En una calurosa tarde de Virginia a principios de septiembre, salí de la cafetería Happy Creek para tomarme un descanso de la escritura y de mi computador.
Desde donde estaba parado, podía ver a un grupo de obreros reparando un bache en High Street, al conductor de un camión de Sysco entregando alimentos a un restaurante local, al cartero barbudo haciendo sus rondas, a un policía llevando café a su patrulla y a un joven en un ciclomotor entregando paquetes.
Entonces me vino a la mente Rudyard Kipling.
Él habría sido el perfecto poeta para hombres como estos.
Mientras escribo estas palabras, tengo a mano la edición de 1921 de «Rudyard Kipling’s Verse: Inclusive Edition, 1885–1918» (Versos de Rudyard Kipling: Edición inclusiva, 1885-1918). Mientras hojeo estas páginas, me sorprende la cantidad de poemas suyos que tratan de hombres y de lo que ellos hacen: soldados, marineros, jornaleros y cantineros, sacerdotes y reyes, y tipos comunes. De todos nuestros poetas de los últimos 150 años, Kipling —OK, le daré un guiño a Robert Service— fue seguramente la voz más fuerte del hombre común.
Kipling (1865-1936) se enseña poco en nuestras escuelas hoy en día. Aunque sus novelas «Kim» y «El Libro de la Selva» siguen siendo populares, y aunque fue el primer escritor en inglés en ganar el Premio Nobel de Literatura y el más joven en recibir ese honor, los críticos generalmente lo etiquetan como imperialista, lo cual fue durante la mayor parte de su vida, y como racista, lo cual es discutible.
Por lo tanto, Kipling está prohibido.en muchas de nuestras escuelas.
Qué lástima.
Los hombres, especialmente los jóvenes, podríamos aprender algunas cosas de Kipling sobre la hombría. Historias como «The Man Who Would Be King” (El hombre que sería rey) y docenas de sus poemas elevan los ideales de hombría de su tiempo.
Su conocido poema «Si—» podría capturar mejor estas lecciones. Veamos el poema, examinemos algunos de sus puntos y veamos lo que Kipling tiene que decir acerca de convertirse en un hombre.
Si—
Si puedes mantener la cabeza en su sitio cuando todos a tu alrededor
la pierden y te culpan a ti.
Si puedes seguir creyendo en ti mismo cuando todos dudan de ti,
pero también aceptas que tengan dudas.
Si puedes esperar y no cansarte de la espera;
o si, siendo engañado, no respondes con engaños,
o si, siendo odiado, no incurres en el odio.
Y aun así no te las das de bueno ni de sabio.
Si puedes soñar sin que los sueños te dominen;
Si puedes pensar y no hacer de tus pensamientos tu único objetivo;
Si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso,
y tratar a esos dos impostores de la misma manera.
Si puedes soportar oír la verdad que has dicho,
tergiversada por villanos para engañar a los necios.
O ver cómo se destruye todo aquello por lo que has dado la vida,
y remangarte para reconstruirlo con herramientas desgastadas.
Si puedes apilar todas tus ganancias
y arriesgarlas a una sola jugada;
y perder, y empezar de nuevo desde el principio
y nunca decir ni una palabra sobre tu pérdida.
Si puedes forzar tu corazón, y tus nervios y tendones,
a cumplir con tus objetivos mucho después de que estén agotados,
y así resistir cuando ya no te queda nada
salvo la Voluntad, que les dice: «¡Resistid!».
Si puedes hablar a las masas y conservar tu virtud.
O caminar junto a reyes, sin menospreciar por ello a la gente común.
Si ni amigos ni enemigos pueden herirte.
Si todos pueden contar contigo, pero ninguno demasiado.
Si puedes llenar el implacable minuto,
con sesenta segundos de diligente labor
Tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella,
y —lo que es más—: ¡serás un Hombre, hijo mío!
El viejo camino
Durante 2500 años, los hombres celebraron la virtud del estoicismo, incluso cuando nunca escucharon la palabra. Tanto si eras un jefe de los cheyenne, un general romano, o un hombre ordinario enfrentado a algún horrible desastre, la capacidad de «encontrarte con el triunfo y el fracaso y tratar a esos dos impostores de la misma manera”, te marcaba como hombre.
«Si—» es un himno a ideales tan estoicos como la paciencia, una cierta indiferencia ante el dolor y el placer, el coraje para afrontar las pruebas y tribulaciones. Tal fortaleza y tolerancia permiten al hombre absorber los duros golpes de la vida — y como todos los adultos saben, la vida puede dar algunos golpes duros— y seguir avanzando.
En la película «Rocky Balboa», Rocky le da ese mismo consejo a su hijo:
«Déjame decirte algo que ya sabes. El mundo no es todo Sol y arco iris. Es un lugar muy mezquino y desagradable, y no importa lo duro que seas, te golpeará hasta que te arrodilles y te mantendrá allí permanentemente si se lo permites. Tú, yo o nadie te va a golpear tan duro como la vida. Pero no se trata de lo duro que golpees. Se trata de lo duro que puedas ser golpeado y continuar avanzando. De cuánto puedes aguantar y seguir avanzando. ¡Así es como se gana!».
Los buenos hombres continúan avanzando.
Aplastar el egoísmo
Aunque Kipling nunca lo dice directamente, «Si—» también aboga por la humildad. Diciendo a los lectores cómo manejar el fracaso y también advierte de los peligros del orgullo: «Si puedes hablar a las masas y conservar tu virtud. O caminar junto a reyes, sin menospreciar por ello a la gente común».
Nosotros vivimos en la Era de la Fama, el mariscal de campo que paga decenas de millones de dólares al año para lanzar un balón, la estrella de cine cuyas películas le han hecho ganar millones y cuatro mansiones, el político que deja el Congreso después de 20 años con millones en su cuenta bancaria.
Muchos de estos hombres se hinchan de orgullo. Por su estatus y su dinero, se sienten libres de sermonear al resto de nosotros sobre nuestra política, nuestros hábitos alimenticios, nuestro sistema de libre empresa y nuestra forma de vida en general, y al hacerlo a menudo hacen el ridículo.
«Ese fue el orgullo», escribió una vez San Agustín, «lo que convirtió a los ángeles en demonios; esa es la humildad, la que hace a los hombres como ángeles».
Kipling está del lado de la humildad.
Agallas y coraje
Cuando nosotros decimos que un hombre tiene «agallas», queremos decir que tiene el coraje que viene de dentro. Ya sea que él se haya quedado atrás para cubrir la retirada de sus camaradas de un campo de batalla o se haya parado por una causa impopular sabiendo de antemano la acritud salvaje que debe soportar, nosotros miramos a tales hombres y nos asombramos de su valentía. Ese hombre que lo apuesta todo «en una sola jugada» y nunca dice una palabra sobre su pérdida, tiene agallas.
La valentía implica tanto coraje como perseverancia. Estas cuatro líneas de «Si—» podrían servir como una definición de libro de texto de esta palabra:
“Si puedes forzar tu corazón, y tus nervios y tendones,
a cumplir con tus objetivos mucho después de que estén agotados,
y así resistir cuando ya no te queda nada
salvo la Voluntad, que les dice: ¡Resistid!”.
Todos admiramos las agallas de un hombre, desde el explorador que se adentra en los páramos del Ártico hasta el joven padre que tiene dos trabajos para llevar comida a la mesa para su mujer y sus tres hijos pequeños.
Nobleza
Algunos amigos de mi edad se quejan de los jóvenes de hoy en día, acusándolos de ser como «copos de nieve»: fácilmente ofendidos, demasiado frágiles para soportar la adversidad, demasiado débiles para afrontar los tiempos difíciles.
Probablemente algunos de esos hombres existen.
Pero conozco muchos jóvenes que no encajan en esta categoría. Permítanme terminar presentándoles a uno de ellos.
Sam, su esposa y sus dos hijas, de 4 y 2 años, recientemente se mudaron a la casa de enfrente. Nosotros tenemos algunos amigos en común y me invitaron dos veces a su casa a comer. Como resultado, llegué a conocer a Sam razonablemente bien.
Sam tiene unos 30 años y trabaja como contratista y constructor independiente. Él sale de la casa antes del amanecer y regresa a la hora de la cena. A veces, en las noches, lo escucho martillando y aserrando en el garaje que sirve como su taller. En mis dos visitas, parecía exhausto, con los ojos rojos y su fatiga se podía oír en su voz. Sin embargo, ni una sola vez le oí quejarse del trabajo que había elegido.
Él es el ejemplo perfecto de un hombre que llenó «el implacable minuto, con sesenta segundos de diligente labor».
Así que hay hombres nobles entre nosotros y si queremos más de ellos, no solo debemos hacer que nuestros jóvenes digieran poemas como «Si—» de Kipling, sino que también debemos mostrarles con nuestras propias palabras y actos cómo vivir aquellas virtudes.
Jeff Minick tiene cuatro hijos y un creciente pelotón de nietos. Durante 20 años, enseñó historia, literatura y latín en seminarios de estudiantes de educación en casa en Asheville, N.C. Hoy en día, vive y escribe en Front Royal, Va. Visite JeffMinick.com para seguir su blog.
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