Opinión
En México tenemos actualmente la paradoja de una presidenta elegida por una mayoría aplastante de votos, pero que es débil en el ejercicio de su poder.
Esto dejó de ser una impresión y quedó comprobado en la decisión de que continuará al frente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), Rosario Piedra, instrumentada en el Senado para cumplir el deseo del (ex) presidente Andrés Manuel López Obrador.
Repite así al frente de la CNDH una funcionaria que tuvo un mal papel al frente de un organismo que creado durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, nació con una impronta de autonomía profesional que representó un cambio histórico en materia de derechos humanos en México.
Si bien a lo largo de su existencia después de la brillante gestión de Jorge Carpizo hubo ciertos altibajos, nunca perdió su perfil profesional y su utilidad para evitar excesos en el ejercicio del poder.
Esto hasta que llegó al organismo la señora Rosario Piedra, hermana de un desaparecido en los 70 e hija de una activista de izquierda reconocida por su reclamo en relación con cientos de desaparecidos durante la llamada guerra sucia en la misma década.
Rosario Piedra llevó a la CNDH a su punto más bajo durante el pasado gobierno. Con señalamientos de corrupción, con irrupciones en la vida pública para exaltar al gobierno obradorista, con nula intervención critica o de defensa de derechos humanos, se esperaba un cambio al frente de este organismo.
Si bien la debilidad de la sociedad civil anuló que este cambio fuera con total independencia, es tal el desprestigio de Rosario Piedra que cualquier sustituto era bien visto, así fuera bajo la influencia de la actual presidenta.
Ni siquiera se pensaba que Rosario Piedra pretendiera reelegirse, y si esto sucediera, se le tomara en cuenta. Se sabía que la presidenta Claudia Sheimbaum favorecía el nombramiento de la que fuera titular del organismo correspondiente en la Ciudad de México.
A pesar de haber presentado una carta falsa de apoyo del obispo Vera, reconocido por su apoyo a migrantes y posiciones críticas a los gobiernos de la República, Rosario Piedra se coló entre los finalistas de la selección de candidatos del Senado.
La mano del (ex) presidente López Obrador quedó evidente y desde su ex secretario particular, Alejandro Esquer, hasta Adán Augusto López, su ex secretario de Gobernación, operaron en el Senado para que la decisión del (ex) presidente funcionara. Alegaron «razones de Estado».
En la historia mexicana se conoce como Maximato a la continuidad del poder de un presidente, Plutarco Elías Calles, a través de figuras presidenciales débiles políticamente, quienes solo eran correas de transmisión del caudillo máximo, cuyas órdenes eran ejecutadas también por funcionarios a su servicio en los gobiernos sucesivos al suyo.
La presidenta aparece a veces como secuestrada que padece el síndrome de Estocolmo. Esto sucede mientras la crisis de seguridad se fortalece en distintas regiones del país, la frontera sur en Chiapas más que porosa pareciera ya inexistente frente al conflicto de dos Cárteles en disputa para controlar la trata de migrantes y el narcotráfico fronterizo.
Se decía que con el obradorismo se consolidaba una restauración del viejo régimen priista, pero no la Dictadura Perfecta como la llamó Mario Vargas Llosa, sino el del Maximato, más lejos todavía. No es el funcionamiento de un peculiar sistema político, sino la proyección ominosa de un caudillismo. Todo indica que la República, la idea misma de República, se está desmoronando.
El perfil político de la presidenta se ha desdibujado rápidamente. La idea de que podía haber una «diferenciación sin ruptura» respecto a su antecesor se esfumó y pareciera solo haber sido una ilusión.
Ella misma, como si el anterior (ex) presidente se encontrara todavía en funciones, se encarga de seguir alimentando el culto a la personalidad de López Obrador.
En su programa televisivo, la presidenta ha mencionado cientos de veces al exmandatario, siempre para enaltecer su figura, explicar su gobierno como si estuviera todavía en funciones, comentar los atributos, las realizaciones y los logros de su presidencia como un acontecimiento histórico digno de ser reverenciado.
No lo ha menciona como «el Sol rojo de la Revolución» según se hizo con Mao, pero a veces pareciera que México fuera semejante a la vieja China con un régimen basado en la idolatría.
La imitación en giros verbales de los usados por el (ex) presidente, considerar el ejercicio de gobierno como una repetición incesante de señalamientos en contra de los «corruptos», es decir, sus adversarios, y explicar los asuntos, no resolverlos, como por ejemplo las matanzas: «iban por uno», explicación de la ejecución de diez muertos en un bar, como si «informar» fuera gobernar.
Nos encontramos ante un gobierno sustentado en la propaganda, en el culto a la personalidad del (ex) presidente y empeñado en llevar a cabo reformas radicales, como la defenestración del sistema judicial, reformas creadas en el anterior sexenio, establecidas como la ruta del actual gobierno, dedicado así a seguir sin modificación alguna lo decidido por la voluntad del (ex) presidente.
Y le tocó a una mujer ser la comparsa de esta restauración que, según se advierte, no augura nada bueno para el país. Ningún retroceso de esta naturaleza puede ser positivo.
Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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