Emulando al legendario viajero, cada año muchas personas eligen destinos extremos como lugar de turismo y vacaciones.
Una sed de aventuras que va creciendo cada año: de 2005 a 2015 el número de turistas que viajaron a África aumentó un 5% de media anual según un informe de la Organización Mundial del Turismo, cifra que asciende al 7,9% si hablamos del sudeste asiático.
“Lo más espectacular de esta marcha ha sido que hemos visto nuevas tierras en el sur que nunca antes había contemplado ningún ser humano; grandes alturas cubiertas de nieve que no habíamos visto en nuestra anterior expedición al sur”. Así describía el explorador Ernest Shackleton en El corazón de la Antártida (1908) sus descubrimientos por un territorio hasta entonces inexplorado por el hombre.
Coincidiendo con el Año Internacional del Turismo Sostenible para el Desarrollo que se celebra este 2017, los organismos internacionales pretenden que esta actividad se convierta en un motor de crecimiento económico inclusivo y sostenible, que respete y proteja al medio ambiente.
El desafío se está tratando de conseguir en lugares tan recónditos como la Antártida, la selva de Laos, el Sáhara marroquí o la sabana keniata.
En cambio, en la pequeña isla de Lanzarote –extrema por su paisaje marciano– el turismo sostenible parece una utopía.
El templo helado de la ciencia
En la temporada 2016-2017 visitarán la Antártida 43.885 turistas, según estimaciones de la Asociación Internacional de Operadores Turísticos en la Antártida (IAATO, por sus siglas en inglés).
Tras la caída de visitantes debido a la crisis económica, desde 2012 las cifras no han parado de crecer.
“El turismo antártico, dado el coste que tiene, es un turismo de altas posibilidades económicas pero también suele estar muy concienciado por la naturaleza y por los valores naturales de la Antártida”, explica a Sinc Andrés Barbosa, investigador del Museo Nacional de Ciencias Naturales en Madrid, que estuvo allí hace solo unas semanas estudiando al pingüino barbijo, con la base Gabriel de Castilla como centro de operaciones.
La Antártida es un templo helado consagrado a la investigación científica. Desde 1961 rige el Tratado Antártico, un documento en el que se establecen los fines pacíficos de cualquier actividad que se realice dentro de sus coordenadas y al que se han adherido 53 estados.
El turismo se regula con un protocolo específico que la IAATO –como organización experta invitada de la Reunión Consultiva del Tratado Antártico– vela porque se cumpla a rajatabla.
“Los turistas no se pueden acercar a los animales a menos de cinco metros –señala Barbosa–. Siempre hay un guía por cada 20 visitantes y los barcos de los que bajan a tierra no pueden llevar más de 500 pasajeros”.
Para dormir, los turistas no utilizan ninguna de las bases ubicadas en tierra sino que pernoctan en sus barcos, lo que disminuye el impacto en el ecosistema.
Los que sí duermen sobre suelo antártico son los investigadores y los militares. En el caso español, desde 1988 el Ejército de Tierra proporciona apoyo logístico a la investigación científica en la base Gabriel de Castilla en las campañas antárticas anuales.
Este jueves los militares prevén abandonar la base a bordo del buque Hespérides.
Proteger el medio ambiente es la premisa fundamental en todas sus actuaciones.
“En la Antártida no queda ningún residuo. Nos encargamos de que a 13.000 kilómetros de distancia no quede absolutamente nada”, asegura a Sinc desde la base antártica el teniente De Lucas, veterinario experto en medio ambiente que se encarga de realizar estudios de impacto ambiental de todas las actividades realizadas en la zona.
Siguiendo una estricta normativa, en la planta incineradora de la base solo se eliminan residuos como papel, material orgánico, madera y los lodos de las fosas sépticas, que en cada campaña se vacían.
El resto del material se embarca en buques rumbo a plantas gestoras de residuos tanto de Ushuaia (Argentina) como de Punta Arenas (Chile).
Por otra parte, a partir de combustible diésel, dos grupos electrógenos generan la electricidad necesaria para el campamento. Además, cuentan con dos calderas que proporcionan calor para toda la instalación, junto a radiadores eléctricos y calentadores.
En esta última campaña, los militares han instalado dos aerogeneradores, un prototipo de cogenerador y un nuevo punto limpio.
Dormir entre árboles en plena selva
A unos 9.500 kilómetros de la Antártida, con un clima totalmente diferente, los turistas no buscan dormirse escuchando los crujidos de los icebergs, sino que sueñan con otro sonido mucho más inquietante: el de la selva.
En Laos, un pequeño país del sudeste asiático, situado entre China, Myanmar, Tailandia, Camboya y Vietnam, los aventureros que quieran pasar una noche en la selva deben hacerlo en zonas especialmente destinadas a ello, puesto que son áreas protegidas.
“Al turista se le recomienda encarecidamente que contrate un guía acreditado o, si es necesario, un guía local”, afirma a Sinc Klaus Schwettman, asesor de turismo sostenible de la agencia de ecoturismo Green Discovery Laos.
Para poder dormir entre los árboles, los visitantes deben cumplir una serie de reglas y no pueden cazar, generar residuos, ni hacer ruido para no molestar a los animales.
“Por supuesto, este respeto también se debe extender hacia la población local”, puntualiza Schwettman.
Una de las zonas preferidas por los excursionistas más atrevidos es la provincia de Luang Namtha, situada al norte del país y en la que se ubica el área nacional protegida de Nam Ha, con la mayor selva monzónica de Laos.
Los senderistas normalmente se alojan en aldeas situadas dentro o fuera de las zonas protegidas, en casas o dormitorios de los aldeanos, pero también tienen la opción de dormir en la propia selva, en chozas de diferentes tamaños construidas con la propia vegetación de la zona.
En una de estas pequeñas tiendas, protegida por una tela mosquitera, durmió Cristina Hernández el verano pasado.
“Lo más impactante fue el ruido. Era intensísimo. Provenía de miles de animales, y al final te acurrucaba”, recuerda a Sinc.
El miedo de no saber qué animales estaba escuchando se equilibraba con una sensación de control, puesto que les acompañaba un guía de montaña.
Hicieron una hoguera para ahuyentar a los animales y a los mosquitos. “Es una experiencia de viaje única”, subraya la joven.
En busca de silencio en el Sáhara
Para viajeros que busquen silencio el desierto se convierte en la mejor opción, pero nunca deben adentrase en sus dunas sin expertos en la zona.
Si hablamos del Sáhara, los bereberes garantizan llevarnos al oasis en el que se asientan sus tiendas.
“Por su naturaleza de nómadas, los bereberes instalan su campamento durante un período del año para luego recogerlo todo y buscar otro sitio, otro oasis, otro mercado para poder seguir, abastecerse y continuar con su vida”, detalla a Sinc Myriam Ouariachi, del departamento cultural de la Embajada de Marruecos en Madrid.
Las jaimas de esta legendaria tribu son un ejemplo de sostenibilidad, al estar fabricadas con pelo de camello (de ahí su color marrón).
Las cuerdas utilizadas para amarrar las tiendas las trenzan ellos mismos y, como estacas para sujetarlas, emplean palos de madera.
Para dormir en el Sáhara marroquí se puede viajar a la ciudad de Merzouga y, de ahí, recorrer el desierto en todoterreno o en camello.
A pesar de que asociemos el desierto con calor, el frío también es un elemento adverso, especialmente a la hora de dormir, ya que las temperaturas pueden bajar hasta los 2 ºC en invierno.
Sin embargo, contemplar el amanecer entre las dunas bien merece pasar un poco de frío.
Los campamentos suelen contar con lámparas de queroseno, camping gas y linternas. “Para hacer funcionar algún aparato eléctrico o electrónico se está implantando mucho la energía solar porque allí el sol nunca falta”, apunta Ouariachi.
Para quienes prefieran dormir en la comodidad de una cama y sin pasar frío, en el desierto también hay hoteles, algunos, incluso con piscina, lo que resulta llamativo en un lugar donde escasea el agua.
“¿Pero por qué no va a ser sostenible? Es un punto de agua que, en un momento dado, puede servir para otros fines que no sea solamente recreo”, defiende la experta de la embajada. “Al turista hay que intentar también ofrecerle determinadas comodidades que una jaima no te da”, añade.
El encanto de la sabana africana
Otra tribu africana, los masáis, son los encargados de velar porque en la reserva natural de Masái Mara (Kenia) se respete a la vida salvaje.
Algunos campamentos situados alrededor de la reserva, como Kandili Camp, se ubican en tierras que pertenecen a familias masáis.
De hecho, algunos de sus miembros trabajan como cocineros, guardas y guías en los campamentos.
A diferencia de los hoteles, estas instalaciones están formadas por pequeñas tiendas de lona autosostenibles.
Con sencillas camas de madera y un pequeño aseo con ducha situado al fondo, la luz se genera con energía solar.
Para calentarlas no hay radiadores, solo bolsas de agua caliente entre las sábanas.
Al no existir agua corriente, el agua se extrae de un pozo y se calienta con unos calentadores que funcionan a base de leña.
Como fuente de energía para cocinar y para que haya suministro eléctrico en la tienda base se utilizan placas solares.
Las comidas y cenas se realizan al aire libre y por la noche, la única iluminación procede de una hoguera y de linternas, además de la luz de la luna.
Al situarse alrededor de la reserva Masái Mara y no estar vallado, por la noche pueden pasear entre las tiendas animales como ñus, hienas, elefantes o incluso leones y es habitual escucharlos antes de dormir. Para evitar sustos, los masáis hacen guardia cada noche.
Lo que la población keniata achaca a este tipo de turismo no es que no respete el entorno –puesto que sí lo hace–, sino que los extranjeros que realizan los safaris piensen más en los animales que en las personas, según cuentan a Sinc fuentes locales.
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