Comentario
Puede que ya hayan pasado casi dos décadas, pero todavía no se puede escapar del recuerdo del 11 de septiembre de 2001. Las emociones que sentimos ese día y sus consecuencias inmediatas dejaron marcas en nuestras mentes y almas que sentiremos hasta el día de nuestra muerte.
Por lo tanto, cuando se me pide que reflexione, mi mente recorre toda la gama de reacciones. Uno nunca puede olvidar la tragedia o el horror. Olvidar la repulsión que sentimos ante la barbarie y la crueldad, o nuestra conmoción y dolor por la muerte de tantos compañeros neoyorquinos y compatriotas, sería desmerecer su memoria.
Pero tampoco podemos permitirnos vivir incesantemente en ese terror de hace mucho tiempo —eso es lo que querría la gente que perpetró estos ataques. Debemos dirigir nuestros pensamientos eventualmente a la esperanza, la determinación y el heroísmo que todos presenciamos, no solo en ese día, sino en los días, semanas, meses y años que siguieron. Tenemos el deber de no olvidar nunca el espíritu inquebrantable, siempre dentro de nosotros, que emergió a la luz en nuestras horas más oscuras —un deber tan solemne como nuestro deber de recordar a los caídos.
Es el gran honor de mi vida haber podido dar voz y dirección a la efusión de patriotismo desatada por esos ataques, un patriotismo decidido a reconstruir nuestra ciudad, a fortificar nuestro país y a hacer justicia a los responsables.
Mientras miro al mundo forjado por esos esfuerzos y esos sacrificios, recuerdo que los acontecimientos de hoy han sido moldeados en un grado significativo por los eventos del 11 de septiembre.
Tomemos, por ejemplo, la guerra en Afganistán, iniciada poco después de la caída de las Torres Gemelas y que ahora es combatida por soldados que, en algunos casos, aún no habían nacido cuando esto sucedió. Miro con temor por su seguridad y reverencio su sacrificio, incluso mientras reflexiono con orgullo sobre la justicia que ellos y sus predecesores aplicaron en los campos de batalla de esa guerra. Asimismo, tengo la esperanza que nosotros podamos traerlos a todos a casa y sacarlos del peligro con toda la rapidez posible.
El presidente Donald Trump rompió con los precedentes y se presentó en esa misma plataforma en 2016, prometiendo acabar finalmente con las «guerras interminables» que se iniciaron en los años posteriores al 11-S. Mi esperanza de que este valioso objetivo se cumpla finalmente se vio impulsada por los informes de que él nombrará a Will Ruger, un hombre comprometido con el fin de la guerra, para el puesto de embajador de EE. UU. en Afganistán.
Más cerca del lugar donde se encuentra la Zona Cero, por desgracia, veo menos motivos para el optimismo. Cuando veo el desorden civil y la violencia que los líderes de la ciudad han permitido que no sea controlada, recuerdo los malos tiempos de la ciudad de Nueva York en los años 70 y 80, no solo en el resurgimiento de la violencia, sino en las actitudes ingenuas de quienes lo permiten. Es desalentador.
Veo esto amontonado en una ciudad que ya ha tenido que soportar increíbles restricciones e interrupciones de la vida normal en respuesta a la pandemia del coronavirus, y me veo obligado a pensar que, aunque los recientes acontecimientos no son quizás una amenaza tan grande para nuestra seguridad personal como el 11-S, pueden resultar más dañinos para nuestro espíritu.
Por lo tanto, al mirar hacia atrás en la multitud de recuerdos de ese día hace 19 años, espero que todos podamos recordar que esta ciudad y este país han soportado lo inimaginable y han emergido intactos, y que podemos hacerlo de nuevo.
Rudy Giuliani es el exalcalde de la ciudad de Nueva York.
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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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