Opinión
En aquellos tiempos de transición democrática, los debates presidenciales en México se convirtieron en una de las novedades democráticas que comenzaron a dejar atrás la hegemonía del partido único o partido de Estado, a la que un proyecto como es el propuesto por Morena quiere retornar.
El primer debate de esta naturaleza fue el de hace treinta años en aquel año turbulento de 1994, después del alzamiento zapatista, el asesinato de Luis Donaldo Colosio y las presiones devaluatorias que sufría el peso mexicano respecto al dólar, fundamentalmente por un desequilibrio en la balanza de pagos.
Los contendientes eran Ernesto Zedillo, por el PRI, Diego Fernández de Ceballos por el PAN y Cuauhtémoc Cárdenas por el PRD. El candidato panista brilló por su retórica frente a un apagado Cuauhtémoc en su segunda candidatura y un burocrático Zedillo. La sombra del carismático Luis Donaldo Colosio ausente estaba presente, sin embargo la enjundia del candidato panista pareció afectar al candidato del oficialismo y borrar al hijo del general Cárdenas, en ese entonces líder de la izquierda.
El resultado electoral fue finalmente un triunfo contundente de Ernesto Zedillo, provocando la idea de que el debate no había modificado realmente las tendencias de voto. Vino luego el célebre debate entre Francisco Labastida del PRI, Vicente Fox del PAN y la última participación de Cuauhtémoc Cárdenas del PRD.
La historia de este debate fue interesante, porque modificó radicalmente la tendencia del voto e influyó en el triunfo de Vicente Fox, creando la primera alternancia democrática en el país. Las encuestas situaban a Labastida con una cómoda ventaja de 20 pts., respecto a su principal opositor que era Vicente Fox.
Labastida era asesorado por un consultor estadounidense, quien en su preparación del debate le sugirió, con espíritu puritano, que el candidato priista se quejara de varios improperios por parte del candidato panista, un ranchero llevando a cabo una campaña fuera de los cánones rígidos del comportamiento público de los políticos del establishment.
“Me ha dicho lavestida, mariquita… etcétera”, expuso en su intervención el priista, repitiendo varios de los insultos contra su persona proferidos por Fox, quien respondió: “A mí se me puede quitar lo grosero, pero a ustedes lo corruptos nunca…”.
El resultado de ese debate fue que al día siguiente las encuestas mostraban un desplome de 10 pts. de la candidatura de Labastida, que siguió a la baja hasta ser vencido en la elección por Fox, quien habría de inaugurar así la alternancia política en la Presidencia de la República.
Si bien Fox era desparpajado para hablar, no era ingenioso. Ahora se sabe que en el juego hubo una filtración por parte de uno de los consultores del debate, que trabajaba para ambos candidatos. Así como en las estrategias de Estado el papel de los asesores puede ser importante, en el ámbito competitivo electoral de la política puede darse lo mismo y no siempre con base en la ética profesional.
Posterior a estas experiencias, los partidos políticos han intervenido en el hoy Instituto Nacional Electoral (INE) para controlar los debates y convertirlos, en lo posible, en ejercicios anti climáticos. Debates aburridos le convienen a las burocracias de los partidos, así se liman confrontaciones de fondo y crean el ambiente de negociación post electoral para beneficio de sus intereses particulares.
Hoy vivimos una sociedad que, gracias a las redes sociales, pareciera más politizada que antes. En el fondo han renacido con fuerza viejos componentes de la dictadura perfecta de antaño: conformismo social, tendencia a fortalecer un partido hegemónico encargado de los repartos de poder y un culto a la personalidad del presidente semejante al de los países comunistas, con una figura presidencial dogmática, mesiánica, redentora.
Quizás la única diferencia con ese pasado es que este Presidente-Tlatoani (señor de la palabra) terminaba su periodo y se diluía para permitir surgiera uno nuevo emergente. Morena retrocede más allá y todo indica que quiere instaurar el proyecto de Maximato, que desde los años treinta del siglo XX quedó superado después del experimento del general Plutarco Elías Calles.
La candidata oficialista, Claudia Sheinbaum, es vista como una continuidad controlada, sin perfil propio, lo que es su fuerza por la lealtad de las bases de su partido y de los sectores sociales que le dan prioridad a los beneficios que se atribuyen al presidente. Pero que es también su debilidad, convertida en títere.
Por su parte, la candidata de la Oposición, Xóchitl Gálvez, no ha logrado tener el control de los temas sustantivos en esta elección. En gran parte esto es atribuible a inconsistencias de su estrategia y de la incapacidad de comunicación política de su campaña, para aprovechar mejor el desgaste presidencial y un espacio abierto con los electores que no han decidido su voto o mantienen un voto inercial hacia Morena.
Sin embargo, el empuje de las clases medias en gran medida descontentas con el gobierno en general y con el obradorismo en particular, se convierte en un impulso de su campaña y de ella como candidata que conecta muy especialmente con estos sectores.
Llega así a un debate de reglas rígidas, convertido más bien en un foro de exposición de propuestas generales y no tanto de debate. Además, el error de haber dado un puesto de campaña a su hijo lo han aprovechado sus adversarios al poder potenciar así un incidente personal donde hubo expresiones consideradas clasistas.
Esa fue la respuesta a su denuncia sobre la corrupción de los hijos del presidente, señalados de usar el tráfico de influencias para favorecer a amigos, primos y empresarios confabulados para aprovechar contratos millonarios y proveedurías deficientes. Lo que va más allá de una mala noche.
El país adolece de capacidad de debate. El presidente López Obrador convirtió la descalificación, la propaganda, el argumentum ad hominem, su culto a la personalidad, en los elementos imperantes de la conversación pública. No gobierna, pero habla. Y ese hablar se convierte en aquello que los griegos antiguos consideraban anulaba la democracia: el poder de la demagogia.
Claudia Sheinbaum queda definida por la imitación, la idea de un mimetismo que la consagra: Hugo Chávez fue el primero que recientemente dijo que ya no se pertenecía, sino su vida era del pueblo, lo mismo dijo después López Obrador al proclamar: “yo ya no me pertenezco, soy del pueblo de México”. Ahora Claudia Sheinbaum dice lo mismo, que ya no se pertenece: “soy del pueblo de México, porque ahora represento una esperanza”. ¿Propone entonces la diarquía, el gobierno de dos?
El retorno del viejo presidencialismo pretende consolidar un sistema demagógico, autoritario, que protege la corrupción, crea atraso, desvirtúa la democracia y con la figura del “pueblo” se suprime la condición ciudadana y en nombre del pueblo se pierden los límites de la ley, de la democracia, de la técnica y del sentido común.
El proceso de la transición democrática le fue poniendo límites al presidencialismo y aun así los errores y abusos que se pueden acreditar de los últimos sexenios tienen correspondencia con ese presidencialismo que sólo puede funcionar democráticamente a través de los contrapesos institucionales y sociales (el Poder Judicial, el Congreso, la diversidad política, los medios de comunicación).
Xóchitl Gálvez ha esbozado tres temas: 1.º La solución de la crisis de inseguridad que padece el país, 2.º revertir la supresión de los programas sociales que eliminó el actual gobierno: el Seguro Popular, las estancias infantiles, los comedores comunitarios, los albergues de mujeres maltratadas, las escuelas de tiempo completo, etcétera, 3.º La denuncia de corrupción de la Casa Presidencial. Si su campaña tuviera mayor capacidad de comunicación política estos temas derrumban la demagogia de quienes “pertenecen al pueblo” para tener libres las manos autoritarias.
Y hay uno cuarto, que convertiría el dilema entre las opciones en una batalla de fondo: el fin del presidencialismo. No es un tema de intelectuales, sino de jóvenes, pues es el llamado a la rebeldía para liberar a México de ese fardo histórico. En una de sus propuestas la candidata opositora dice por ahí: “Acabar con el presidencialismo plebiscitario y autoritario”. Los males que se denuncian de ayer y de hoy, son los males actuales del presidencialismo que quiere abolir la República para prevalecer.
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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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