Al sonido de los disparos los prisioneros cayeron al suelo sin vida. Sus cuerpos, aún calientes, fueron llevados a una furgoneta blanca cercana de donde les esperaban dos médicos vestidos de blanco. A puerta cerrada, los abrieron y les sustrajeron sus órganos para venderlos en el mercado de trasplantes.
Esta espeluznante escena, que parece más bien el argumento de una película de terror, tuvo lugar en China hace más de 20 años bajo la dirección de las autoridades estatales. Fue presenciada por Bob (seudónimo), quien entonces era un agente de policía que se encargaba de la seguridad de los sitios de ejecución de los condenados a muerte.
«La sustracción de órganos de los presos condenados a muerte era un secreto a voces», declaró Bob, el agente de seguridad pública de la ciudad de Zhengzhou, en el centro de China, que ahora reside en Estados Unidos, en una entrevista con The Epoch Times.
Bob se describió como un participante involuntario de una cadena de suministro «industrializada» que convertía a seres humanos vivos en productos para su venta en el comercio de órganos. Entre los actores de esta macabra industria se encuentran el sistema judicial, policía, prisiones, médicos y funcionarios del Partido Comunista Chino (PCCh) que emiten la directiva.
El expolicía utilizó un seudónimo al compartir su experiencia para proteger su seguridad. The Epoch Times verificó su identificación policial y otros datos personales.
Su relato de mediados de los años noventa arroja luz sobre una etapa en evolución de la inquietante práctica de larga data del PCCh sobre sustracción de órganos sin consentimiento de los donantes. Si bien Bob fue testigo de la sustracción de órganos de presos que ya estaban muertos, en los años siguientes el régimen pasaría a implementar —y desplegar a escala masiva— una práctica mucho más siniestra: la sustracción de órganos de presos de conciencia vivos, en particular de practicantes de Falun Dafa (también conocido como Falun Gong).
La ejecución
Bob ingresó a la Policía en 1996 y trabajó como policía civil. De vez en cuando asistió en el mantenimiento del orden en una corte donde se confirmaban las ejecuciones y en varios lugares de la ciudad donde estas se llevaban a cabo. Más tarde, en 1999, a raíz de un posteo en Internet, crítico con las autoridades, el propio Bob fue detenido durante más de un año. Allí pudo observar el trato a los presos en el corredor de la muerte y reconstruir el proceso desde la condena hasta la ejecución y la sustracción de los órganos.
Tras ser condenado a muerte, a un preso se le ponían las esposas en las manos y en los tobillos, estas últimas de hasta 33 libras, para evitar una posible fuga. Uno o dos presos más los vigilaban en todo momento. También se les hacía un análisis de sangre —como un paso para identificar a posibles donantes— y un chequeo de su salud mental y física en una sala médica específica del centro de detención.
«Que yo sepa, nadie le decía a los presos del corredor de la muerte que se les iba a sustraer sus órganos», dijo Bob.
Las ejecuciones solían tener lugar antes de los días festivos importantes, añadió.
Los presos del corredor de la muerte tenían que asistir a una audiencia pública en un tribunal superior, donde un juez confirmaba o anulaba la sentencia de muerte asignada por el tribunal original.
Los destinados a la ejecución, que oscilaban entre un puñado y más de una docena cada vez, salían entonces del tribunal hacía una procesión de 20 a 30 vehículos que los esperaban afuera, según el relato de Bob. El convoy también trasladaba a los funcionarios locales destinados a presenciar las ejecuciones. Entre ellos se encontraban el vicedirector de la oficina local de seguridad pública, el juez y otro personal que se encargaba de los casos.
Todos los coches tenían tela o papel rojo pegado sobre las ventanas y llevaban una marca numérica.
A los presos que se determinaba que eran aptos para la sustracción de órganos (como resultado de las pruebas) se les inyectaba una droga que, según se decía, aliviaba su dolor. Sin embargo, su objetivo real era evitar que la sangre se coagulara tras la muerte cerebral y dañara a los órganos, dijo Bob.
Las personas a las que se les sustraían los órganos solían ser hombres jóvenes y sanos, normalmente de entre 20 y 30 años y sin antecedentes de enfermedades graves, indicó a continuación.
En el lugar de la ejecución, los presos se colocaban en fila para recibir un disparo en la nuca.
El preso más cercano se situaba a una distancia de entre tres y cinco metros de Bob.
La furgoneta blanca
Después de los disparos, un médico forense in situ revisaba los cuerpos para confirmar la muerte. A continuación se utilizaba una bolsa de plástico negra para cubrir las cabezas de los prisioneros. Los cuerpos destinados a la sustracción de órganos se llevaban a una furgoneta blanca que esperaba cerca. La puerta trasera de la furgoneta solía estar cerrada y las cortinas de las ventanillas bajas para evitar miradas indiscretas.
En una ocasión, Bob echó un vistazo al interior cuando la puerta trasera se abrió por casualidad. Ahí vio una cama de operaciones y dos médicos con bata blanca, mascarillas y guantes. El suelo estaba cubierto de plástico por si se derramaba sangre. Los médicos cerraron rápidamente las puertas al darse cuenta de que alguien estaba mirando.
Nadie más que los médicos sabría lo que pasaría después. Cuando los cuerpos se retiraban, los sacaban en una bolsa negra para cadáveres y los enviaban directamente para su incineración.
Los condenados muertos eran agrupados y quemados en un solo horno. Como resultado, era imposible distinguir qué cenizas pertenecían a quién, dijo Bob. «Simplemente cogían algunas del montón y se las daban a cada familia».
Las familias no se enteraban.
«La gran mayoría de las familias de estos presos condenados a muerte, al recoger las cenizas no tenían ni idea de que se habían extraído los órganos de su pariente», dijo Bob.
Salvo raras excepciones, esos presos no tenían la posibilidad de ver o hablar con sus familiares durante sus últimos momentos de vida. Tampoco la familia podía ver los cuerpos de sus seres queridos tras su muerte.
«Todo lo que la familia recibía era una caja de cenizas».
Un sistema bien entrenado
El proceso era rápido —porque los órganos frescos debían ser transportados rápidamente al hospital para ser operados— y una planificación meticulosa era clave para que funcionara sin problemas, dijo Bob.
«Para ellos, estaba muy claro qué órgano de cada preso determinado [iban a sustraer]», dijo. «Esto estaba muy explícito, en cuanto a qué [parte del cuerpo del preso] se colocaría en la furgoneta (…) la gente de la furgoneta sabía exactamente qué órganos tomar porque todo estaba dispuesto de antemano».
A partir de esto, Bob dedujo que estas prácticas habían estado funcionando durante mucho tiempo antes de que él empezara a trabajar.
«El flujo de trabajo, la destreza que mostraban y lo afiatada que resultaba su cooperación no podrían haber ocurrido en solo uno o dos años», dijo. Incluso el precio de los órganos sustraídos se conocía de antemano, añadió Bob.
China realizó su primer trasplante de órganos humanos en 1960. Como el país no tenía un sistema oficial de donación de órganos hasta 2015, la mayoría de los órganos para el trasplante procedían de presos ejecutados, según el régimen. Pero a partir de la década de 2000, la industria nacional de trasplantes experimentó un repentino auge y el número de presos ejecutados simplemente no alcanzaba para el número de trasplantes que se realizaban.
Los hospitales chinos, que buscaban atraer a los turistas de trasplantes de órganos del extranjero, prometían trasplantes de órganos en cuestión de semanas o incluso días, algo inaudito en los países desarrollados con sistemas de trasplante de órganos establecidos en los que los tiempos de espera pueden prolongarse durante años.
A lo largo de los años, se han acumulado pruebas que apuntan a un extenso sistema de sustracción forzada de órganos de presos de conciencia vivos organizado por el PCCh. En 2019, un tribunal popular independiente concluyó que el régimen, durante años, mataba presos «a una escala significativa» para abastecer su mercado de trasplantes y que la práctica aún continúa. Las principales víctimas, según el tribunal, eran los practicantes de Falun Dafa encarcelados.
El régimen dijo que había prohibido en 2015 el uso de órganos de presos ejecutados, afirmando que se abastecería exclusivamente de órganos de donantes voluntarios en el marco del sistema de donación de órganos establecido ese mismo año. Pero aun así, las cifras oficiales de donación de órganos no pueden explicar el elevado número de trasplantes realizados, concluyó el tribunal.
El sistema sigue funcionando
El relato de Bob coincide con el de muchos otros testigos presenciales que participaron en el oscuro negocio de trasplantes de órganos en China en la misma época.
George Zheng, antiguo médico internista chino, recuerda haber asistido a una operación de sustracción de órganos en la década de 1990 junto a dos enfermeras y tres médicos militares, en una zona montañosa vecina a una prisión del ejército cerca de Dalian, ciudad del noreste de China.
El paciente, un hombre joven, no reaccionaba, pero su cuerpo seguía caliente. Los médicos le habían sustraído dos riñones y luego le indicaron a Zheng que le sustrajera los ojos.
«En ese momento, sus párpados se movieron y me miró», dijo el Dr. Zheng a The Epoch Times en 2015. «Había puro terror en sus ojos (…) Mi mente se quedó en blanco y todo mi cuerpo empezó a temblar».
Los recuerdos de esos dos ojos persiguieron a Zheng durante años.
En 1995, el médico de la etnia uigur, Enver Tohti, de la lejana región occidental de Xinjiang, ayudó de forma similar a dos cirujanos jefe a sustraer el hígado y dos riñones de un preso vivo que acababa de recibir un disparo en el pecho.
«Había una hemorragia. Él todavía estaba vivo. Pero no me sentí culpable. De hecho, no me sentí más que como un robot totalmente programado que hace su tarea», dijo en un panel de julio de 2017. «Pensé que estaba cumpliendo con mi deber de eliminar (…) al enemigo del Estado». A continuación los cirujanos le dijeron que recordara que «no pasó nada».
El sistema de comercio de trasplantes de órganos aparentemente a la carta parece haber continuado en los últimos años en los hospitales de Zhengzhou, donde Bob trabajó una vez, según las investigaciones de la Organización Mundial para Investigar la Persecución de Falun Gong (WOIPFG), una entidad sin fines de lucro con sede en Estados Unidos.
Una enfermera del Primer Hospital Afiliado de la Universidad de Zhengzhou dijo a la WOIPFG en 2019 que su hospital estaba entre los cinco primeros del país en términos de trasplantes de riñón, al realizar alrededor de 400 cirugías el año anterior.
«No hemos parado desde el Año Nuevo chino y no nos hemos tomado ningún día libre», dijo a los investigadores encubiertos de WOIPFG que se hacían pasar por posibles trasplantados de órganos, añadiendo que ese día tenían un riñón compatible.
Otro médico del hospital, durante una llamada telefónica en 2017, dijo a los investigadores encubiertos que ellos hacían la mayoría de las cirugías de trasplante de hígado durante la noche, en cuanto los cuerpos llegaban.
«Si no utilizamos estos tiempos y solo los hacemos durante el día, ¿cómo es posible que se hagan tantas cirugías? ¿Cómo se puede superar a los demás?», añadió.
Bob explicó que los abusos de los trasplantes de órganos de los que fue testigo le indignaron y fueron algo en contra de sus valores, lo que le ayudó a tomar la decisión de abandonar el trabajo en menos de tres años.
A pesar de haber dejado hace tiempo la Policía, no cree que haya razones para pensar que la industria de los trasplantes forzados de órganos deje de funcionar.
«Impulsada por los enormes beneficios, no hay lugar para los llamados derechos humanos y las preocupaciones humanitarias», dijo.
La esperanza de Bob es que la población china se libere del régimen autoritario del país y encuentre la libertad en países democráticos.
Por un giro del destino, el secretario del comité municipal que ordenó su detención acabó él mismo en la cárcel por aceptar sobornos. Más tarde murió en el centro de reclusión cumpliendo una condena de cadena perpetua.
«Nadie está a salvo bajo el dominio del PCCh», dijo Bob. «Lo que le ocurre a otra persona puede muy bien ocurrirle a uno mañana».
Con información de Long Tengyun.
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