Durante la primera mitad de la década de los ochenta, Cuba gozaba de una aparente prosperidad. Se percibía en las tiendas donde encontrábamos latas de ajíes pimientos rellenos y melocotones en almíbar de Bulgaria, jabones Jubileu rumanos o cuchillas de afeitar soviéticas Sputnik.
Teníamos también papel sanitario. Era de fabricación nacional, de color “amarillento” y salpicado de letras o incluso alguna que otra frase impresa por haber sido elaborado con restos de periódicos, pero al menos le teníamos.
La sensación de bonanza creo más bien era condicionada por la inocencia de no saber nosotros, los hijos nacidos con la revolución, lo que en realidad significaba prosperidad.
En el lejano caribe soñábamos con el socialismo “desarrollado”, donde algún día tendríamos reproductoras de casetes y ropas vistosas como las que traían quienes estudiaban en Polonia o Checoslovaquia. Aunque nuestro socialismo todavía no despegaba, gracias a la manutención soviética y del campo socialista vivíamos en lo que pensábamos era una Cuba “boyante”, donde la gente ni se molestaba en comprar algunas de las revistas rusas amontonadas en los estanquillos de prensa (falta que nos harían después).
El apoyo del bloque comunista, con la Unión Soviética a la cabeza, permitía a un endemoniado Castro lanzar gritos e improperios a los “Yanquis”, sin siquiera mencionar en aquellos tiempos el embargo o bloqueo, como les gusta a ellos que le llamen. También por aquellos años se podía tratar con menosprecio a los cubanos del exilio (los gusanos o la escoria) o sacar pecho ante medio mundo despachando cubanos inocentes a pelear y morir a un país que terminó dándonos la espalda (gracias, amigos angolanos… nos lo merecemos).
Un primo que estudiaba en la RDA –o Alemania comunista, para más seña– cuando hicieron añicos el muro pasó esa misma noche a la “otra Alemania”, y me contó que lo que ellos creían era un país socialista desarrollado y rico, no era más que un espejismo. Nivelar en algo las dos Alemanias terminó costando más de 2 trillones de dólares a los occidentales.
El globo se desinfló en la Europa socialista, y en la Cuba de mediados de los ochenta comenzó a escasear literalmente todo. El país se adentraba en un periodo oscuro y lúgubre, al que denominaron “periodo especial”, que de especial tenía poco, y de periodo mucho menos.
Tan “especial” fue el periodo, que miles de cubanos murieron a causa de la neuropatía epidémica, provocada por deficiencias nutricionales. Los cubanos nos transformamos en asiáticos, pues casi todo lo que volaba o caminaba terminaba en las cazuelas, incluyendo serpientes y gatos.
Mientras tanto, en los inodoros, nuestros anos (así sin tilde) vieron cualquier variedad de papeles impresos, pues el sanitario de rollo “amarillento” también se esfumó. Los diarios del partido y la juventud comunista (Granma y Juventud Rebelde) eran los menos apetecidos, por el papel duro y la tinta negra que manchaba. Revistas rusas como Novedades de Moscú, con papel suave y abundantes páginas, comenzaron a ser más codiciadas.
Una mañana de carrera al baño me llevé un ejemplar de esta revista, y así fue que conocí la Glasnost y la Perestroika en la soledad de mi retrete. Gracias a la escasez de papel sanitario descubrí que todo lo que me habían contado era una gran mentira. Que los rusos también tenían racionamiento y pasaban hambre, hacían colas, que la corrupción era rampante y les apresaban si se pronunciaban en contra del gobierno, y que había un tipo que tenía una mancha en la frente y se llamaba Gorbachev que quería cambiar todo aquello.
Gracias a la escasez de papel sanitario desapareció la venda que en mis ojos la propaganda oficial había colocado, y que, hasta hoy, me hace dudar del discurso oficial de cualquier gobierno, y lo reitero: de cualquier gobierno, pero mucho más de los comunistas. Siempre busco respuestas por mí mismo, y a la vez, también desde aquellos años busco el papel sanitario más suave que encuentre en el supermercado. Debe ser el estrés post traumático.
Gorbachev, en medio del proceso de subsanar lo irreparable en el bloque socialista, se dio una vueltecita por Cuba en 1989, donde a la sazón, ya todas las revistas rusas estaban prohibidas. ¿Quién lo imaginaría?
Nosotros, hinchados de ganas de cambio, cifrábamos las esperanzas en el “bolo” (así les llaman a los rusos en Cuba) pero no contábamos con la astucia de un viejo y sombrío político caribeño. Fidel no le perdió “pie ni pisada” a Gorbachev durante la visita, y mucho menos lo dejó hablar. Recuerdo un encuentro con la prensa extranjera donde el ruso (¿o todavía eran soviéticos?) se notaba incómodo por las constantes interrupciones y atajadas del comandante. A Cuba no llegaron ni la perestroika y mucho menos la glasnost.
Sin penas ni glorias pasaron luego por la isla el expresidente Carter y el Papa Juan Pablo II, quien acuñó aquello de: “Que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a Cuba”. Cuba no se abrió. Siguió cerrándose aún más hasta que Obama, al final de su segundo mandato en el 2016, movió ficha y se acercó a la isla con buenas intenciones, o al menos eso parecía.
Mientras en Miami rabiaban acusándolo de todos los improperios imaginables, él se paseaba en “the Beast” por el malecón habanero, aparecía en el programa humorístico más popular de la televisión cubana o cenaba con su familia en un Paladar (restaurante privado).
Fidel, quien ya en aquellos días iba pidiendo vía para el más allá (moriría ocho meses después) publicaba en Granma, el diario oficial del Partido Comunista (el que la gente no quiere usar ni cuando no tienen papel sanitario), una de sus más intrigantes reflexiones titulada: “El hermano Obama”. Ya retirado, como un león viejo y cansado al que todavía la manada temía su zarpazo, dejaba claro que el acercamiento con el poderoso vecino no le agradaba. El astuto león sabía que “el roce hace el cariño” y nada menoscabaría más su revolución antiimperialista que un imperialismo amistoso.
Repasando su reflexión encontré esta cita, donde una vez más, Fidel demuestra que su ingenio político en nada se correspondía con sus nociones de economía. “Advierto además que somos capaces de producir los alimentos y las riquezas materiales que necesitamos con el esfuerzo y la inteligencia de nuestro pueblo”, afirmaba. Otro de los tantos pronósticos fallidos del comandante.
Estando aún en la Habana, el presidente Obama anunciaba un acuerdo con Google que permitiría ampliar el acceso a Internet en la isla, con más conexiones de wifi y banda ancha. Obama sermoneaba con una doctrina distinta a las peticiones de mano dura de la mayoría de los exiliados cubanos en el sur de la Florida.
En su visión (la que comparto), mientras más hoyos se hagan en la cortina de hierro comunista más débil se torna. El contacto y acceso a la información destruyen mitos y abren canales por los que se cuela la democracia, pensaba Obama, pero… llegó el próximo presidente.
Trump prácticamente revirtió pieza a pieza todo lo que Obama hizo, y la política de acercamiento a Cuba no fue la excepción. Apretó las tuercas del embargo y logró junto al COVID secar las ya exhaustas arcas de la dictadura cubana. Algunos le adjudican mérito por los disturbios del 11J, pero la realidad es mucho más compleja.
Lo que allí sucedió el 11 de julio pasado, al menos en la magnitud que sabemos, no hubiese sido posible sin el acceso de los cubanos a Internet en sus teléfonos móviles. Tampoco podríamos haber visto tantos videos sobre los maltratos de los uniformados y las turbas movilizadas por el gobierno. Mucho menos las denuncias de abusos, arbitrarios arrestos domiciliarios, hospitales colapsados o entierros en fosas comunes que han venido después. A pesar del opresivo cerco gubernamental que bloquea el acceso a páginas y portales de Internet que disienten del discurso oficial, miles de cubanos ya no esperan que el noticiero de la televisión estatal les dé su versión de los hechos.
Obama puede que haya mostrado su sonrisa guasona cuando se enteró que toda Cuba ardía gritando “Libertad”, “Patria y vida” o “No tenemos miedo”. Fidel en su gigante pedrusco seguro blasfemó mil veces remachando: “se los advertí, cabrones”.
En la Cuba de estos días el papel sanitario ha comenzado nuevamente a ser un objeto de lujo. Ya no hay revistas rusas en los estanquillos como la alternativa que en mis tiempos encontrábamos, pero hay miles de teléfonos móviles conectados a la telaraña mundial en los que poco a poco, los isleños siguen quitándose la venda de sus ojos, cómo logré hacerlo yo hace 35 años leyendo Novedades de Moscú.
En historia no soy ilustrado, pero no conozco país o dictadura que haya sucumbido ante sanciones o embargos. No han caído Corea del Norte, Siria, Irán o Cuba. Sus pueblos empobrecidos sufren, mientras los jerarcas disfrutan los mejores manjares y exquisiteces, tienen las medicinas y tratamientos más caros y amasan fortunas encubiertas.
Casi me olvidaba, a la casta tampoco le falta el papel sanitario. Qué pena.
Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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