Hace 42 años, la reconocida primatóloga Jane Goodall reveló una escena escalofriante de diez minutos que más adelante se convertiría en la primera guerra entre primates registrada por la ciencia.
El hecho ocurrió entre dos grupos de chimpancés del Parque Gombe, el del valle Kahama y el del valle Kasekela, donde una pelea terminó convertida en una lucha sangrienta, planificada y excitante para uno de los clanes.
En términos evolutivos resulta interesante, dado que humanos y primates hemos elegido este tipo de conflictos territoriales y estos mecanismos para ejercer poder sobre otros, muy diferente a lo que ocurre con los bonobos, un matriarcado pacifista que protege a todas las hembras de su clan, dentro de las selvas de la República Democrática del Congo.
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De acuerdo con investigadores del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, el factor hormonal influye sustancialmente en este tipo de actuaciones.
El estudio muestra un aumento notable en los niveles de oxitocina en la orina de los chimpancés cuando se encuentran en guerra contra otro grupo rival.
Esto significa que la oxitocina no solo es la hormona que está relacionada con la consolidación de relaciones humanas amorosas, de pareja y entre madre e hijos, sino también entre “hermanos de armas”.
«Nuestros resultados sugieren que el comportamiento de cohesión del grupo entre los chimpancés frente a la amenaza exterior se apoya probablemente en el mismo mecanismo fisiológico sugerido para el altruismo parroquial humano, el sistema oxitocinérgico», concluyen los investigadores.
Los expertos estuvieron analizando el comportamiento de los chimpancés de Taï, en Costa de Marfil, donde encontraron que no solo subía el nivel de oxitocina en escenarios de violencia sino también el comportamiento, al verse amenazados u hostigados por otros grupos.
En estas situaciones, por ejemplo, los primates apenas abandonaban su grupo, a diferencia de la libertad con la que suelen moverse entre la selva cuando están en paz.
Algo similar ocurre con los humanos. Según una investigación de Carsten De Dreu , publicada en la revista Science en 2010, la oxitocina puede actuar como un arma de doble filo: por un lado consolida el amor del grupo y por el otro, despierta la agresividad hacia los demás.
Cuando las personas inhalaban la hormona, tomaban decisiones más lesivas contra otros que no pertenecían a su grupo.
También se planteó la posibilidad de que la hormona volvía a los humanos más xenófobos pues se multiplicaban las opciones de que estudiantes holandeses sacrificaran la vida de un musulmán.
«La necesidad fundamental de un apoyo dentro del grupo en tiempos de conflicto entre grupos no es únicamente humana, sino que aparentemente también está presente en uno de nuestros parientes vivos más cercanos, el chimpancé», concluyeron los expertos del Max Planck.
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