Un amigo mío recientemente me expresó sus preocupaciones en medio de su mal día. Malhumorado, contando su intento de refrescarse caminando a una tienda cercana para comprar un refresco, dijo: «Llegué a la mitad del camino y me di cuenta que no tenía mi mascarilla».
Su frustración por esto último era demasiado y estallé riéndome de lo absurdo de su situación, y de todo lo demás que está mal en el mundo actual. Mi risa era contagiosa, y su malhumor se desvaneció al unirse conmigo en una risa sincera.
Creo que todos hemos estado en los zapatos malhumorados de mi amigo, mucho más de lo que queremos admitir, en los últimos meses. Sé que puedo levantar la mano vergonzosamente y admitir que soy culpable de los cargos. Refugiarnos en el lugar, preocuparnos por el virus y el caos que destruye nuestra nación, lidiar con nuevas responsabilidades como educar a los niños en casa, o tratar de trabajar desde casa —todas estas cosas hacen difícil abordar la vida con una actitud alegre y abstenerse de arremeter contra los más cercanos a nosotros.
Desafortunadamente, la tensión está empezando a manifestarse. Las tasas de divorcio en Estados Unidos se dispararon en los últimos meses. Las tasas de suicidio han aumentado rápidamente. El caos en nuestras calles sugiere un caos más profundo en el alma.
Es fácil ver los problemas del mundo y preguntarse qué podemos hacer, como ciudadanos promedio, para mejorar la vida. La respuesta a esa pregunta es «no mucho» —al menos a gran escala. Sin embargo, podemos hacer mucho respecto a la forma en que vivimos nuestras propias vidas. Para empezar, ¿cómo manejamos nuestro propio mal humor, en nuestros propios hogares, entre nuestras propias familias? ¿Existen maneras simples de iluminar el mundo para ellos, haciendo que iluminen la vida de otros cuando salen al mundo?
Esta pregunta entró en mi mente después de leer un libro llamado «Retrocultura: Tomando Estados Unidos de vuelta«. El autor William Lind discute el renacimiento del interés en todas las cosas retro —muebles, arquitectura e incluso viajes— mientras sugiere que el amor por lo retro necesita extenderse a nuestras familias y valores también. En un punto, cita el siguiente pasaje de un viejo libro de etiqueta:
«Recuerdo que una mujer prominente (…) me dijo una vez: ‘¡Oh, cuánto placer me da recordar los desayunos de mi infancia! Había una regla que establecía que todos los integrantes de la familia debían ir a la mesa. Teníamos que ser ordenados. Saludábamos a nuestros padres y a los demás. Nos permitían participar en la conversación y expresar nuestras opiniones. Nunca pensamos en quejarnos de la comida, y por supuesto una palabra cruzada o una mirada estaba fuera de cuestión. Si tal cosa sucedía, se declaraba rotundamente que estábamos enfermos y podíamos ser excusados de la mesa. Todo se veía tan bonito, también — la vajilla de colores, la plata brillante y siempre una pequeña flor—. Porque mamá decía que un entorno bonito marcaba una gran diferencia en la forma en que afrontábamos el día. Era como empezar la mañana con todo rosado y hermoso. Y si alguna vez alguno de nosotros tenía que faltar al desayuno, si estábamos realmente enfermos, nos sentíamos defraudados».
Me detuve cuando leí ese pasaje, y no pude evitar deleitarme con este encantador pensamiento. Personalmente, nunca he sido un gran fanático del desayuno. Prefiero terminar con esto rápidamente y seguir con mi día. ¿Pero cuánto afectan esas primeras horas del día a las familias? Además, ¿cuánto afecta el entorno de nuestra casa en nuestras actitudes cuando salimos al mundo?
Si hacemos de nuestros hogares lugares felices —no solo a través de los muebles y la comida— sino a través de nuestras propias actitudes, ¿no podríamos cambiar nuestra propia visión de la vida, junto con las perspectivas de nuestras familias y las de aquellos con los que nuestros seres queridos entran en contacto?
Puede que no logremos corregir inmediatamente el caos del mundo, pero podemos hacer de la vida una experiencia feliz para los que nos rodean. La gente común que hace cosas comunes puede hacer mucho para arreglar el mundo.
Annie Holmquist es editora de Intellectual Takeout. Este artículo fue publicado originalmente en Intellectual Takeout.
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