Analizar el fenómeno migratorio no es fácil debido a sus múltiples aristas, sin embargo, identificar tendencias es un ejercicio útil para establecer un marco inmediato o proxy que permita a los interesados en esta temática definir el enfoque más adecuado a sus propios intereses. En este sentido, en ámbitos de investigación como el nuestro, se observan tres grandes tendencias.
La primera se relaciona con la coexistencia de dos paradigmas que en la actualidad abordan y definen el concepto de migración, la que puede ser tipificada como un negocio, asociada al tráfico ilícito de migrantes y trata de personas, tráfico de drogas por pasos fronterizos, crimen organizado, contrabando y secuestro, entre otros; o como una oportunidad, tal y como lo señala la Asamblea General de Naciones Unidas (2013) quien plantea que los migrantes pueden contribuir al desarrollo tanto de sus propios países como de aquellos que los reciben mediante las remesas, la generación de empleo, el comercio, inversiones y la transferencia de conocimientos y tecnologías.
El negocio de la migración genera por parte de los Estados comprometidos un mayor control y contención del migrante que, en la mayoría de los casos, decide movilizarse hacia otros territorios a través de pasos fronterizos no oficiales, por lo que su acción y condición es representada como irregular. Ejemplo de ello es lo que sucede en la frontera sur de México con Guatemala, Honduras y El Salvador debido a la inestabilidad generada en esos países por el crimen organizado asociado al tráfico de drogas.
Cuando prima esta visión, la respuesta frente a la migración es: a) instalar vallas protectoras en pasos fronterizos; b) aumentar la dotación y despliegue policial (o militar en ciertos casos) para el control fronterizo terrestre y marítimo; y c) crear puestos de control adicional junto con el fortalecimiento del control de pasos fronterizos oficiales.
En cambio, la otra visión considera al migrante como un sujeto de derecho inserto en un mundo de libre movilidad (con apertura de fronteras), dónde la inclusión y el reconocimiento de derechos son fundamentales. A ello apunta UNASUR, junto con la mayoría de los países sudamericanos. Para ello, las políticas migratorias se están modificando en América Latina con el objeto de facilitar la regularización de la situación legal del migrante y su rápida inserción social y laboral. Por el momento, no sabemos cuáles serán las consecuencias reales de esta apertura, sin embargo, no podemos dejar de preguntarnos por las posibles implicancias de esta política en la presencia efectiva y soberana de los Estados en territorios con alta presencia de inmigrantes.
Una segunda tendencia es el cambio en los flujos migratorios. Diversos estudios señalan que, al menos en el continente americano, la dinámica ya no es de sur a norte (en dirección a EE.UU. o Canadá), sino que bilateral o sur-sur dadas las facilidades y oportunidades que ofrecen los gobiernos de Sudamérica, entre ellos Chile. Ello explica de alguna manera que países como el nuestro se conviertan en polos atractivos en este nuevo contexto.
Una tercera tendencia evidencia un cambio en el tipo de migrante que se moviliza en el continente, sumándose al que proviene de familias pobres o vulnerables (con y sin estudios superiores) o al que huye por razones de inestabilidad social y política, el delincuente común o profesional (tráfico de drogas) que se establece en el país receptor, representando un problema serio para la mantención de la seguridad interior.
Finalmente, es posible señalar que la migración es sistémica, ya que lo que afecta a un país puede desencadenar consecuencias en otro. Si EE.UU. y México mantienen su política de control y contención migratoria, es posible que Chile en el corto plazo se convierta en país receptor de migrantes centroamericanos. Lo que queda es preguntarnos si estamos preparados para ello.
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