolanos, suceso que acabó en una actuación policial contra el grupo argentino que varios movimientos sociales calificaron de excesiva.
«Volteamos y se nos venían encima, empezaron a patearnos y a tumbarnos sin motivo», recuerda Eduardo, quien afirma que tras ello utilizaron sus cascos para defenderse y sus mochilas de repartidores como armadura.
Eduardo sostiene además que varios de los manifestantes en favor del chavismo gritaron insultos xenófobos contra ellos.
Cuando no estudia ni trabaja y entra en Instagram, ahora se encuentra descalificaciones como «delincuente» y «ladrón de empleos» por parte de desconocidos.
«No han vivido lo que pasa en Venezuela, aquí hay luz, hay agua…», afirma sobre ellos.
Sin embargo, Argentina le ha traído muchos momentos buenos al joven: cuando llegó a Buenos Aires, sintió que la vida le sonreía por fin, consiguió vivir por sí mismo, sale con una chica venezolana -se conocieron trabajando, ella es repartidora, como él- y sueña con ser ingeniero.
«Mi mamá siempre quiso ser ingeniera civil, el título es más que nada para ella», reconoce Eduardo, que quiere homenajear a su madre, todavía en Venezuela.
El momento en que le robaron el teléfono que había comprado un mes atrás con el esfuerzo de meses de horas extra se convirtió, después del trauma inicial, en otra historia positiva en el país austral.
Las redes sociales unieron a sus dos protagonistas.
Horas después de la reyerta, el venezolano estaba frente a frente con Poyo, a quien le sorprendieron los «valores» del chico.
«Me vi reflejado en un espejo. Yo fui vendedor ambulante con nueve años, vendía churros y helados, mi escuela fue la calle, aunque después pude estudiar. He pasado por todo», rememora.
Aunque al principio se ofreció solo a darle un móvil antiguo, le compró uno nuevo y le arregló la bicicleta, que había quedado dañada en la trifulca.
«Le voy a poner los límites, lo voy a contener y le voy a dar la oportunidad de que se forme», expresa.
Poyo es consciente de que la gente suele actuar de manera diferente, que la ayuda altruista es una rara avis, y Eduardo confiesa que al principio le extrañó tanta generosidad -«mi madre me dijo que fuera con cuidado con Fernando»-.
Pero este hombre se marcó el «objetivo propio» de acompañar «como un hijo» a Eduardo y luego ayudar a un primo de este que aterriza en Argentina en breve y a quien alojará en uno de los apartamentos que alquila.
Lo primero es encontrarle un empleo a Eduardo y, por lo pronto, el inesperado mentor del venezolano afirma que «ya hay una oferta formal para que aprenda programación».
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