Tres cuartos de la economía venezolana previa al chavismo desaparecieron en veinte años de socialismo revolucionario en el poder. En su lugar quedó la nada. El sector petrolero es un tercio de lo que fue antes de Chávez y Maduro. Y sigue cayendo aceleradamente. Aquí ya solo se enriquecen criminales asociados al poder político.
Maduro y sus aliados atribuyen el empobrecimiento y la escasez de alimentos y medicinas a recientes y todavía limitadas sanciones de Washington. Pero la tendencia al empobrecimiento sostenido a largo plazo –que el chavismo aceleró hasta la miseria actual– se inició con el socialismo moderado a mediados de la década de los años 70. La profunda depresión actual empieza con la recesión inflacionaria de 2013. Ya contamos tres años de hiperinflación. La amenaza del hambre se ve claramente en Venezuela desde 2016. Las sanciones internacionales –en la práctica, mayormente simbólicas– contra altos funcionarios venezolanos y sus testaferros son algo muy reciente. Y las sanciones efectivas afectando recursos del gobierno de Maduro no se vieron hasta este año.
Un problema con quienes gobiernan Venezuela es que son socialistas, y el socialismo se resume en una economía inviable, empobrecedora y dependiente de la explotación ineficaz y brutal de recursos y personas. El socialismo concentra brutalmente lo expoliado en lo que depende su poder totalitario, al costo sacrificar a millones en campos de esclavos y hambrunas. Algunos socialismos revolucionarios crearon, además del masivo aparato represivo totalitario, una gigantesca maquinaria militar y agencias de espionaje, propaganda y agitación enormes. La realidad socialista es que el grado de poder visible será directamente proporcional a la miseria y muerte, más o menos ocultas.
Otro problema es que los socialistas revolucionarios que llegaron al poder hace dos décadas (en la que todavía era una de las mayores economías de Hispanoamérica) se subordinaron inmediatamente a la dictadura totalitaria que sojuzga Cuba. Y eso ha significado que la miseria ocasionada por la expoliación socialista de Venezuela, además de pagar el aparato de destrucción local, transfirió ingentes recursos al totalitarismo castrista y financió la expansión continental del Foro de San Pablo. Demasiado para una economía previamente debilitada por el socialismo moderado.
Un gran problema es que el grueso de la acorralada, perseguida y cooptada oposición política en Venezuela también es socialista. Desde tan radical como los siervos del castrismo en el poder, hasta socialdemócratas –y afines– relativamente moderados, como los que gobernaron entre 1958 y 1998 o nuevas versiones equivalentes. Pero la destruida economía venezolana ya no puede sostener al viejo modelo de reparto populista socialdemócrata, y mucho menos al totalitarismo socialista. No al menos sin hundir millones de venezolanos en un empobrecimiento acelerado que ya empujó al 90 % bajo la línea de pobreza y a más de la mitad bajo la de pobreza crítica, en medio del colapso de la economía, servicios e infraestructura. Venezuela es un país en que una simple infección puede ser una sentencia de muerte cuando la escasez de medicinas alcanza los antibióticos. Y en donde la cada vez peor calidad de la alimentación por el empobrecimiento de los que comen, acompaña al hambre y muerte de los que no.
Estos problemas se exacerban porque tenemos de una «clase» política –que junto a sus afines empresariales e intelectuales– saltó de niveles más o menos escandalosos de corrupción al paroxismo del saqueo y la corrupción continental de escala nunca antes vista. El camino al totalitarismo lo ejecuta un eje entre el crimen organizado y el terrorismo revolucionario que crea su versión del «plata o plomo» de las mafias. Cooptan integrando en la corrupción revolucionaria a dirigentes del socialismo opositor y factores de élites tradicionales y eliminar –de una u otra forma– a los que no entren al juego.
Venezuela es hoy una peculiar combinación de totalitarismo y estado fallido. El totalitarismo depende de personal de inteligencia y represión cubano en una abyecta subordinación que hace de los estruendosos reclamos de soberanía revolucionaria una pantomima tan ridícula como sangrienta. El estado fallido va del colapso de infraestructura, servicios e institucionalidad hasta el control del crimen organizado, local y foráneo, que va desde delincuentes locales (que aprendieron aceleradamente el discurso revolucionario denominando colectivos revolucionarios a sus bandas delictivas) hasta organizaciones terroristas foráneas de larga data –especialmente las cercanas fortalecidas por los acuerdos de La Habana– con las que la actividad criminal de FARC y ELN cruzó la frontera para controlar territorios –y actividades criminales muy lucrativas– en Venezuela con complicidad del socialismo en el poder.
Pero el potencial de destrucción apenas se inicia. Uno de los mayores problemas es un consenso (de socialistas locales y foráneos que dan por agotado al experimento chavista actual) para desplazar a Maduro sin tocar al socialismo. No obstante, confían en un giro gatopardiano mediante un acuerdo de elites socialistas corruptas, con y sin uniforme. Este acuerdo concedería a la realidad económica apenas lo indispensable para recuperar el mínimo de una economía colapsada, manteniendo el socialismo en el poder bajo una apariencia nueva. Retomaría asimismo cierta alternancia de gobiernos ideológicamente cercanos y regresaría a elecciones medianamente creíbles, pero con el compromiso de no tocar jamás privilegios, fortunas y consensos ideológicos socialistas. Tal es el escenario político y económico reservado a una oligarquía roja ampliada.
Pero puede ser peor (mucho peor) si se consolidase por años el totalitarismo actual, hundiéndonos en grados de primitivismo y miseria que apenas comenzamos a vislumbrar. El gran problema es que 20 años de socialismo revolucionario, precedidos de 40 de socialismo moderado, dejan una Venezuela económica, moral e intelectualmente destruida que deberá recorrer un largo y duro camino para llegar algún día a la prosperidad capitalista que estuvo por décadas a nuestro alcance inmediato y estúpidamente rechazamos.
Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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