Opinión
He aquí una cruda y muy creíble amenaza dicha por un economista chino:
«Estamos a merced de otros cuando se trata de chips de computadoras, pero como el exportador más grande del mundo de materia prima para vitaminas y antibióticos. (…) Si reducimos las exportaciones, a los sistemas médicos de algunos países occidentales no le irá bien …»
Esta clara intimidación fue dicha por el profesor de economía de la Universidad Tsinghua, el Dr. Li Daokui, en una reciente Conferencia Consultiva Política del Pueblo de China. Las amenazas no se pueden poner mucho más explícitas que eso.
Es también muy creíble. Según Politico: «El año pasado, China representaba el 95 por ciento de las importaciones a EE. UU. de ibuprofeno, el 91 de las importaciones a EE. UU. de hidrocortisona, 70 por ciento de las importaciones a EE. UU. del acetaminofén (paracetamol), del 40 al 45 por ciento de las importaciones a EE. UU. de penicilina y el 40 por ciento de las importaciones a EE. UU. de heparina, según datos del Departamento de Comercio». Las exportaciones de China representan aproximadamente un 80 por ciento del suministro de antibióticos de EE. UU.
Si hubiéramos sabido que el Dragón Durmiente hubiera hecho esas amenazas, y que somos tan dependientes de ese país por estos fármacos tan importantes, ¿deberíamos haber puesto aranceles a estas importaciones?
Hacerlo hubiera sido abrazar el mercantilismo. Esta es la noción equivocada de que el bien común puede maximizarse promoviendo las exportaciones y limitando las importaciones. Cuando se implementa, el dinero fluye hacia el país de origen, es decir, nosotros en este caso, ya que estamos vendiendo más a los extranjeros de lo que estamos comprando, suponiendo igual el resto de las condiciones.
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Esta iniciativa no funcionó muy bien para los españoles hace unos siglos atrás, nunca ha tenido éxito en traer prosperidad económica, y no lo hará tampoco para Estados Unidos.
¿Hay algún argumento legítimo en favor de esta doctrina? No. Pero uno de los dichos más poderosos que salieron de esta parte del pantano de fiebre económica se basa en la seguridad nacional, el último refugio del sinvergüenza.
Supongamos que permitimos pleno libre comercio. Sin aranceles; sin mínimos; sin acuerdos «voluntarios» de parte de otros países para limitar sus exportaciones a nosotros; ni otras interferencias con las decisiones económicas de millones de estadounidenses. Entonces lo que pasa según este punto de vista es que el Hitler del día, sea quien fuera, se involucra justamente en estas prácticas.
Por ejemplo, él subsidia su propia industria siderúrgica y pone altas barreras de aranceles contra la importación de este producto a su país. Esto pone el precio por debajo de los fabricantes estadounidenses, que subsecuentemente quiebran. Es cierto, esto costará mucho a ese país (¿China?), pero su industria se mantendrá funcionando 24/7, ya que ahora provee a ambas naciones.
Entonces, se declara una guerra entre los dos países, y el gobierno retira todas las exportaciones de acero a nosotros. Sin este ingrediente vital para nuestro aparato militar, perdemos la guerra. El libre comercio es entonces peligroso para los que se adhieren a él.
Pero incluso si una guerra entre estas dos super potencias se desata en la era moderna, se terminará pronto. No habrá necesidad alguna de parte de Estados Unidos de nuevo acero en este corto periodo de tiempo.
¿Y qué tal para una guerra de los viejos días que duraban bastante más? ¿O, un conflicto militar con menor poder que dura una significativa cantidad de tiempo? Nuestra conflagración en Afganistán celebrará pronto su cumpleaños de dos décadas.
Primero, una nación más débil sería mucho menos probable que sea nuestro único proveedor de algo, y mucho menos de un insumo tan importante como el acero. Segundo, no habría necesidad de una próspera industria en Estados Unidos para evitar esta presumida amenaza a la seguridad nacional. Solo se necesitaría una operación naftalina: una gran capacidad de fábrica de acero, reservas cercanas de hierro y acero, y una guardia de mecánicos que mantuvieran las fábricas bien engrasadas y listas para un rápido arranque.
Si esta amenaza externa aparece, y las hostilidades parecen durar más que un corto plazo, estas preparaciones asegurarían nuestra seguridad. El costo de esta póliza de seguro, en efecto, sería mucho menor a meterse a una guerra con ese país.
Según el viejo pero cierto aforismo: «Si los bienes no cruzan las fronteras nacionales, los ejércitos lo harán».
Involucrarse en contramedidas basándose en estas así llamadas consideraciones de seguridad nacional harán la guerra más, no menos, probable. En cualquier caso, el Departamento de Defensa de EE. UU. nunca ha estado más cerca de preferir la protección de nuestras fábricas de acero que las de sus buques, cohetes o docenas de aviones de combate.
Luego está el elemento de la reducción al absurdo en este argumento. En principio, según esta doctrina, realmente no deberíamos comercializar ningún bien o servicio con ningún otro país. Porque esa nación podría algún día convertirse en enemigo.
Algunos defensores extremos de este punto de vista podrían ir incluso más lejos y usarlo contra Canadá, de todos los lugares, un país cuyas fuerzas armadas han luchado junto a las nuestras en numerosas batallas a través de miles de millas. (Quizás hayan sido influenciados por el episodio de «South Park» en el cual se desatan hostilidades entre los dos vecinos norteamericanos al son de «Culpa a Canadá»).
¿Deberíamos preocuparnos realmente de dónde vamos a obtener la provisión de iglús, trineos de perros y quizás el jarabe de maple?
No, el caso mercantilista contra el libre comercio basado en la seguridad nacional es muy problemático, a pesar de los mercantilistas que dicen lo contrario.
El último ejemplo de esto, es por supuesto, China. Ese país nos exporta una significativa cantidad de antibióticos y otras drogas farmacéuticas. Supongamos que nos desenchufan para ganarnos de mano. ¿Deberíamos haber utilizado aranceles protectores contra la posible militarización de la medicina durante todos estos años? No si valoramos la especialización, la división de labor, y las bondades de la ventajas comparativas.
¿Cómo entonces podemos proteger este país contra tal amenaza?
Desatando nuestra propia industria farmacéutica: no quejarnos de sus altos precios; no amenazándolos con leyes de control de precios.
Entonces, lo que Ronald Reagan llamó la «magia del mercado», desatará incentivos de su parte para estar listos para cualquier eventualidad, y para rápidamente aumentar la producción, si se necesita y donde se necesite.
¿Y qué hay sobre vender armas nucleares a Irán, ISIS, Maduro, al-Qaeda, los talibanes? Hey, esos no son bienes económicos, al menos no como lo contemplan los pro libre mercado. Estamos hablando de alimento, acero, medicinas, etc, aquí. La libre empresa no es un pacto suicida.
Walter Block es presidente de economía en la Universidad Loyola en Nueva Orleans. Es también académico adjunto en el Instituto Mises y el Instituto Hoover.
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