El vuelco del progresismo hacia la violencia y los grupos de choque en las últimas semanas ha sido notable y repentino. Sin embargo, se puede entender en el contexto de una utopía progresista.
La extraordinaria irrupción de disturbios en el Senado de Estados Unidos, el vandalismo hacia oficinas de republicanos por todo el país, el acoso a funcionarios del gobierno y a representantes electos, e incluso a sus hijos y familias en restaurantes y otros lugares públicos, representa una ruptura de los estándares más básicos de decencia y civismo en la vida pública.
Todo partido político grande tiene su costado extremo. No obstante, más notable en este caso es la aprobación, minimización e incluso el respaldo de tales tácticas por parte de líderes del Partido Demócrata.
Las pasiones han sido avivadas por un número de demócratas, incluyendo la representante Maxine Waters de California, el senador Cory Booker de Nueva Jersey, el ex fiscal general Eric Holder y otros, incluyendo a la exsecretaria de Estado Hillary Clinton, quien anunció que el civismo regresaría cuando los demócratas recuperen el poder.
Hay varias explicaciones para esto. Aquí, quiero explorar el núcleo antidemocrático de la teoría subyacente. Tal pensamiento combina peligrosamente una visión utópica de una sociedad ideal futura, una visión determinista de las fuerzas que la producirán, y una fuerte voluntad para acelerar lo inevitable, para reforzar la transformación.
Los esquemas utópicos, ya sean creaciones literarias o intentos prácticos de formar comunidades modelo, tienen una cosa en común. Como dijo Hal Draper: «El utopismo era elitista y antidemocrático hasta el núcleo porque era utópico–o sea, buscaba la prescripción de un modelo prefabricado, el sueño de un plan a convertir en realidad». Tales esquemas dependen de la voluntad de quienes los planearon o crearon, y poco o nada de los deseos de quienes los pueblan.
La mayoría de tales esquemas logró poco en la práctica y no duró mucho. Sin embargo, funcionaron como críticas a la sociedad existente. Invitaron a la comparación de su comunidad intencional ideal con las falencias y maldades de la sociedad existente.
Cuando se agrega una visión predeterminada de la historia, se obtiene una mezcla potente. Una forma de esta clase de determinismo es la opinión de que el progreso hacia el ideal es inevitable, un movimiento hacia adelante y arriba «hacia la esperanza de un mejor día», como lo describió el expresidente Obama. Hablar de éxito fue inevitable porque el «estamos del lado correcto de la historia» y nuestros oponentes en el lado equivocado de la historia, se volvió un tema constante de la retórica de Obama y su equipo.
En esta visión, la historia tiene voluntad y progresa en una sola dirección, como si tuviera un curso independiente de los esfuerzos y la lucha de la gente. Es lo que el historiador Herbert Butterfield diagnosticó en 1931 como «La interpretación Whig de la historia»–tan solo una década antes de la Segunda Guerra Mundial con sus millones de muertes, el Holocausto, las armas nucleares y otros horrores que parecieron derrumbar tales ilusiones de una vez por todas.
Una mezcla potente
Ahora, cuando agregamos una visión utópica –una sociedad ideal que nunca existió en el mundo real– a una creencia en un curso predeterminado de la historia –con uno mismo del lado correcto– y ambos a un movimiento político que apoya la historia con su curso predeterminado, se obtiene una mezcla potente, sin duda.
Se puede pensar que si el mundo se estuviera dirigiendo a un curso predeterminado, no habría necesidad de voluntad humana. Sin embargo cuando los progresistas ponen la raíz de la inevitabilidad de la victoria en fuerzas históricas reales, la élite iluminada, la clase trabajadora o el «despierto», el siguiente paso es verse a sí mismos, a su partido y a su líder, como la encarnación de esas fuerzas.
Ellos se paran del lado correcto de la historia, mientras que los que se paran en el camino de su arco, el cual se dobla en la dirección predeterminada, son enemigos del progreso, cualesquiera sean sus intenciones.
Todas estas características se pueden ver de forma extrema en el totalitarismo del último siglo, en el comunismo y el nazismo (con su Reich de mil años). El partido revolucionario se convierte en la élite gobernante e impone su voluntad en cada rincón y grieta de la sociedad civil, subyugando a la familia, las escuelas y las iglesias al Estado todopoderoso que controla.
La violencia es clave en tales movimientos.
Las instituciones democráticas, a través de las cuales los «enemigos del progreso» intentan retrasar o detener lo inevitable, deben ser socavadas. Ya vemos estas tendencias, aunque de forma moderada en Estados Unidos, de nada menos que los «progresistas», quienes paradójicamente, acusan al gobierno electo de «fascismo».
Por ejemplo, se espera que estos progresistas guardianes de la Constitución, los jueces de la Corte Suprema de EE. UU., ignoren la Constitución misma e impongan su voluntad para adelantar el progreso. Por acto de voluntad, jueces que no han sido electos, que provienen de los círculos de élite más estrechos imaginables, quitaron toda protección legal al niño por nacer y redefinieron el matrimonio para romper el vínculo entre el sexo, los niños y la paternidad.
La corte bajo el control progresista se convierte en un medio para socavar la Constitución e invalidar el proceso democrático que estorba el camino hacia una visión secular-liberal de «progreso».
La Corte Suprema vs. la legislación
A través de tales medios, casi todos los avances de la revolución sexual fueron impuestos inicialmente por la Corte Suprema, no adoptados por la legislación.
No obstante la corte no es, al final, inmune a la democracia. Cuando un presidente electo está comprometido con la restricción judicial y el regreso de la legislación a la legislatura, los progresistas derrotados se enfurecen.
Ellos ven la derrota de todo por lo que han trabajado para obtener una mayoría progresista en la Corte Suprema y para controlar el Estado administrativo.
De ahí su determinación para ignorar la normas y el proceso democrático, para deslegitimar y derrotar al presidente electo, y hacerlo caer por cualquier medio necesario.
Paul Adams es profesor emérito de trabajo social en la Universidad de Hawai, y fue profesor y decano asociado de asuntos académicos en la Universidad Case Western Reserve. Es coautor de «La Justicia Social no es lo que piensas que es», y ha escrito extensamente sobre políticas sociales y ética y virtudes profesionales.
Las opiniones expresadas en este artículo son las opiniones del autor y no reflejan necesariamente la opinión de La Gran Época.
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