Seguro que nunca se ha creído las afirmaciones de la administración Biden de que la economía es fuerte y las finanzas federales van por buen camino. Como todo lo demás en estos días, esto siempre ha parecido un montaje.
Las cifras del PIB y del empleo se siguen revisando a la baja y la inflación sigue avanzando. Las agencias han mentido abiertamente sobre los datos que comunican. Los tipos de interés más altos iban a crear sin duda un grave problema para las finanzas federales, aunque nadie en posición de solucionar el problema se preocupa por el futuro.
Eso ya lo sabíamos. Pero la magnitud del problema nos ha sorprendido un poco. El grupo presupuestario Committee for a Responsible Federal Budget (Comité para un Presupuesto Federal Responsable) ha hecho números y ha ofrecido una previsión para el próximo año. El déficit presupuestario se duplicará de 1 a 2 billones de dólares el año que viene. Nunca habíamos visto algo así en tiempos en los que todo el mundo dice que las cosas han vuelto a la normalidad.
Están lejos de la normalidad. Se está gestando una auténtica crisis. Ocurre incluso cuando la administración Biden se jacta de haber reducido el déficit. Eso resulta ser totalmente temporal, como cabría esperar. La verdad es mucho más sombría.
En los datos que ya tenemos, los pagos de la deuda federal ya alcanzan el billón de dólares como resultado de la subida de tipos de la Reserva Federal para combatir la inflación. Una vez más, nunca hemos visto nada como esto. Sinceramente, parece el fin de los tiempos. Personalmente, recuerdo el pánico de los años 80 por el déficit. Aquellos tiempos no son ni de lejos comparables a lo que afrontamos hoy.
¿Cómo demonios se ha producido este desastre tercermundista?
Repasemos los últimos cuatro años y cómo hemos llegado hasta aquí. Hubo un virus y Estados Unidos copió el plan de control de virus del Partido Comunista Chino (PCCh). Todas las élites de la sanidad pública se subieron al carro de las llamadas Intervenciones No Farmacéuticas, que pueden consistir en lavarse las manos, pero también en cierres masivos y brutales. Por alguna razón, una manía se apoderó de la clase docta y tomaron medidas enérgicas contra cualquier actividad humana, incluyendo el cierre de parques infantiles y escuelas.
Al parecer, algunos mocosos querían probar un experimento científico con toda la población. Confiados como son los estadounidenses, la mayoría de la gente les siguió la corriente, pensando que mantenerse alejados unos de otros y cerrar las empresas engañaría de alguna manera al reino microbiano para que se plegara a los deseos de políticos y burócratas.
Futuros historiadores: sí, esto ocurrió de verdad.
Esto creó un desastre evidente. No se puede simplemente «apagar» una economía durante un tiempo y volver a encenderla, a pesar de lo que le prometieron a Trump, que dio luz verde a todo el disparatado plan. Para encubrir el desastre forzado, la Casa Blanca trabajó con el Congreso para gastar muchos billones en pagos de estímulo. ¿Cuál podría ser el inconveniente?
El problema era que el dinero no estaba ahí. El Departamento del Tesoro creó muchos billones en deuda, para la que no había mercado a los tipos de interés tan bajos que habían sido la norma desde 2008. Como resultado, la Reserva Federal se puso manos a la obra y lo compró todo con dinero recién creado. Este nuevo dinero diluyó con el tiempo el valor de la masa monetaria existente. Tardó 12 meses, pero comenzó la inevitable inflación.
Los gestores de la Reserva Federal sabían tres cosas: 1) la política aplicada desde 2008 era insostenible de todos modos, 2) les habían embaucado para que crearan ingentes cantidades de dinero nuevo con el pretexto de planificar una pandemia, aunque el virus resultó no ser tan mortal, y 3) la inflación estaba desacreditando a toda la institución y había que ponerle fin.
Así que la Reserva Federal se puso en marcha para aumentar los tipos de interés a la mayor velocidad y en la mayor cuantía jamás registrada, incluso más que en 1979, que fue la última vez que se presentó este problema. Este tipo de aumento -que incluso entonces apenas rozaba el rango positivo en términos reales debido a la inflación- estaba destinado a causar una enorme conmoción en el sistema fiscal.
La cuestión es que el gobierno federal paga a los tenedores de sus propios bonos. Durante una década y media, había sido puro lujo: el gobierno podía endeudarse todo lo que quisiera y no afrontar nuevos costes. Con la política de la Reserva Federal, todo eso cambió. En un instante, el déficit presupuestario se ha duplicado. Se trata de un verdadero desastre fiscal. Y ocurre en un momento de disminución de los ingresos fiscales debido a las tendencias recesivas que comenzaron con los cierres y que en realidad no han desaparecido.
Como resultado, el gobierno se enfrenta ahora a un desastre fiscal épico sin solución. Y el público está tan enfadado con el gobierno en general que el apetito es muy alto para dejar que todo el asunto entre en default en lugar de pasar por otra ronda de aumentos de impuestos o inflación para lidiar con ello.
Realmente, a estas alturas, ¿qué porcentaje del público cerraría de buena gana el gobierno federal? ¿El 20 por ciento? ¿El treinta por ciento? ¿Más? No lo sé, porque los sondeos de opinión nunca formulan esas preguntas.
Realmente no hay solución a este desastre, salvo recortes presupuestarios extremos. El apetito por éstos entre el público es alto, pero entre la élite de Washington es muy bajo. Eso es lo último que quiere la clase dirigente.
La próxima etapa será una nueva rebaja de la calidad de la calificación de la deuda estadounidense, lo que provocará más ataques de ira. Pero ya no se podrá negar la realidad. Lo hemos hecho como nación durante demasiado tiempo. Hemos impreso dinero y creado ilusiones interminables de prosperidad eterna sin pagar por ello. Esos días podrían haber llegado a su fin.
Hubo un tiempo en la historia de esta nación en que no éramos tan despilfarradores e idiotas. ¿Cuándo fue? Quizá en el primer y último cuarto del siglo XIX. Desde entonces hemos tenido rachas de cordura, pero no muchas. Esta vez no parece haber otra salida que afrontar los hechos. Lamentablemente, vivimos en un periodo de la historia estadounidense en el que enfrentarse a los hechos es lo último que desea la clase dirigente. Aun así, las implacables realidades de la contabilidad podrían forzar esa lógica en cualquier caso.
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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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