El Papa Benedicto XVI y la libertad humana

Por Jeffrey A. Tucker
03 de enero de 2023 3:14 PM Actualizado: 03 de enero de 2023 3:14 PM

Comentario

La renuncia del Papa en 2013 fue una decisión que conmocionó por completo al mundo, en parte porque para un tradicionalista como Benedicto XVI, parecía algo muy poco tradicional. Pero siendo jefe del Santo Oficio en los últimos años del anterior pontificado, el cardenal Ratzinger observó con profundo dolor cómo declinaba el poder mental del gran papa, y por lo tanto, su capacidad de gestión. Las multitudes crecían mientras él viajaba por el mundo, pero en el seno de la Iglesia se estaba gestando una crisis que no hacía sino empeorar cada año.

Benedicto XVI tomó la difícil decisión de retirarse en su mejor momento para no repetir el error. Además, se convenció de que su obra literaria y su erudición podían hacer más por restaurar la fe que su liderazgo directivo. Así se embarcó en una extraordinaria búsqueda de diez años para volver a entender la vida y las enseñanzas de Cristo. El resultado es una serie de libros que seguramente perdurarán en el tiempo. Estos libros se suman a una vasta literatura que constituye su brillante legado y regalo al mundo.

Hasta el día de hoy, la gente malinterpreta la estructura de creencias del Cardenal Ratzinger que llegó a ser papa. El Concilio Vaticano II fue un acontecimiento formativo en su vida intelectual, que él celebró por una razón central. Este Concilio supuso una ruptura decisiva y limpia con el pasado al abrazar de forma tremendamente clara la libertad religiosa como un derecho humano. Probablemente, esto no le suene demasiado radical, o tal vez le parezca un poco vergonzoso que la Iglesia católica tenga que llegar tan lejos para afirmar lo obvio.

Sin embargo, por diversas razones tanto históricas como teológicas, el principio de libertad religiosa no siempre fue central. El problema para la Iglesia comenzó en los años de la decadencia del Imperio Romano, cuando la persecución y el martirio definieron la vida de los seguidores de Jesús de Nazaret. La conversión del emperador Constantino el Grande cambió la suerte de los cristianos, pero con el tiempo, la Iglesia posiblemente aprendió demasiado de sus antiguos opresores y adoptó para sí el poder de la espada junto con todos los símbolos y signos del antiguo régimen.

Sin duda, a lo largo de 2000 años, el catolicismo ha demostrado ser extraordinariamente hábil a la hora de adaptarse a las formas culturales de cualquier sociedad en la que esté evangelizando en busca de nuevos adeptos. Por eso la práctica de la fe es tan diferente en tantos países. El catolicismo de Irlanda es radicalmente distinto del de Japón, El Salvador o Haití. Alemania también tiene su propio estilo, al igual que los católicos de América. Esta impresionante flexibilidad se remonta probablemente a la experiencia de los siglos III y IV en Roma, donde se inició este hábito de conceder todo lo posible a las costumbres nativas, insistiendo solo en lo esencial.

Avancemos hasta finales del siglo XIX, con la marcha de la democracia en Europa y el declive del Sacro Imperio Romano Germánico, época en la que la Iglesia romana se enfrentó a una hegemonía en declive sobre los llamados Estados Pontificios. El Papa Pío IX convocó a un Concilio Vaticano por razones que nadie entendió, especialmente hasta muchos meses después, cuando el propio Papa dejó claros sus propósitos: él quería una declaración limpia de que la Cátedra de Pedro tenía poder infalible, no solo sobre la doctrina y la moral, sino también sobre la política. Quería una declaración mundial a favor de la idea de que la libertad religiosa era un anatema y que el papado debía poseer siempre el poder de la espada. Sin embargo, los obispos y cardenales reunidos se negaron a ello, conformándose con una reivindicación mucho menor, pero dejando sobre la mesa la cuestión de la libertad religiosa.

El movimiento a favor de un catolicismo «liberal», ortodoxo en la doctrina, pero complaciente con la democracia y la libertad, siguió avanzando tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos (pensemos en los escritos de John Henry Newman y Lord Acton). Casi un siglo después, el Papa Juan XXIII convocó otro Concilio que recibió el nombre de Vaticano II, cuyo objetivo principal era declarar de una vez por todas que la Iglesia está a favor del derecho a la libertad religiosa. El cardenal Ratzinger fue una figura central en ese Concilio y fue el logro que más enorgulleció a esa generación de pensadores.

Lamentablemente, durante y después del Concilio, la visión de una Iglesia ortodoxa que opta por la libertad en lugar de la coacción se descarriló, ya que una facción «izquierdista» utilizó la agitación cultural de la época para desechar la parte de «ortodoxia» y vender sus nuevas formas como una aplicación de la libertad. Esta introdujo un caos total en los rituales, el calendario y muchas otras doctrinas y moral que estaban asentadas. Irónicamente, estos nuevos campeones de la «libertad» no tenían ningún interés en conceder la libertad a la propia tradición, hasta el punto de utilizar métodos brutales para suprimir los ritos y lenguajes históricos de la fe.

Toda la Iglesia católica se polarizó rápidamente a partir de 1964 y hasta nuestros días, con dos bandos en lucha eterna: revanchistas contra revolucionarios. Sí, aquí yo estoy pintándolo con una brocha muy ancha y hay volúmenes para escribir sobre esto. Pero el punto principal aquí es que la escuela Ratzinger de «liberales ortodoxos» (es decir, por la verdad, pero también por la libertad humana) fue rápidamente marginada y permaneció así hasta el Cónclave que lo eligió Papa.

Con su elección, Benedicto XVI tenía por fin la oportunidad de restaurar la ortodoxia perdida en el caos de los años sesenta, sin dejar de abrazar la idea de la libertad humana que había conformado su vida intelectual. Eso significaba una gran restauración de las formas litúrgicas, los ornamentos, la música y los rituales que habían sido brutalmente suprimidos.

La primera vez que el Papa sacó la «capa magna» —la capa papal roja que se extendía hasta la mitad de la Iglesia de San Pedro— por primera vez desde el Concilio Vaticano II, se desató la histeria total entre la facción izquierdista de los medios de comunicación y los círculos eclesiásticos. Elos decían que esa capa era un símbolo del poder temporal (en cierto sentido, históricamente es cierto), pero que lo que pretendía el Papa era recuperar esas formas y símbolos para la fe como tal, sin hacer referencia a su complejidad histórica.

Eso, por supuesto, encantó a los conservadores, pero no les entusiasmó tanto que el Papa siguiera insistiendo en la verdad de la libertad religiosa tal como se la definió en el Vaticano II. Por increíble que pueda parecer externamente, hay una facción dentro de la Iglesia católica que quiere recuperar los Estados Pontificios y que los monarcas gobiernen en nombre de Roma, incluso hasta el punto de aplastar a los disidentes. Así que, contrariamente a lo que dicen los principales medios de comunicación, Benedicto XVI nunca contó realmente con el respaldo de los elementos más reaccionarios de la Iglesia. Él intentaba recuperar la visión que se había perdido en algún momento entre 1961 y 1964 de una Iglesia moderna que seguía practicando la antigua fe, una Iglesia que abrazaba tanto la verdad de la fe como la verdad de la libertad. En esta posición, estaba ciertamente en minoría.

Para comprender su política, no hay mejor libro que «Iglesia, ecumenismo y política», extraído de unas conferencias pronunciadas en 1969. Él escribe:

«El grito de libertad que recorre el mundo entero procede de una situación en la que el hombre ha saboreado la libertad, pero al mismo tiempo ha sentido que esta libertad está amenazada y restringida por todas partes (…) Pero mientras que él en este sentido ha alcanzado una libertad de movimiento hasta ahora casi inimaginable, la civilización de la tecnología, con la centralización de los servicios y el anonimato de sus ordenanzas, ha creado limitaciones que antes eran desconocidas, desde la determinación de la inclinación del tejado hasta las normas sobre las lápidas, desde las normas de tráfico hasta un establecimiento para la educación universal que somete a profesores y alumnos a una red de prescripciones legales resultantes de —¿qué otra cosa?— los esfuerzos por salvaguardar los derechos de libertad de los ciudadanos».

«Así que uno puede tener dudas sobre si la historia moderna de la libertad ha producido realmente un aumento apreciable de la libertad y si el área de la libertad y el área de la compulsión, simplemente no se hayan desplazado. En cualquier caso, esta abundancia de regulaciones, que llegan hasta la vida cotidiana, produce una extraña sensación de restricción, de hastío, con la libertad organizada institucionalmente, y un clamor por una libertad mejor, radical, anárquica. Se me ocurre inmediatamente otra observación. Antiguamente, una institución se manifestaba ella misma a una gran cantidad de personas. La restricción de la libertad podía remontarse a las decisiones arbitrarias de las personas. Lo importante era limitar el poder de esas personas mediante instituciones correctoras y un amplio reparto de responsabilidades. Ahora que esto ha sucedido, las instituciones parecen haber retrocedido al gris anonimato de un poder sin rostro e indefinible, como lo retrató Kafka en las sombrías visiones de sus novelas «El juicio» y «El castillo». No es de extrañar, por tanto, que las instituciones en general se perciban cada vez más como lo opuesto a la libertad y que la gente intente luchar también contra el ordenamiento de la libertad, para llegar por fin a la libertad misma».

Él continúa diciendo:

«El derecho a creer es el verdadero núcleo de la libertad humana; cuando se pierde este derecho, lo que lógicamente sigue es que todos los demás derechos y libertades fracasan. Este derecho es al mismo tiempo el auténtico don de libertad que la fe cristiana ha traído al mundo. De un modo sin precedentes, esto separó en dos la identificación entre Estado y religión, privando así al Estado de sus pretensiones totalitarias, y, con su carácter distintivo frente a la esfera gubernamental, la fe dio al hombre la seguridad de que su propio ser con Dios y en presencia de Dios está reservado para él, una seguridad en la que Dios le llama con un nombre que nadie más conoce. La libertad de conciencia es el núcleo de toda libertad».

Vaya, ahí lo tenemos. Todo tipo de libertades se han puesto en tela de juicio en nuestro tiempo, incluida la libertad de expresión e incluso la libertad de creencia. Aquí la obra de Benedicto XVI habla muy profundamente. Él tuvo toda la razón al mantener la línea de la verdad de la libertad, la traición a la fe por parte del Estado y lo primordial de la conciencia humana. Mientras intentamos reconstruir la estructura social y política tras el desastre de estos tres últimos años, sus escritos pueden servir de valiosa guía a personas de todas las creencias.


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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times

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