Durante varios meses, el público ha tenido que ver a sus cantantes y músicos favoritos a través de Zoom o de transmisiones por Internet. Ahora, los espectáculos en vivo —desde festivales como Lollapalooza hasta musicales de Broadway— están oficialmente de regreso.
Las canciones que se retransmitían en las salas de las casas en los momentos más álgidos de la pandemia del COVID-19 puede que hayan tenido éxito para los artistas. Pero hay algo mágico en ver la música rodeada de otras personas. Algunos seguidores informaron que estaban tan conmovidos por sus primeros shows en vivo en casi dos años que lloraron de alegría.
Como teórico de la música, he pasado mi carrera intentando averiguar qué es esa «magia». Y parte de su comprensión requiere pensar en la música como algo más que un simple sonido que llega al oyente.
La música como algo más que comunicación
Con frecuencia se considera que la música es la hermana gemela del lenguaje. Mientras que las palabras tienden a transmitir ideas y conocimientos, la música transmite emociones.
Desde esta perspectiva, los intérpretes transmiten sus mensajes —la música— a su público. Los oyentes decodifican los mensajes en función de sus propios hábitos de escuchar, y así interpretan las emociones que los intérpretes esperan comunicar.
Pero si lo único que hace la música es comunicar emociones, ver un concierto por Internet no debería ser diferente de ir a un espectáculo en directo. Al fin y al cabo, en ambos casos los asistentes escuchaban las mismas melodías, las mismas armonías y los mismos ritmos.
Entonces, ¿qué no se podría experimentar a través de una pantalla de un computador?
La respuesta corta es que la música hace mucho más que comunicar. Cuando se experimenta personalmente, con otras personas, puede crear poderosos vínculos físicos y emocionales.
Una «sintonía mutua»
Sin las interacciones físicas, se afecta nuestro bienestar. No logramos lo que el filósofo Alfred Schütz llamó una «sintonía mutua«, o lo que el pianista y profesor de Harvard Vijay Iyer describió más recientemente como «estar juntos en el tiempo«.
En mi libro «Enacting Musical Time» («Enriqueciendo el tiempo musical»), señalo que el tiempo tiene una cierta sensación y textura que va más allá del simple hecho de su paso. Puede ir más rápido o más lento, por supuesto. Pero también puede vibrar de emoción: Hay momentos sombríos, alegres, melancólicos, exuberantes, etc.
Cuando el paso del tiempo se experimenta en presencia de otros, puede dar paso a una forma de intimidad en la que las personas se deleitan o se afligen juntas. Tal vez por eso el distanciamiento físico y el aislamiento social impuestos por la pandemia fueron tan difíciles para tanta gente, y por eso muchas personas cuyas vidas y rutinas se vieron alteradas manifestaron un cambio inquietante en su sentido del tiempo.
Cuando estamos cerca físicamente, nuestra sintonía mutua con los demás genera ritmos corporales que nos hacen sentir bien y nos dan un mayor sentido de pertenencia. Un estudio descubrió que a los bebés que se les hace rebotar al ritmo de la música con un adulto demuestran mayor altruismo hacia esa persona, y otro descubrió que las personas que son amigas íntimas tienden a sincronizar sus movimientos cuando hablan o caminan juntas.
No es necesario que haya música para que surja esta sincronización, pero los ritmos y los compases facilitan la sincronización al darle forma.
Por un lado, la música impulsa a las personas a realizar movimientos y gestos específicos mientras bailan o aplauden o simplemente mueven la cabeza al ritmo de la música. Por otro lado, la música le ofrece al público un andamiaje temporal: dónde colocar esos movimientos y gestos para que se sincronicen con los demás.
El gran sincronizador
Debido al placentero efecto de estar sincronizado con la gente que le rodea, la satisfacción emocional que se obtiene al escuchar o ver por Internet es fundamentalmente diferente a la de ir a una actuación en directo. En un concierto, se puede ver y sentir otros cuerpos a su alrededor.
Incluso cuando el movimiento explícito está restringido, como en un concierto habitual de música clásica occidental, se percibe la presencia de otros, una masa de cuerpos que perfora nuestra burbuja personal.
La música da forma a esta masa humana, la estructura, sugiriendo momentos de tensión y relajación, de respiración, de fluctuaciones de energía, momentos que pueden traducirse en movimiento y gestos a medida que la gente sintoniza con los demás.
Esta estructura suele transmitirse con el sonido, pero las diferentes prácticas musicales del mundo sugieren que la experiencia no se limita a la audición. De hecho, puede incluir la sincronización de lo visual y el tacto humano.
Por ejemplo, en la comunidad musical de sordos, el sonido es solo una pequeña parte de la expresión. En la «ópera facial II» de Christine Sun Kim, una pieza para intérpretes sordos prelocutivos, los participantes «cantan» sin usar las manos, y en su lugar utilizan gestos y movimientos faciales para transmitir emociones. Al igual que el verso «fa-la-la-la» del famoso villancico «Deck the Halls«, las palabras pueden ser despojadas de su significado hasta que lo único que queda es su tono emocional.
En algunas culturas, la música, conceptualmente hablando, no es diferente de la danza, el ritual o el juego. Por ejemplo, Blackfeet de Norteamérica usa la misma palabra para referirse a una combinación de música, danza y ceremonia. Y los Pigmeos Bayaka de África Central emplean el mismo término para referirse a diferentes formas de música, cooperación y juego.
Muchos otros grupos de todo el mundo clasifican las actividades comunitarias bajo el mismo paraguas.
Todos ellos utilizan marcadores de tiempo, como un ritmo regular—ya sea el sonido de una calabaza durante una ceremonia Suyá Kahran Ngere o grupos de niñas que cantan «Mary Mack vestida de negro» en un juego de palmas— para permitir a los participantes sincronizar sus movimientos.
No todas estas prácticas evocan necesariamente la palabra «música». Pero podemos considerarlas musicales a su manera. Todas ellas enseñan a las personas a actuar en relación con los demás, bromeando, guiándolos e incluso instando a que se muevan juntos.
Al mismo tiempo. Como uno solo.
Mariusz Kozak es profesor asistente de música y teoría musical en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Este artículo se publicó por primera vez en The Conversation.
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