Dañino hasta que se demuestre lo contrario

Por Raw Egg Nationalist
11 de abril de 2023 5:28 PM Actualizado: 11 de abril de 2023 5:28 PM

¿Cuán diferentes serían las cosas —cuánto más sanos y felices seríamos, como individuos y como sociedad— si adoptáramos el planteamiento de que las innovaciones en nuestro modo de vida son probablemente perjudiciales hasta que se demuestre lo contrario?

Lo digo en serio. ¿Qué daños habríamos evitado en el pasado si hubiéramos esperado a las pruebas o los estudios, si hubiéramos tenido menos ganas de tomar las cosas al pie de la letra y si hubiéramos evaluado a fondo las innovaciones nuevas y necesarias para detectar consecuencias imprevistas?

Mi pregunta viene motivada por la noticia de que GOOD Meat, la división de carne cultivada en laboratorio de Eat Just Inc, ha recibido la aprobación de la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA) para empezar a vender su primer producto —pollo cultivado— al público estadounidense.

Muy pronto, por primera vez en la historia, los estadounidenses podrán comer carne de pollo cuya producción no ha requerido el sacrificio de un pollo. Toda la nutrición, todo el sabor, sin la crueldad de la cría industrial ni las temidas emisiones de carbono resultantes. Si cree que esto suena demasiado bueno para ser verdad, está en lo cierto.

Aunque los productores de carne cultivada en laboratorio, como GOOD Meat, afirman que su producto es indistinguible de la carne tal como la conocemos —la carne cultivada no es una copia o aproximación de la carne: es carne—, lo cierto es que este nuevo producto difiere en un aspecto fundamental de la carne que usted o yo estamos acostumbrados a comer.

Las células animales de las que está hecha la carne cultivada en laboratorio se replicarán sin fin en las condiciones adecuadas, igual que las células cancerosas. Funciona exactamente igual. Además de ser poco apetecible para la mayoría de los consumidores: «¿Alguien quiere filetes con cáncer?». «No, creo que paso…». El método de cultivo de carne en laboratorio plantea auténticos problemas de seguridad. Fabricantes como GOOD Meat lo saben, y por eso no quieren hablar de ello, como revela artículo reciente de Bloomberg.

La mayoría de las formas de carne cultivada en laboratorio se hacen con lo que los científicos conocen como «líneas celulares inmortalizadas», células que, ya sea de forma natural o mediante intervención (como la exposición a la radiación, la modificación genética o el uso de una enzima), se replican sin fin.

El primer uso de líneas celulares inmortalizadas en medicina sigue siendo controvertido. La línea celular HeLa lleva replicándose en cultivo desde 1951, cuando se extrajo del tumor de una mujer afroamericana —sin su consentimiento— en el Hospital Johns Hopkins de Baltimore. El caso de Henrietta Lacks se compara a menudo con el tristemente célebre estudio sobre la sífilis de Tuskegee como un ejemplo de ética médica que salió muy mal, aunque incluso los críticos suelen señalar que la línea celular se ha utilizado en una serie de importantes avances médicos.

A los científicos les gustan las líneas celulares inmortalizadas porque no necesitan recoger nuevas muestras: basta con alimentarlas bien para que sigan viviendo. Recientemente, se han utilizado líneas celulares inmortalizadas, obtenidas a partir de tejido fetal abortado, en la creación de algunas de las vacunas contra COVID-19.

A los fabricantes de carne de laboratorio les gustan las líneas celulares inmortalizadas por las mismas razones que a los científicos. Una vez obtenidas las líneas celulares, no es necesario volver a tomar muestras de un animal. Esto significa, entre otras cosas, que se puede comercializar el producto como «sin crueldad» y apto incluso para vegetarianos y veganos.

El problema, para nosotros, es que los humanos no tienen antecedentes de consumo de células que se comporten como cancerígenas, como parte de su dieta. En los últimos 200,000 años de nuestra historia como homo sapiens modernos, es probable que hayamos consumido tejido canceroso solo por accidente, nunca intencionadamente. Las historias de miedo ocasionales sobre carne industrial «plagada de tumores» que se venden al público son solo eso: historias de miedo.

No se trata solo de un problema de imagen para la carne cultivada en laboratorio, que, como parte del «segmento de alimentos alternativos», ya tiene que enfrentarse a actitudes profundamente desfavorables entre el público en general. Numerosos estudios y encuestas de opinión ya han revelado que, si se les da la libertad de elegir, la mayoría de los consumidores no quieren comer productos como «carne de origen vegetal» o «leche de origen vegetal». Con razón, no se creen las afirmaciones sobre la salud o el sabor que se hacen en favor de tales productos.

En una encuesta reciente, el 73 por ciento de los hombres australianos declararon que preferirían perder diez años de su vida antes que renunciar a la carne. Por eso, empresas como Oatly, en línea con las recomendaciones de los investigadores, recurren a la presión social —incluida la vergüenza— para convencer a la gente de que compre sus productos, y los defensores de una transición global hacia dietas basadas en plantas apuestan por la inflación armamentística y la intervención gubernamental.

Algunos pequeños productores de carne cultivada en laboratorio intentan ahora utilizar tecnologías distintas de las líneas celulares inmortalizadas, porque saben que «cáncer» solo puede ser una asociación desastrosa para un producto alimentario. No está claro si tendrán éxito. Sin embargo, los llamados Tres Grandes —GOOD Meat, Upside y Believer— siguen adelante con el uso de esta tecnología.

Tanto GOOD Meat como Upside han conseguido convencer a la FDA de que sus productos son seguros para el consumo. GOOD Meat también ha logrado convencer al gobierno de Singapur de que su producto es seguro, y ya se sirve a clientes de pago en distintos lugares, desde restaurantes de lujo a vendedores ambulantes.

Pero aunque los científicos entrevistados por Bloomberg para su artículo sobre la carne cultivada en laboratorio afirman que no creen que comer líneas celulares animales inmortalizadas pueda provocar cáncer, lo cierto es que no podemos estar tan seguros. Como digo, no hay antecedentes de consumo de tales productos en nuestra historia dietética que se remonte a cientos de miles de años. No hay datos de seguridad a largo plazo que nadie —ya sea el director general de Eat Just, un representante de la FDA o un comentarista de Twitter— pueda señalar.

No se puede ignorar la amenaza del cáncer. El gobierno italiano se está tomando la amenaza lo suficientemente en serio como para prohibir la carne cultivada en laboratorio, como parte de medidas más amplias para evitar la adulteración del suministro de alimentos italianos con nuevos productos alternativos, incluida la harina de insectos. Pensemos en lo siguiente.

En primer lugar, sabemos que el genoma humano contiene cientos de genes que ha adquirido «horizontalmente» (es decir, de fuentes distintas a nuestros padres y antepasados, como las bacterias). No sabemos exactamente cómo ni cuándo ha sucedido esto, pero sabemos que ha sucedido y eso significa que podría volver a suceder. En segundo lugar, se ha demostrado que genes completos pasan de los alimentos que ingerimos a nuestra sangre. En tercer y último lugar, las investigaciones han demostrado que la transferencia horizontal de genes es una parte fundamental de la progresión de los cánceres.

Los cánceres crean burbujas, también conocidas como exosomas, mediante las cuales pueden transferir material genético a las células sanas y convertirlas en cancerosas. No hay ninguna razón para dudar, por tanto, de que los genes cancerígenos de la carne cultivada en laboratorio (también conocidos como «oncogenes») podrían incorporarse al genoma de quien los come, potencialmente en cualquier parte del cuerpo, con efectos desastrosos.

Entonces, ¿por qué nos estamos acercando a una situación en la que la gente podría comer carne cultivada en laboratorio con la misma regularidad con la que ahora come carne de verdad?

Sabemos por qué empresas como GOOD Meat, y los organismos reguladores con los que están en connivencia, no quieren que procedamos con cautela: tienen mucho dinero que ganar. (Si todavía piensa que existe algún tipo de «separación» entre el poder corporativo y el gubernamental en estos asuntos, solo tiene que mirar cómo el aspartamo, el edulcorante omnipresente, terminó siendo autorizado como «seguro para el consumo», a pesar de las primeras pruebas de que estaba implicado en el cáncer cerebral. Por su participación en el proceso, Donald Rumsfeld, más conocido como uno de los arquitectos y aprovechados de la guerra de Irak, acabó cobrando 12 millones de dólares).

Tanto si hablamos del aspartamo, del jarabe de maíz con alto contenido en fructosa o de los cultivos modificados genéticamente, la decisión de proceder a su incorporación masiva a nuestras dietas ha sido una ganancia para las empresas y una pérdida para nosotros.

Ahora sabemos, por ejemplo, que el aspartamo y otros edulcorantes artificiales tienen consecuencias negativas graves y de gran alcance, desde el potencial de causar cáncer y esterilidad hasta la alteración masiva de la función intestinal; que el jarabe de maíz de alta fructosa no se consume como una alternativa a los azúcares «tradicionales», sino además de ellos, lo que significa más calorías inútiles; y que el consumo de maíz transgénico por los estadounidenses se corresponde casi 1:1 con la explosión de la obesidad en las últimas décadas.

La transición a una dieta global basada en plantas, aparentemente en nombre de salvar al planeta del cambio climático y alimentar a una población mundial que alcanzará los 10,000 millones a mediados de siglo, permitirá a las corporaciones un control casi total sobre el suministro de alimentos. Esta es la base del Gran Reajuste.

No solo nuestra comida está sujeta a la actitud displicente de «seguro hasta que se demuestre lo contrario». No se trata de un fallo del sistema. Nuestro medio ambiente está ahora bañado en sustancias químicas nocivas, sobre todo, pero no exclusivamente, sustancias químicas relacionadas con los plásticos porque nos permitimos hacernos totalmente adictos a ellos, mucho antes de saber el error que habíamos cometido.

Se han identificado más de 2400 sustancias químicas potencialmente preocupantes en los plásticos o en su producción, y ciertas sustancias químicas como el bisfenol A y los ftalatos están implicadas en una crisis mundial de fertilidad que podría hacer que los seres humanos no pudieran reproducirse de forma natural en 2045.

Un desafortunado efecto secundario de las actuales normas de autorización de sustancias químicas es que, incluso cuando una sustancia química se identifica como peligrosa, su sustituto a menudo resulta ser tan malo o peor que la sustancia química a la que sustituye.

Recientemente se ha demostrado que el acetil tributil citrato (ATBC), una alternativa «segura» a los ftalatos, perjudica el desarrollo neuronal, y la exposición materna puede provocar daños cerebrales al bebé. Dentro de 15 años, quizá descubramos que la nueva alternativa al ATBC tampoco es más segura. Al menos a mí no me sorprendería.

No estoy argumentando que debamos resistirnos a toda innovación. La innovación, cuando aporta cambios deseables, es bienvenida. Estoy escribiendo este artículo en un ordenador personal, una maravilla de la tecnología que ha hecho mi vida inconmensurablemente mejor, aunque a veces provoque frustraciones si se compara con una simple máquina de escribir o papel y bolígrafo.

Lo que quiero decir es que, como sociedad, deberíamos ser capaces de reflexionar un poco más y con mayor profundidad sobre las posibles consecuencias de los nuevos productos y tecnologías, especialmente cuando su objetivo —como la carne cultivada en laboratorio y otras proteínas alternativas— es alterar hábitos que han servido perfectamente a los seres humanos desde el principio de los tiempos.

Sin embargo, no sería fácil, ya que supondría desafiar a algunos de los intereses creados más poderosos del mundo actual. Para ellos, el tiempo es dinero. Para el resto de nosotros, es la diferencia entre la salud y la enfermedad.

Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista de The Epoch Times.


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