7 datos sobre la medicina medieval

En Europa, cada estornudo era un presagio de catástrofe; cada pisotón, una señal del inminente apocalipsis

Por Nicole James
27 de julio de 2024 2:29 PM Actualizado: 27 de julio de 2024 3:07 PM

Las enfermedades son tan antiguas como el aliento matutino del primer hombre y el doble de repugnante.

Desde tiempos inmemoriales, nos rascamos la cabeza tratando de entender por qué nuestros cuerpos nos traicionan con tanta regularidad.

Los griegos lo tenían claro, pero el resto de Europa, en su infinita sabiduría, decidió echarse una siesta colectiva y olvidarse de todo.

Mientras tanto, el mundo árabe recogía las perlas desechadas de Galeno e Hipócrates, puliéndolas hasta dejarlas brillar en árabe y hebreo.

En el reino islámico, las mentes médicas florecieron como las flores del desierto tras una lluvia escasa. Cortaron y trocearon con una delicadeza recién descubierta, erigieron hospitales que harían sonrojar a las termas romanas e incluso permitieron que el sexo débil se adentrara en el arte de curar.

Pero Europa estaba demasiado ocupada encogiéndose bajo sus sábanas colectivas, temblando ante la idea de demonios, diablos y alguna que otra corriente de aire.

Cada estornudo era un presagio de catástrofe; cada pisotón era una señal del apocalipsis inminente. Su piedad sólo era comparable a un miedo paralizante a todo lo que pasaba de noche.

1. Los hospitales estaban dirigidos por monjes y monjas

Los hospitales, tal y como eran, parecían clubes de lucha monásticos más que lugares de curación. La gente creía que todas las enfermedades eran un castigo divino por el pecado o la obra de brujas y demonios.

Pero entonces llegó Carlomagno, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, y decretó que todas las catedrales y monasterios debían tener un hospital. También insistió en que se establecieran escuelas donde se enseñara medicina.

En estas abadías floreció la medicina monástica, que se convirtió en el centro de atención sanitaria para todos —desde plebeyos hasta nobles y clérigos.

En esas enfermerías monásticas, la cirugía era un asunto rudimentario, un poco de «tocar y cortar», sobre todo para tratar traumas como laceraciones, dislocaciones y fracturas.

Para heridas o lesiones más complicadas, los monjes, conocidos como enfermeros, a menudo tenían que llamar a los grandes cirujanos locales, expertos en huesos o incluso cirujanos barbero.

2. El frasco de orina

El frasco de orina se convirtió en el cáliz de oro de la medicina medieval.

Un recipiente de tal importancia que en el año 900 d.C. Isaac Judaeus había escrito una verdadera oda a sus proezas diagnósticas.

En aquellas enfermerías monásticas se desarrollaba a diario un carnaval de lo macabro. Los monjes te bañaban (una novedad en sí misma), te desangraban como a un martini y escrutaban tus emisiones corporales con la intensidad de un joyero examinando un diamante sospechoso.

3. Los monjes se aseguraban de que nadie muriera solo

Y no olvidemos las vigilias en el lecho de muerte, esos alegres asuntos en los que los monjes se reunían alrededor de los moribundos, murmurando oraciones y leyendo las escrituras a la luz de las velas. Todo para garantizar una muerte digna.

Muchos monjes pagaron esta devoción con su propia vida, contagiándose de la impía plaga que había azotado a su paciente.

Un noble sacrificio, sin duda.

4. Las mujeres del pueblo curaban hasta que fueron perseguidas como brujas

En los pueblos, las mujeres y los hombres sabios traían nueva vida al mundo y atendían a los pobres, hasta que en los siglos XIV y XV algunos decidieron que quizá estaban aliados con el diablo.

Y así, estos curanderos se encontraron con un viaje inesperado para conocer a su creador, cortesía de los cazadores de brujas locales.

5. No se confiaba mucho en los médicos

En aquella época, los médicos no gozaban de gran estima, ni siquiera entre sus clientes más adinerados.

El médico medieval, con su predilección por sangrar a los pacientes con sanguijuelas, a menudo los dejaba más débiles y miserables que antes.

Sin embargo, el humilde campesino, con su colección de piedras mágicas, brebajes de hierbas y oraciones susurradas, podía muy bien encontrarse mejor que el rico.

Una pintoresca ironía que el aldeano iletrado tuviera más posibilidades de recuperarse que el señor en su feudo, confiando su vida a las dudosas manos de la medicina medieval.

6. Los barberos no sólo cortaban el pelo

Los barberos no se limitaban a cortar y recortar, sino que manejaban cuchillos para algo más que afeitar. Estos cirujanos-barberos se sumergían en el sangriento negocio de las operaciones medievales.

Las guerras, omnipresentes y despiadadas, daban a estos hombres la oportunidad de perfeccionar su oficio. Trataban las heridas y los huesos rotos con una pericia nacida de la necesidad.

Los huesos rotos se enyesaban, las heridas se sellaban con clara de huevo o se rociaban con vino añejo para evitar infecciones.

Utilizaban alcohol y plantas como la mandrágora para dejar inconscientes a los pacientes o mitigar el dolor lo suficiente como para abrirlos en la operación.

Estos barberos podían hacer algo más que suturarte. Podían cortar partes enfermas, como la vesícula biliar, y no les importaba abrir el vientre de una mujer para extraer un bebé en una espeluznante cesárea.

Todo ello en un mundo en el que la vida era un campo de batalla implacable, y la línea que separaba al barbero del cirujano era tan fina como una cuchilla.

7. Podías sacarte el diente en el mercado local

El mercado medieval era un lugar de comercio y odontología rudimentaria. Donde uno podía procurarse un repollo y perder una muela en el mismo aliento.

Un reino de pescado podrido y extracciones frescas, donde la diferencia entre tendero y sacamuelas se difuminaba como la visión de un borracho de cerveza.

Allí estaban los odontólogos, practicantes de aflicciones orales, pavoneándose con sus maneras de árabes. Blandían temibles limas y fórceps como instrumentos de exquisita tortura.

Raspaban, rellenaban y alambraban la boca de una persona e incluso le colocaban dientes postizos de hueso de buey para los paladares exigentes.

Pero para el hombre común, la plebe, las masas incultas, era el mercado o la ruina.

Encontrarías a un tipo alegre con bíceps como troncos de árboles y una inclinación por dar tirones. Un tirón rápido, un chorro de sangre y estarías en tu camino, con molesto mordisco menos.

Y si la feria estaba demasiado lejos, siempre estaba el barbero local. Un maestro en todo, un maestro en nada. Te recortaba los bigotes, te pinchaba los forúnculos y te sacaba los dientes con el mismo entusiasmo y dudosa habilidad.


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