Comentario
El presidente Donald Trump tiene razón al tomar medidas para revocar el estatus comercial especial de Hong Kong, pero no por las razones que creen el secretario de Estado Mike Pompeo, el senador Marco Rubio (R-Fla.) y otros halcones democráticos.
Involucrar a Hong Kong en la «guerra comercial contra China«, a corto plazo, intensificará las tensiones sino-americanas, pero podría, a largo plazo, si hay una unión a otras políticas en la misma línea, ayudar a sacarnos de «alianzas extranjeras, ataduras e intrigas», tomando prestado el lenguaje del famoso discurso de despedida de George Washington.
El anuncio de Pompeo al Congreso, de que Hong Kong ya no es autónomo de China, es sin duda un tipo de advertencia con poco sustento en nombre de la democracia en lugar de un movimiento motivado por un deseo de una mayor soberanía económica nacional y menos enredos extranjeros innecesarios, pero de todos modos podría tener efecto bajo Trump.
Hasta ahora, Trump ha mostrado poco interés en involucrar a Estados Unidos en la difícil situación de Hong Kong, por noble que sea. Podemos esperar que Trump, si no su administración, esté empezando a resistir la tendencia de casi todos los presidentes de Estados Unidos, desde William McKinley, y se esté preguntando qué beneficio trae, para los intereses nacionales de Estados Unidos, la participación en la causa de la libertad de otra nación.
Ha llegado el momento de romper el hechizo del intervencionismo liberacionista que ha encantado por mucho tiempo a los artesanos de la política exterior de Estados Unidos. Esto comienza convirtiendo este potencial punto crítico con China sobre Hong Kong en un componente de la reducción estadounidense y un movimiento hacia un mayor nacionalismo económico, en lugar de una sanción económica en nombre de un objetivo ideológico.
El estallido del nuevo coronavirus ha dejado en claro que la reducción económica y política está en marcha. Desde las enfermeras y los médicos que necesitan EPP hasta los fabricantes de medicamentos que no pueden obtener suministros que salvan vidas, somos testigos de los peligros de deslocalizar nuestra fabricación, por no hablar de las ciudades y vidas destruidas por las políticas que han alentado la exportación de empleos estadounidenses.
Trump ya ha tomado medidas para proteger a las empresas estadounidenses de la interferencia china, las universidades están comenzando a tomar medidas enérgicas contra las células del Partido Comunista chino, contra la infiltración que estas han hecho en los campus a través de los auspicios de los «Institutos Confucio». Además, las empresas están echando un segundo vistazo a la deslocalización, tras haber visto la fragilidad de una cadena de suministro global.
Incluso antes del estallido de COVID-19, estas tendencias eran evidentes con el ascenso del llamado populismo en Estados Unidos y Europa. Ahora, se ha vuelto aún más evidente que la soberanía nacional no solo es la condición sine qua non del estado, sino también una expresión básica de la naturaleza humana.
La velocidad con la que se cerraron las fronteras en todo el mundo, a pesar de las vociferantes advertencias de la clase política ilustrada de que tales acciones constituían xenofobia, racismo, etc., demuestran la fragilidad de la construcción de la «comunidad global» frente a las graves amenazas para el bienestar de una nación.
El estado-nación no está dando paso a una «comunidad internacional», sino que está demostrando su relevancia y propósito como la entidad que más protege y administra a su propia gente. La muerte a la llegada de la Liga de Naciones de Wilson en forma de la Segunda Guerra Mundial ya debería habernos enseñado esa lección, pero parece que otra calamidad global debe enseñárnosla una vez más. Esperemos que la calamidad sea simplemente la pandemia y no la Tercera Guerra Mundial.
Hong Kong no es una excepción a la regla de la nación primero. Pero tampoco lo es Estados Unidos. Si las tensiones aumentaran aún más entre Hong Kong y China y Hong Kong fuera a afirmar su independencia, incluso a punta de pistola, ¿intervendría Estados Unidos? ¿Vendería armas y ayudaría al enemigo de una China con armas nucleares? Estas son consideraciones para Trump y su equipo de política exterior.
Un gran estadista estadounidense advirtió a los estadounidenses contra «ir al extranjero en busca de monstruos para destruir». Estados Unidos es “el que hace bien la libertad y la independencia de todos. Ella es la campeona y reivindicadora sólo de los suyos”, dijo John Quincy Adams en 1821.
Este discurso ha estado en el centro de atención a medida que las ideas de una política exterior más restringida se han posicionado en Estados Unidos. Y por una buena razón. Los últimos 70 años de guerras libradas en nombre de la «liberación» han demostrado el significado real y concreto de las palabras proféticas de Quincy Adams, las cuales advirtieron que al librar la guerra en nombre de otros, incluso en nombre de la libertad, » las máximas fundamentales de la política [de Estados Unidos] cambiarían insensiblemente de la libertad a la fuerza. La frente sobre sus cejas ya no brillaría con el inefable esplendor de la libertad y la independencia; en su lugar aquel brillo sería sustituido por una diadema imperial, con un brillo falso y empañado, tendría un resplandor turbio de dominio y el poder».
Los encargados de las Relaciones Internacionales «realistas» han argumentado durante mucho tiempo la inutilidad de entrometerse en nombre de la liberación de un pueblo extranjero. Sin embargo, pocos han rastreado este impulso sobre la política exterior estadounidense en los orígenes más profundos y en la psique de figuras como Thomas Jefferson e incluso, a veces, en Quincy Adams y muchos otros.
Anteriormente en el discurso del 4 de julio de Quincy Adams, se hace eco del sentimiento general de Jefferson y de otros grandes pensadores de que la forma de gobierno que tomó Estados Unidos fue «la única base legítima del gobierno civil».
«Era la piedra angular de un nuevo tejido», dijo Quincy Adams, «destinado a cubrir la superficie del globo».
Este tipo de democratismo dialéctico es posiblemente la semilla de la cual ha surgido nuestra política exterior de intervencionismo. La visión oxímorona de Jefferson sobre Estados Unidos, como un «imperio de libertad», presagia un legado como el que tenemos ahora. Woodrow Wilson, otro gran demócrata, parecía creer que llevar a Estados Unidos a la guerra cumplía la creencia de Quincy Adams sobre la Declaración de Independencia, que «demolió de golpe la legalidad de todos los gobiernos fundados en la conquista».
Afirmar que cualquier gobierno que se desvíe de la forma de gobierno de Estados Unidos es peligroso, hace un llamamiento a los posibles salvadores y cruzados humanitarios para que presionen en nombre de los pueblos ignorantes del mundo, que siempre deben estar entre nosotros. Es fácil ver cómo el sentimiento estadounidense de buenos deseos, cuando está respaldado por una filosofía de la historia que imagina la democracia como el curso inevitable del mundo, evoluciona hacia la intervención armada en apoyo de ese destino imaginario.
Trump debería ser un simpatizante de la libertad e independencia de Hong Kong. No debería enredar a esta nación en otro asunto más de un país extranjero que lucha contra un opresor, lo que sin duda es el Partido Comunista Chino. Es hora de poner el clavo en el ataúd del intervencionismo, la gran estrategia fallida del siglo XX y principios del XXI, y recurrir a otra de nuestras estrategias de política exterior, el compromiso limitado.
Emily Finley tiene un Ph.D. en Política de la Universidad Católica de América y es una becaria postdoctoral en la Universidad de Stanford. Es la editora en jefe de Humanitas, una revista de política y cultura, publicada por The Center for the Study of Statesmanship.
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