El arte de «vivir despacio» puede ayudarlo a vivir de forma más plena

Más, no siempre es mejor; a veces, la verdadera plenitud se encuentra en la sencillez y en un espíritu tranquilo

Por  Walker Larson
18 de julio de 2024 11:30 AM Actualizado: 18 de julio de 2024 11:30 AM

¿Podrías sentarte de forma tranquila durante una hora a ver una grabación de alguien cortando leña o pescando?

En Noruega, la gente lo hace. Se llama «televisión lenta». Una amiga mía que pasó una temporada en Noruega me lo contó, junto con su experiencia intentando aprender danzas folclóricas tradicionales noruegas. Los veteranos le dijeron que tenía que acercarse a la danza «con un poco de paz» o nunca sería capaz de hacerlo. Sus intentos de apresurarse rígidamente en la danza en realidad inhibieron su capacidad para aprenderla con éxito. Este tipo de danzas, como la vida, no pueden bailarse deprisa si uno quiere hacerlo bien. Hay que aprender a relajarse y a mecerse con los compases de la música, igual que la danza de la vida exige que nos balancemos con los ritmos del tiempo.

Este es el mantra de un movimiento llamado «vida lenta». La vida lenta puede definirse como un enfoque de la vida que da prioridad a la calidad sobre la cantidad. Más no siempre es mejor, y una vida plena requiere la capacidad de vivir el momento, apreciar las pequeñas cosas de la vida y dedicar tiempo a las cosas de valor duradero, como las relaciones humanas, las actividades de ocio y la conexión con la naturaleza.

El sitio web Slow Living LDN,fundado en 2018 por Beth Crane, define el estilo de vida de esta manera: «La vida lenta es una mentalidad mediante la cual curas un estilo de vida más significativo y consciente que está en línea con lo que más valoras en la vida». A menudo pasamos nuestros días en piloto automático, siguiendo al rebaño en su loca carrera, asumiendo que lo que la sociedad contemporánea en general parece valorar más dinero, productividad, eficiencia y logros— debe ser lo más importante. La vida lenta nos pide que nos detengamos y examinemos hacia dónde se dirige la carrera de ratas y si queremos formar parte de ella.

Slow Living LDN escribe que «adoptar una mentalidad más lenta es desconectar el piloto automático y dejar espacio para la reflexión y la autoconciencia». Al hacerlo, surgen preguntas como ¿Hacia dónde me dirijo y por qué? Si valoro la familia y las relaciones por encima del dinero, ¿por qué dedico más tiempo a avanzar en mi carrera que a pasar tiempo con mis seres queridos? ¿Para qué sirven todas mis posesiones si no tengo tiempo de saborearlas y disfrutarlas?

¿De dónde viene la vida lenta?

Los europeos parecen más adeptos a entender el principio de la vida lenta que los que estamos a este lado del Atlántico y, como era de esperar, el movimiento de la vida lenta se originó en Italia. En los años 80, un grupo de italianos liderados por Carlo Petrini hizo campaña para impedir la apertura de McDonalds en la Plaza de España de Roma. Como alternativa a la comida rápida —con su tendencia a disminuir la salud y la calidad de los alimentos, reducir la riqueza y diversidad de las prácticas culinarias locales y anquilosar los aspectos culturales y comunitarios de la alimentación—propusieron la «comida lenta».

Los activistas de la comida lenta defienden una alimentación limpia que promueva la diversidad cultural y biológica y unas prácticas alimentarias y agrícolas sanas. Algo tan importante para la vida humana como la comida nunca podría ser «rápido» o una cuestión de mera eficiencia. En 1989, el movimiento se había internacionalizado y contaba con su propio manifiesto, firmado por representantes de 14 países.

Los europeos del movimiento slow food no estaban creando algo nuevo, sino defendiendo algo antiguo: la tradición largamente acariciada de las comidas tranquilas de varios platos a la luz de las velas, regadas con buen vino y fomentando la conversación, la risa y la conexión humana. Entendían que una actividad tan sagrada como comer, tan fundamental para el florecimiento de los cuerpos y las sociedades humanas, debía protegerse de los avances esterilizadores del consumismo, la industrialización y el culto a la eficiencia. Comer rápido es frustrar el propósito de comer.

Los principios del movimiento Slow Food se filtraron a otros ámbitos de la vida. Otro Carl, Carl Honoré, ayudó a popularizar las ideas de la vida lenta en general a través de su libro de 2005 «Elogio de la lentitud». Este libro ayudó a concienciar sobre la importancia de hacer menos, pero mejor, y el movimiento se ramificó en diversas formas, como los viajes lentos, la jardinería lenta, los interiores lentos, el diseño lento, la moda lenta, la paternidad lenta, las noticias lentas y el trabajo lento.

¿Por qué vivir despacio?

En una charla TED de 2005, Carl Honoré explica el valor de la acción deliberada y mesurada en una serie de ámbitos, como la alimentación, la medicina, el trabajo y la escuela. Describe cómo la productividad puede aumentar cuando trabajamos menos horas o cómo los estudiantes pueden sacar mejores notas en los exámenes cuando no están sobrecargados de deberes.

Otros beneficios atestiguados por la multitud de los moviemientos lentos son:

– Reducir el estrés y mejorar la salud

– Experimentar una conexión más profunda con la naturaleza

– Aumentar la creatividad

– Disponer de más tiempo al eliminar las distracciones

– Forjar relaciones más sólidas

El Sr. Honoré resume a vista de pájaro los beneficios de la vida lenta en «Elogio de la lentitud», donde escribe: «El gran beneficio de ir más despacio es recuperar el tiempo y la tranquilidad para establecer conexiones significativas: con la gente, con la cultura, con el trabajo, con la naturaleza, con nuestros propios cuerpos y mentes».

¿Por qué estamos obsesionados con la velocidad y la eficiencia?

Como señala el sitio web Pretty Slow, la vida lenta solía ser omnipresente. Durante siglos, la gente llevaba un ritmo de vida más lento como algo natural. Con una tecnología limitada, gran parte de la velocidad que hemos alcanzado era sencillamente imposible para ellos. Por un lado, llevaban vidas mucho más duras y en entornos más hostiles, pero por otro, vivían más de acuerdo con los ritmos lentos de las estaciones agrícolas, no se enfrentaban a la distracción de la alta velocidad, a los constantes bombardeos de información en forma de redes sociales o televisión, la mayoría de las tareas laborales llevaban más tiempo y requerían una concentración más profunda, y saboreaban los pequeños placeres, quizá porque había menos placeres que disfrutar.

Hoy, la vida se mueve a menudo a un ritmo pulsante, palpitante, frenético, que nos deja mareados y preguntándonos qué monstruo devora todo nuestro tiempo. ¿Qué ha cambiado? Responder a esta pregunta nos llevaría muchos volúmenes. Pero podemos hacer algunas observaciones.

Quizá uno de los motivos sea nuestra creciente distracción. La psicóloga Gloria Mark descubrió en sus investigaciones que la capacidad de atención de las personas disminuye constantemente —de 2.5 minutos de media en 2004, a 75 segundos en 2012, y a 47 segundos en los últimos años. La Dra. Mark también señala que, a medida que disminuye la capacidad de atención y se generaliza la multitarea, aumentan los niveles de estrés. Nuestro constante afán por ser productivos en un sentido monetario o pragmáticonos obliga a realizar varias tareas a la vez, lo que en última instancia aumenta nuestro estrés. Pero como afirma Slow Living LDN «la vida lenta niega que estar ocupado equivalga a tener éxito o ser importante. Significa estar presente y en el momento, celebra la calidad por encima de la cantidad, vivir con intención, ser consciente y considerado».

Gran parte de la civilización moderna se basa en la suposición no examinada de que más rápido y más eficiente es siempre mejor. Esta mentalidad industrial y tecnófila sustenta gran parte del funcionamiento de nuestra economía y nuestro estilo de vida. Siempre estamos fabricando ordenadores más rápidos, tratando de recopilar información más rápidamente (IA), pasando por los autoservicios de comida rápida a mayor velocidad, de camino al siguiente recado o actividad extraescolar.

¿De dónde procede esta mentalidad? Yo sugeriría que el materialismo imperante puede ser una fuente de origen. Una cultura que niega la dimensión espiritual siempre tendrá la tentación de valorar las cosas según su cantidad, su aspecto material mensurable. Podemos cuantificar las cosas cuando decimos: «He ganado X cantidad de dólares o he realizado X número de tareas». El crecimiento espiritual, la profundización en las relaciones o la mejora de la contemplación de la realidad son, por el contrario, mucho más difíciles de medir. No tiene un resultado material evidente. Y, por tanto, una mentalidad científica y materialista no lo valorará.

Honoré propone que nuestra adicción a la velocidad puede derivar de la visión occidental del tiempo, que lo considera lineal, como un recurso limitado que se escapa lentamente. Lo contrapone a las culturas que ven el tiempo de forma cíclica, como un patrón recurrente, que subsiste en una calma continua que rebosa abundancia. Aunque creo que tiene algo de razón, merece la pena señalar que, incluso en Occidente, nuestra relación con el tiempo ha evolucionado a lo largo de los siglos. En la Edad Media, por ejemplo, escritores como Dante veían el tiempo como un eco y un reflejo de la eternidad, con el ciclo incesante del año litúrgico reflejando las interminables edades del más allá.

Si la mirada estuviera puesta en la eternidad, uno se preocuparía más por vivir bien que por apresurarse a realizar actividades como si la muerte fuera el fin de todo. En realidad, podríamos llegar a decir que nuestra actitud ante la muerte determinará nuestra actitud ante el tiempo.

En su charla TED sobre el valor de la lentitud, el Sr. Honoré también reflexiona sobre la faceta filosófica, espiritual y psicológica de la cuestión. «Hay una especie de dimensión metafísica. La velocidad se convierte en una forma de aislarnos de las cuestiones más importantes y profundas. Nos llenamos la cabeza de distracciones, de ocupaciones, para no tener que preguntarnos: ¿Estoy bien? ¿Soy feliz? ¿Están creciendo bien mis hijos? ¿Están los políticos tomando buenas decisiones en mi nombre?».

La verdad es que frenar es difícil. Aunque un estilo de vida de alta velocidad pueda degradar nuestro cuerpo, mente y alma, nos aferramos a él porque simplemente es más fácil. El silencio, el espacio y la tranquilidad nos dan espacio para contemplar asuntos que van más allá de la practicidad inmediata del momento, ya sean nuestras experiencias pasadas, nuestros sueños futuros o la naturaleza del propio universo. Pero muchos de nosotros preferiríamos no enfrentarnos a esas realidades, aunque esa confrontación nos lleve a una existencia más humana y plena.

Como dice Aristóteles: «Todos los hombres, por naturaleza, desean saber». El ajetreo puede desviarnos de esa vocación elevada, desafiante, aunque satisfactoria: conocernos, conocer la verdad, plantearnos cuestiones importantes y, en última instancia, encontrar el sentido de la vida.


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