El comercio es bueno. Ya sea nacional o internacional, permite la especialización de la producción, haciéndola más eficiente y de esa manera se ahorran recursos. Enfatiza los puntos fuertes de personas diferentes y países diferentes, donde todos pueden poner sus mejores productos sobre la mesa y así compensar las debilidades en otras áreas de la economía de una nación. Todos ganan.
El comercio con China no es así. ¿Pero tiene razón el representante de comercio de EE. UU., Robert Lighthizer, cuando se refiere a China como «una amenaza al sistema del comercio mundial»?
Una comparación del comercio con China y el comercio verdadero muestra que al comerciar con China no ganan ambas partes, como sí sucede en el comercio libre –según lo explica el economista clásico David Ricardo. Y las administraciones anteriores de EE. UU. contribuyeron a este problema.
En un sistema de libre mercado, las empresas privadas intercambian bienes y servicios y al final de cada año, un país termina con un excedente (superávit) y el otro con una carencia (déficit). En casos inusuales, las exportaciones e importaciones se compensan mutuamente a cero, y esta es la situación ideal.
Por ejemplo, supongamos que pasado un año, China tiene un superávit de US$ 100 con los Estados Unidos porque pudo producir aparatos más baratos gracias a su bajo costo laboral (en realidad, este déficit fue de US$ 347 mil millones en 2016 para bienes, y las compañías chinas reciben grandes subsidios para inundar los mercados mundiales con sus productos).
En esta situación, los ciudadanos y las empresas privadas chinas terminarían con un balance de US$ 100 que pueden usar para hacer dos cosas: una es enviarlo de vuelta si compran bienes o servicios estadounidenses de mayor valor que aún no pueden producir con igual calidad –como autos, por ejemplo– equilibrando casi a cero la balanza comercial en el siguiente periodo.
China juega con su punto fuerte, que es producir dispositivos electrónicos, y Estados Unidos puede jugar con su fortaleza en producir automóviles de mayor valor agregado. Todos ganan.
Si los chinos no sienten que vale la pena comprar productos estadounidenses, pueden escoger invertir sus dólares sobrantes del balance en los mercados de capitales americanos. En un sistema de comercio real, sin mucha interferencia del gobierno, esto no sería en bonos del Tesoro de EE. UU. , sino en acciones, bienes inmobiliarios o incluso en proyectos de urbanización.
De cualquier forma, esta inversión en los capitales de mercado de EE. UU. hace que Estados Unidos, directa o indirectamente –a través de bancos– sea más productivo; ese es siempre el resultado de invertir capital. Luego de un tiempo, y con suficiente inversión, una mayor cantidad de productos competitivos americanos harían que se equilibrara el déficit en la balanza comercial.
Este sistema funcionó muy bien bajo el estándar dorado de la belle epoque antes de la Primera Guerra Mundial, una época de prosperidad y crecimiento sin precedentes para todos los involucrados. Tuvo la ayuda de un sólido sistema monetario y tasas de cambio fijas, que facilitaba la inversión de capital al remover el riesgo de la tasa de cambio.
Una realidad diferente
La realidad de hoy es un poco diferente, por eso durante más de una década Estados Unidos mantuvo un déficit constante con China. Esto se fue acumulando de 2001 a 2016 hasta llegar a los US$ 3,36 billones.
En vez de que empresas e individuos chinos compren productos americanos o inviertan en capital estadounidense, el régimen chino imprime dinero para comprar esos US$ 100 ganados por las compañías (frecuentemente estatales), y luego ponen este dinero en bonos del Tesoro.
Esta interferencia en el mercado tiene grandes efectos en la fuerza que naturalmente equilibra la competencia y el libre mercado.
La tasa de cambio china está artificialmente baja porque el banco central imprime dinero para comprar los dólares de los comerciantes estatales, haciendo subir el precio del dólar. Esto hace menos competitivos a los productos americanos en dos maneras.
Primero, baja la tasa de cambio china, y así encarece los productos extranjeros. Segundo, estimula artificialmente la actividad económica y la inversión en China al bajar las tasas de interés. Esto crea un exceso de capacidad y hace que los productos chinos sean más asequibles de lo que serían si solo fuera por la mano de obra barata.
Del lado de EE. UU., en vez de invertir en capital privado, billones de dólares de superávit chino terminan solventando la deuda de Estados Unidos. La inversión en bonos del Tesoro no aumentó la productividad de la economía americana lo suficiente como para competir con los productos chinos, lo que ha creado un desempleo oculto, ya que la cifra de desempleo en los titulares no refleja los millones de personas que han abandonado la fuerza laboral.
Por lo tanto, en la actual situación dos gobiernos comercian entre sí y toman los beneficios, en vez de ser los individuos y las empresas privadas quienes se benefician. El resultado ha sido un déficit persistente para uno de los lados y superávit persistente para el otro.
Por supuesto, el consumidor americano se benefició un poco por los bienes más baratos, pero apenas sirve de consuelo. Se perdieron millones de puestos de trabajo y muchos de esos bienes baratos fueron comprados con dinero del gobierno a través de planes sociales y transferencias de pagos.
Las administraciones de los presidentes George W. Bush y Barack Obama hicieron poco para cambiar la situación. Ambas administraciones dependían del flujo constante de los dólares del intercambio chino hacia una deuda que se expandió sin control. Con Bush, la deuda creció casi US$ 5 billones. Con Obama, creció más de US$ 9 billones. Un poco de críticas y un arancel temporario a las importaciones no cambiaron la dinámica para nada.
La postura del presidente Donald Trump de un gobierno pequeño y su lema «América primero» explican el giro de 180 grados en la retórica, aunque hasta ahora no hubo acciones firmes. Sin embargo, Trump ha ordenado una investigación sobre el robo de propiedad intelectual por parte del régimen chino. Si la investigación encuentra un robo sistemático de PI, Estados Unidos podría aplicar las penas más duras hasta ahora contra las prácticas comerciales de China.
Un tratado crudo
Este análisis relativamente básico deja de lado los intrincados detalles del crudo tratado que el ex presidente Bill Clinton negoció con China cuando esta se unió a la Organización Mundial del Comercio (OMC) y el hecho de que China se ha estado jactando de usar estas generosas regulaciones para empeorar la situación de las empresas y los trabajadores estadounidenses.
Según las reglas de la OMC, al unirse China, se suponía que debía bajar el promedio de aranceles aduaneros a los bienes industriales hasta el 8,9%, y hasta el 15% para productos agrícolas hacia el 2010. Sin embargo, la lista de la OMC indica que China aún tiene un arancel aduanero de un 10% para todos los productos, en contraste con el 3,5% que impone Estados Unidos.
Por lo tanto, incluso según las reglas de la OMC, China tiene una gran ventaja competitiva sobre los productos de EE. UU., tan solo basado en los impuestos a la importación.
Además, a pesar de su retórica de libre comercio, China tiene oficialmente una política de comercio mercantilista de innovación, como describe en su «Estrategia 2025 Made in China» y en el «13er Plan Quinquenal para la Ciencia y Tecnología». Estos planes ayudan a aclarar por qué lo que dice Robert Lighthizer de que China es una amenaza al sistema de comercio mundial no es desacertado.
«La estrategia china no es sólo sobre el mercantilismo (limitar las importaciones y propiciar las exportaciones), es sobre la autarquía: volverse autosuficiente. El gobierno chino ha probado que busca autarquía en muchas industrias tradicionales, como la del acero y la construcción de barcos, y ahora la busca en industrias emergentes como la aeroespacial, de computadoras y semiconductores, colocándose en contra del principio fundamental de la ventaja comparativa que subyace en el libre comercio de la economía global», escribe la Information Technology & Innovation Foundation en su exhaustivo informe titulado “Stopping China’s Mercantilism” (Deteniendo el mercantilismo de China).
Para lograr completa autarquía y dominación en todas las industrias, China tiene toda clase de estrategias que la OMC no permite: adquirir empresas extranjeras de tecnología, la transferencia forzada de tecnología o propiedad intelectual (PI) de compañías extranjeras operando en China, el robo de PI mediante el espionaje y la piratería informática, y la restricción –o incluso denegación– del acceso de empresas a los mercados chinos, entre otras.
Por todo esto, el Foro Económico Mundial deja por sentado en un informe de 2016, Enabling Trade (Permitiendo el comercio), que China «sigue siendo uno de los mercados más cerrados del mundo», en el puesto 101 de 136 países para el acceso a mercados internos.
A China no le interesa el libre comercio. Tiene una política oficial de explotar a sus socios comerciales, sacando ventaja para lograr su estrategia de autarquía. No hay razón para apoyar esta estrategia de un régimen abiertamente hostil, y Lighthizer lo entiende bien.
«Debemos encontrar otras formas de defender a nuestras empresas, trabajadores, agricultores y, de hecho, nuestro sistema económico. Debemos encontrar maneras de asegurar que prevalezca nuestra economía basada en el mercado», dijo.
Ahora es tiempo de que las palabras se conviertan en acciones.
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