Estados Unidos superó un hito premonitorio: 28 billones de dólares de deuda nacional. En 2021, se prevé que solo la deuda federal represente el 102 por ciento del producto interior bruto, lo que no incluye el «Plan de Rescate Americano» de 1.9 billones de dólares que el presidente Biden firmó recientemente como ley. La relación entre la deuda y el PIB solo ha superado el 102 por ciento en dos ocasiones en la historia de Estados Unidos —45 y 1946— como resultado del gasto necesario para ganar la Segunda Guerra Mundial (103.9 y 106.1 por ciento respectivamente). Una vez asegurada la victoria, se desplomó inmediatamente cuando Estados Unidos entró en una nueva edad de oro de prosperidad. Sin embargo, mientras la economía estadounidense disfrutaba de una tasa de crecimiento media del 3.1 por ciento entre 1951 y 2020, la Oficina Presupuestaria del Congreso proyecta actualmente que en las próximas tres décadas esa tasa caerá hasta el 1.8 por ciento.
Esto se suma a una creciente crisis de solvencia en los programas de «derechos» más importantes de Estados Unidos: La Seguridad Social y Medicare.
En 2019 —antes del COVID— el Tesoro de Estados Unidos ya advertía que estos programas estarían en «bancarrota» (es decir, que pagarían menos a los beneficiarios de lo prometido) mucho antes de lo previsto. Advirtió que la Seguridad Social sería insolvente en 2035, y Medicare en 2026. Nací en 1988, más o menos en la mitad de la generación de los Millennials. Eso significa que estos dos programas, por los que tengo que pagar muchos impuestos, estarán en quiebra 15 años (Seguridad Social) y 27 años (Medicare) antes que yo tenga derecho a ellos. La situación es aún peor para los jóvenes de entre 20 y 30 años.
Y lo que es más preocupante, nuestra tasa de natalidad ha caído en picada. Para que una sociedad tan solo mantenga su población, debe producir 2.1 bebés por mujer. Estados Unidos ha estado por debajo de esa cifra desde 1971. Pero en 2019 —de nuevo, antes de COVID— había caído a un mínimo histórico de solo 1.7. Esa cifra ha caído aún más durante la pandemia, lo que significa que menos personas están contribuyendo al sistema.
Las razones por las que hemos llegado a esta coyuntura financiera son diversas y complejas. Pero lo que sí es simple y sencillo es esto: Estamos aquí porque hemos dado muestras de una falta de sabiduría colectiva con respecto a nuestras finanzas nacionales. Durante demasiado tiempo creímos que podíamos tenerlo todo, olvidando que en algún momento —ahora o en el futuro— habrá que pagar todos los gastos y saldar todas las deudas. Al hacerlo, olvidamos la profunda dimensión moral de las finanzas nacionales y el deber que tiene cada generación de pagar sus facturas y no cargarle indebidamente a las generaciones futuras.
Una advertencia de nuestros fundadores
Nuestros Fundadores nos advirtieron de esta situación. En su discurso de despedida, nuestro primer presidente, George Washington, tuvo mucho que decir sobre este tema.
«Como una fuente muy importante de fuerza y seguridad», dijo, «aprecien el crédito público». Exhortó a su país a «[evitar] también la acumulación de deudas, no solo evitando las ocasiones de gasto, sino esforzándose enérgicamente en tiempos de paz para saldar las deudas que las guerras inevitables puedan haber ocasionado, no arrojando sin generosidad a la posteridad la carga que nosotros mismos deberíamos soportar».
Hablando con la franqueza de un estadista, Washington le recordó a los políticos estadounidenses que era esencial que la población entendiera por qué era mejor un endeudamiento mínimo. «Para facilitarles [a la población] el cumplimiento de su deber», dijo, hay que recordarle ala gente que el pago de las deudas requiere ingresos, y «para tener ingresos debe haber impuestos», y «que no se pueden idear impuestos que no sean más o menos inconvenientes y desagradables».
Vale la pena considerar este último punto de Washington. Normalmente pensamos que los impuestos se aplican de una manera: el gobierno confisca directamente nuestro dinero. Pero en realidad sucede de dos maneras: la primera, mediante impuestos directos (el tipo en el que normalmente pensamos), y la otra mediante la inflación que devalúa la moneda.
Cuando se producen impuestos directos, el pueblo siente la carga inmediatamente. El costo y el beneficio se alinean y se experimentan al mismo tiempo. No hay una subida de azúcar resultante de un beneficio obtenido mientras el costo se aplaza. Los impuestos directos son, por lo tanto, la única forma honesta de pagar las deudas, y de asegurar que el pueblo estadounidense, como dijo Washington, se comprometa a «cumplir con su deber».
Inflación por devaluación de la moneda
Pero hay otra forma de impuestos que el gobierno ha utilizado cada vez más desde la década de los 60s, llamada la imposición de la inflación por devaluación de la moneda. ¿Qué significa esto? Significa que cuando el gobierno tiene una deuda, cubre el déficit no mediante la imposición impuestos al pueblo directamente, sino imprimiendo más dólares mediante la venta de bonos del gobierno. Esto aumenta la oferta monetaria (inflación) de tal manera que se necesitan más dólares para conseguir menos bienes y servicios (lo que lleva a la devaluación de la moneda).
Las consecuencias de esto son perjudiciales, ya que esto no solo conduce a precios más altos ahora, sino que disminuye el poder adquisitivo del dinero que ya se ha ganado.
Permítanme ilustrarlo. Supongamos que en 2010 logró ahorrar 50,000 dólares. Obtener esa cantidad de dinero le tomó tiempo y esfuerzo. Casi siempre podemos dedicar más esfuerzo (al menos hasta que seamos demasiado viejos), pero nunca podremos recuperar el tiempo que nos costó ahorrar esa cantidad de dinero. Y sin embargo, ¿qué pasó con esos 50,000 dólares desde 2010? ¡Su poder adquisitivo ha disminuido más de un 20 por ciento! ¡Eso significa que lo que podías comprar por 50,000 dólares en 2010 ahora le costaría más de 60,000 dólares! Ese 20 por ciento no es solo esfuerzo, sino también tiempo. Entonces, ¿a dónde se fue ese 20 por ciento? Desapareció debido a la inflación por devaluación de la moneda —el «pago» de las deudas mediante la impresión de dólares en lugar de impuestos directos.
Esto ha estado ocurriendo en los Estados Unidos durante décadas. El pueblo ha sido robado y ni siquiera se da cuenta, porque la «inflación por devaluación de la moneda» no es un rubro de sus ingresos o de sus impuestos. Es un gasto invisible que deben pagar y pagarán, pero a sus espaldas, por así decirlo. Al igual que la rana que no se da cuenta que la olla de agua en la que se encuentra está cada vez más caliente, la gente no se da cuenta que las políticas por las que votan cuestan en realidad mucho más de lo que creen.
A medida que las necesidades de la vida se vuelven más costosas, esto a su vez crea forraje para los políticos que están más que felices de correr al «rescate» una vez más con generosas promesas similares, cuyos costos se imponen una vez más a espaldas (y eventualmente sobre) de las mismas personas que dicen estar ayudando.
En el momento en que esto ocurre, hace tiempo la correlación entre el costo y el «beneficio» quedará oculta, mientras los políticos que se lo propusieron ya han obtenido la reelección que querían. Esto desalienta la frugalidad tanto privada como pública y, para empeorar las cosas, a menudo se logra apelando a la situación de los vulnerables, cuya fortuna será la más perjudicada a largo plazo. El futuro a largo plazo de «los niños» se ve socavado por el bien de «los niños».
La deuda nacional es una cuestión complicada, más complicada de lo que podemos discutir en una breve columna. Lo que no es complicado, sin embargo, es la realidad de que es la herramienta favorita de los políticos para manipular al pueblo en su propio beneficio. Y seguirán haciéndolo hasta que el pueblo despierte.
Pero si eso es lo que esperamos hacer, debemos enfrentarnos a otra opción tan clara como cruda: O bien decidimos incurrir nosotros mismos en el costo de nuestra extravagancia pasada, o seguimos imponiéndola a las generaciones futuras. Podemos elegir entre la autoindulgencia o la moderación; el despilfarro o la responsabilidad; la cobardía o el deber; la deuda nacional —tal como es— o la grandeza nacional.
La elección que hagamos responderá en gran medida a la pregunta de si somos o no dignos de los antepasados que compraron nuestra libertad, seguridad y prosperidad a costa de sus fortunas, su facilidad y su sangre.
Joshua Charles es un exredactor de discursos de la Casa Blanca para el vicepresidente Mike Pence, autor del bestseller del New York Times número 1, historiador, escritor/escritor detrás de escena y orador público. Ha sido asesor histórico de varios documentales y ha publicado libros sobre temas que van desde los Padres Fundadores, hasta Israel, pasando por el papel de la fe en la historia de Estados Unidos y el impacto de la Biblia en la civilización humana. Fue el editor principal y desarrollador del concepto de la «Biblia de Impacto Global», publicada por el Museo de la Biblia con sede en Washington en 2017, y es un académico afiliado al Centro de Descubrimiento de la Fe y la Libertad en Filadelfia. Es becario de Tikvah y Philos y ha dado conferencias por todo el país sobre temas como historia, política, la fe y la visión del mundo. Es concertista de piano y tiene un máster en Gobierno y una licenciatura en Derecho. Sígalo en Twitter @JoshuaTCharles o consulte JoshuaTCharles.com.
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