En abril de 1945, el Tercer Reich estaba en sus últimos momentos. Los ejércitos triunfantes de múltiples países avanzaban en suelo alemán desde todas las direcciones. Entre los más orgullosos estaban las tropas de la Unión Soviética, cuando capturaron la guarida de Adolf Hitler, Berlín.
Casi cuatro años antes en 1941, el Führer había lanzado una invasión a la URSS en un intento por exterminar a su pueblo y saquear su territorio. Veintiséis millones de rusos y víctimas de otras etnias soviéticas no sobrevivieron.
Pero más allá del coste humano de lo que muchos estados soviéticos recuerdan ahora como la Gran Guerra Patriótica, una historia menos heroica proporciona un contexto serio para la campaña militar más brutal de la Segunda Guerra Mundial.
Esta epopeya de supervivencia nacional celebrada en Rusia y en otros países cada 9 de mayo eclipsa, pero no borra, un ejercicio básico de agresión comunista, atrocidad y traición.
Agresión olvidada
En los años inmediatamente anteriores a la guerra, la diplomacia coercitiva de Hitler había absorbido a Austria en el Reich nazi y dividido Checoslovaquia en un territorio checo controlado por los nazis y un estado títere fascista eslovaco. Polonia era la siguiente y el dictador soviético Josef Stalin había aceptado participar.
Días antes de que los tanques alemanes bombardearan a Polonia desde el oeste, el ministro de relaciones exteriores de Stalin, Vyacheslav Molotov había firmado un tratado secreto con su homólogo nazi, Joachim von Ribbentrop. El 1 de septiembre de 1939, Alemania lanzó Case White, su nombre para la invasión de Polonia. Diecisiete días después, los soviéticos atacaron desde el este.
La URSS no sólo se unió a la invasión alemana de Polonia, sino que también suministró al Reich traslados vitales de petróleo y otros materiales vitales mientras los tanques nazis atravesaban los Países Bajos y Francia y las divisiones de Wehrmacht ocupaban los Balcanes y el Norte de África.
Al mismo tiempo, las tropas soviéticas anexaron o atacaron a otros cinco países soberanos: Lituania, Letonia, Estonia, Finlandia y Rumania.
En el momento de la invasión nazi a la Unión Soviética el 22 de junio de 1941, la policía secreta soviética había estado trabajando duro persiguiendo a los millones de personas que vivían en sus nuevos territorios. En particular, cientos de miles de polacos, principalmente militares, clérigos y administradores públicos, quienes fueron asesinados por el régimen soviético, sumándose a los millones de polacos que murieron en la guerra.
Comunismo en guerra
En 1941, la Unión Soviética se vio obligada a cooperar con las potencias aliadas después de que el imperio nazi que había ayudado erróneamente reveló sus verdaderas intenciones. Con los generosos recursos de occidente, el ejército rojo no sólo soportó el peso de la lucha contra el ejército alemán, sino que demostró ser capaz de montar las masivas campañas de tanques que lo impulsaron a Berlín y permitió a Stalin subyugar a los pueblos de Europa del este bajo su propio régimen de estilo soviético.
Aparte de cientos de miles de individuos asesinados por razones políticas, millones de personas comunes, desde Alemania a Corea, fueron violadas, robadas, deportadas o asesinadas por los «liberadores» comunistas.
El propio pueblo soviético sufrió mucho como consecuencia directa, en primer lugar del oportunismo de sus gobernantes y a continuación, de las brutales y absurdas medidas con que el partido comunista y el ejército rojo los condujeron a una victoria agridulce.
Gran parte del éxito inicial de Hitler fue obra de Stalin. Comenzando en 1937, el ejército rojo soviético quedó incapacitado por una purga masiva de oficiales superiores a quienes Stalin sospechaba como desleales. Decenas de generales, incluídos los que trabajaban en las avanzadas variantes de la estrategia alemana blitzkrieg, fueron torturados y fusilados. Otros, como el famoso mariscal Gregory Zhukov fueron llevados para cumplir funciones menores mientras que los hombres sumisos a Stalin ocupaban las primeras posiciones.
Esto creó una pesadilla para los ejércitos soviéticos estacionados en la densa de formación en la frontera en 1941 y las decenas de millones de civiles en el camino de Hitler. La Wehrmacht cortó con facilidad el mal dirigido y desprevenido ejército rojo; las tropas alemanas tomaron varios millones de prisioneros en las primeras semanas de la guerra. La inmensa mayoría terminó en campos de exterminio nazis donde trabajaron hasta la muerte o los fusilaron por miles. Después de los judíos, los prisioneros soviéticos constituyen el segundo grupo más grande de víctimas del holocausto.
La brutalidad nazi fue igualada y algunas veces superada por la insensible indiferencia que los comandantes soviéticos tenían por sus propios hombres. En lugar de hacer retiros estratégicos para conservar a los combatientes, Stalin y sus oficiales dieron la infame orden 227, un decreto corto que prohibía el retiro incluso para evitar el cerco.
«Ni shagu nazad» en ruso que quiere decir «ni un paso atrás», es visto a menudo románticamente como un testamento a la voluntad del dictador para resistir al enemigo, pero es mejor recordado como la negativa de Stalin a aceptar la realidad de la guerra. La orden llevó a la matanza insensata de incontables rusos.
Divisiones enteras de la policía secreta, con sus propios tanques y artillería fueron apartadas para no luchar contra los alemanes, sino para atacar y destruir las formaciones soviéticas que se retiraran bajo el fuego nazi.
Los líderes soviéticos consideraban a los capturados por los alemanes como traidores. Aquellos que tuvieron la desgracia de regresar de alguna manera al territorio soviético se encontraron sometidos a juicio y puestos en servicio en batallones penales, el llamado batallón de castigo (strafbattalion) soviético, basado en el concepto nazi del mismo nombre.
Los oficiales y los hombres que formaron estos batallones recibieron equipo de mala calidad y sin refuerzos y fueron utilizados para misiones suicidas. En un ejemplo extremo relatado por un desertor soviético en la guerra fría, los hombres eran llevados para actuar como ametralladoras en la posición trasera de los aviones de combate: estaban encadenados a sus armas y no tenían paracaídas. Otros fueron desplegados en masa para correr a través de campos minados con el fin de despejarlos para los siguientes ejércitos.
Las consecuencias de la «liberación»
Mucho se ha dicho de la cooperación de Stalin con la amenaza nazi, aunque el panorama completo sólo podría ser recogido una vez que los archivos del Kremlin estén completamente desclasificados.
Una interpretación común de los acontecimientos nos dice que el dictador soviético no se impresionó con la indecisión de Occidente ante la agresión de Hitler antes de la guerra y vio poca ganancia en tomar posición sin el apoyo de las democracias. Los eruditos de la historia militar generalmente coinciden en que el ejército rojo fue severamente debilitado por las purgas comunistas y no estaba preparado para hacer la guerra cuando esta llegó.
Otras investigaciones sugieren que si no fuera por el momento desafortunado de la invasión nazi, el ejército rojo habría completado rápidamente importantes reformas militares e introducido nuevas armas.
Los partidarios de este punto de vista- en particular los eruditos post-soviéticos en Rusia- afirman que la doctrina soviética existente exigía una invasión total de Europa en la época de la elección de Stalin y que fue para este fin, no una simple defensa, que extendió una mano de ayuda a Berlín.
Independientemente de lo que el liderazgo soviético esperaba lograr con la diplomacia pro-nazi, el mito de la URSS como aliado de la libertad en cualquier momento de la Segunda Guerra Mundial está mal fundado. Solo basta mirar los destinos de la postguerra de Europa del Este y el norte de Asia.
Las acechantes tropas soviéticas, inicialmente bienvenidas como liberadoras, fueron autorizadas y a veces animadas por sus comandantes a saquear a sus naciones anfitrionas y ganaron una reputación exagerada como prolíficos violadores. Mientras tanto, millones de soldados y civiles soviéticos, de los cuales 1,5 millones fueron repatriados por las autoridades británicas, se convirtieron en alimento para los campos de trabajo mientras Stalin continuaba con su despotismo de la preguerra.
Pero la consecuencia más perniciosa y persistente de la «liberación» soviética, tanto en Oriente como en Occidente, fue política. Los regímenes estalinistas, impuestos por Moscú, encadenaron a los nacientes estados-nación de Europa del Este durante más de 40 años. En Asia, la ofensiva relámpago soviética contra las colonias imperiales japonesas en China y Corea contribuyó directamente al improbable triunfo de los comunistas de la región.
Más de 70 años después y cientos de millones de víctimas, seguimos viendo a estos regímenes que siguen en el poder.
Se estima que el comunismo ha matado al menos 100 millones de personas, no obstante sus crímenes no han sido recopilados y su ideología aún persiste. La Gran Época busca exponer la historia y creencias de este movimiento, que ha sido una fuente de tiranía y destrucción desde su surgimiento.
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