Jonathan pregona en silencio.
Solo sube y baja un envase plástico de refresco familiar, cortado por la mitad, en una acera de la avenida 8 de Maracaibo, Venezuela. Y él, de pie, inalterable.
Repite el movimiento sin prisa, una y otra vez. No necesita más para que sus clientes sepan quién es y lo que ofrece. Es su santo y seña.
Dos choferes se detienen cerca. Primero, un treintañero. Luego, una señora entrada en sus 50. Le gritan la misma pregunta desde sus vehículos.
– ¿En cuánto el “punto”?
– En 12 dólares, patrón.
En términos del contrabando, el “punto” son 20 litros de gasolina.
De 25 años y desaliñado, Jonathan es revendedor ilegal de combustible, escasísimo en estos días en la capital del estado Zulia, considerada capital petrolera del país.
El embudo, en cuya boquilla está introducido un tubo de plástico, es su herramienta de trabajo, primero para atraer clientes y, segundo, para introducirlo en los tanques de gasolina de sus vehículos para verter el líquido rudimentariamente.
Su familia entera -su madre, una hermana, un tío y cuatro sobrinos- está sentada en el frente de una modesta vivienda, a 30 metros de distancia, bajo un mango.
Esperan por sus ganancias para comer. Es casi mediodía.
“Esperan pa’l almuerzo. Si no vendo, no comemos. Pa’ no agarrar otro vicio, lo gasto en comida”, dice, sin perder pisada a posibles compradores que cruzan la avenida.
Los “pimpineros” o revendedores de gasolina en Venezuela dicen que se dedican a una práctica ilícita para alimentar a sus familias.
Ocho hombres como él -cada uno con su embudo- ofrecen el producto solo entre una y otra esquina de la cuadra, de unos 100 metros.
En la ciudad, se les conoce como “pimpineros”.
La reventa de gasolina se ha exacerbado hasta niveles nunca antes vistos en Maracaibo, de 1.7 millones de habitantes.
La práctica era común en las vías hacia la frontera con Colombia -a dos horas de viaje terrestre- o en el estado Táchira, también limítrofe con el país cafetero, pero nunca había operaba tan abiertamente en la propia ciudad.
Es frecuente ver a “pimpineros” sacudiendo sus embudos-tubos en calles, avenidas y urbanizaciones. Niños y mujeres también ofrecen en clave la gasolina clandestina.
Se frotan las manos cada vez que se acentúan las kilométricas filas de al menos 400 vehículos en las estaciones de servicio, donde los ciudadanos invierten días a la espera de sus turnos para llenar sus tanques. Así, el precio y la demanda suben.
La ciudad vive esas horas: escasea la gasolina; hay trifulcas y fricciones en las colas; llueven denuncias de corrupciones de policías y militares para garantizar “puestos VIP”, cuya existencia admite hasta el propio gobernador oficialista, Omar Prieto.
La tempestad de miles es buen pronóstico para otros.
“Esto (la venta clandestina) se pone bueno cuando hay colas” en las estaciones, afirma José Enrique, un socio de Jonathan, de 19 años.
Entre ambos, pueden vender 250 litros de gasolina antes de las 3:00 de la tarde de un día cualquiera con ganancias de entre 25 y 30 dólares.
El menor de los “socios” de la avenida 8 trabajó hasta hace unos meses en obras de construcción, desechando escombros o limpiando patios, pero prefirió inmiscuirse en el negocio de la gasolina al notar el flujo de dólares entre vecinos y amigos.
Es la ocupación ilícita en boga en Maracaibo.
“Los que tienen plata no hacen cola y pagan en dólares. Yo vi el movimiento de los verdes, de los Donald Trump”, confiesa, bromeando.
“Chicho”, “pimpinero” venezolano, gana cerca de 10 dólares al día. Dice que el riesgo de vender gasolina en las calles es elevado.
Los proveedores de gente como Jonathan y José Manuel son choferes de motos y carros particulares. Llenan sus tanques en las gasolineras, la venden de inmediato a los “pimpineros” y se devuelven a las estaciones de servicio para repetir el ciclo.
El negocio se ha diversificado hasta el punto de que hay quienes lo ofrecen a domicilio: manejan a la vivienda del cliente; extraen la gasolina del tanque, dejando apenas la justa cantidad para regresar a una estación; y cobran.
El combustible es un regalo en Venezuela: un litro de su versión de 91 octanos no vale ni un céntimo de bolívar. Parece ser lo único que, oficialmente, no sube de precios en un país afectado por hiperinflación desde noviembre de 2017.
Pero los “pimpineros” y los demás miembros de la cadena alimenticia de la reventa de gasolina venden un litro a 1.6 dólares. El precio, dicen, varía según lo extenso de las colas en las gasolineras, el riesgo de ser detenidos, y la insuficiencia o no del líquido.
“Chicho”, un “pimpinero” veinteañero de origen wayuu, advierte que el riesgo del negocio ilícito es elevado. En dos oportunidades, por poco lo arrestan. En otra, militares le decomisaron 160 litros de gasolina y 120 dólares en efectivo.
A juzgar por los dos fajos de decenas de billetes de 500 bolívares que sostiene en sus manos, su ocupación parece fértil.
“Aquí uno más o menos se gana algo, pero a todo riesgo”, expresa.
El déficit de combustible en el mercado interno venezolano es crónico en estados occidentales como Zulia y Táchira, aunque comienza a notarse en el resto del país.
El nivel de los inventarios de gasolina refinada en Venezuela está “bien comprometido”, según Henry Rangel Silva, gobernador oficialista del estado Trujillo y ex ministro de la Defensa en la presidencia de Hugo Chávez.
“La gran recomendación para todos es máximo ahorro”, comentó en su programa radial semanal en días recientes.
Omar Prieto, gobernador del Zulia y simpatizante del presidente en disputa Nicolás Maduro, dice que sí hay gasolina en la región, pero culpa a las sanciones económicas de Estados Unidos contra el gobierno por la crisis, cada vez más notoria.
La cree inducida. Apunta también a los contrabandistas.
“Detrás de esto hay miles de intereses”, declaró hace días, durante la instalación de un operativo para mejorar la distribución de gasolina en los 21 municipios del Zulia.
Ese interés es el hambre, dice Miguel Ángel, quien desde hace solo 15 días decidió convertirse en “pimpinero” en una populosa zona del norte de la ciudad.
“Ni duermo del hambre que tengo. Lo único que se puede hacer es vender gasolina pa’ medio sobrevivir”, acota el exalbañil, de 47 años, padre de tres hijos.
Delgadísimo, saca a relucir su embudo de plástico. Lo agita, como un pescador que sacude su cebo en plena faena. Y, él también, pregona en silencio.
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