En mi país, tras veinte años de socialismo revolucionario en el poder —precedidos de cuarenta de socialismo moderado abriéndole paso involuntariamente— llegamos al colapso civilizatorio. Constituye una dantesca tragedia material y moral de destrucción humana de la que, incluso en las mejores circunstancias imaginables, será muy duro recuperarnos en algún momento futuro. Y lo que se aprende –o debería aprenderse– de una tragedia así (aunque quien no la sufra difícilmente lo aprenderá) es que un colapso como este (o peor) es lo que socialismo ocasionará inevitablemente en cualquier sociedad que lo adopte al grado y con la profundidad que Venezuela.
Hace décadas que la abrumadora mayoría de intelectuales y políticos del país lograron convencer a la casi totalidad de nuestra población de perseguir la gratificación emocional y la seguridad que promete ilusoriamente la absurda idea de reconstruir la sociedad extensa —que evolucionó como orden espontáneo milenario— mediante un constructivismo racionalista arrogantemente ignorante de la información necesaria para tal imposible despropósito.
Esta aspiración (paradójicamente calificada de progresista) está sustentada en el atavismo moral del resentimiento envidioso ampliamente sentido por el hombre contemporáneo debido a que cientos de miles de años que nuestros antepasados vivieron bajo un orden tribal, y apenas en los últimos diez mil –o poco más– emerge evolutivamente el orden moral superior de la sociedad extensa.
Esa diferencia temporal explica el poder del extendido atavismo envidioso en que basa el socialismo en sentido amplio, la influencia destructiva con la que pone en peligro los frutos de la civilización, y con ellos la capacidad de sobrevivir a una humanidad inmensamente más numerosa que la minúscula población humana del paleolítico.
Hayek explicó muy bien este fenómeno. «Este conflicto entre lo que los hombres todavía emotivamente sienten y la disciplina de unas normas imprescindibles a la sociedad abierta es ciertamente una de las causas fundamentales de lo que se ha dado en llamar la ‘fragilidad de la libertad’: todo intento de modelar la gran sociedad a imagen y semejanza del pequeño grupo familiar, o de convertirla en una comunidad en la que los individuos se vean obligados a perseguir idénticos fines claramente perceptibles, conduce irremediablemente a la sociedad totalitaria».
Pero la solución no sería desterrar la moral tribal de la faz de la tierra para someter toda interacción humana única y exclusivamente a la moral civilizada, entre otras cosas porque eso sería una pretensión de ingeniería social constructivista imposible de imponer sobre la evolución espontánea del orden intersubjetivo extenso.
Tal cosa es imposible porque carecemos de la información necesaria, debido a la naturaleza dispersa, subjetiva, circunstancial, intransmisible e incluso efímera de la misma. Pero también porque los individuos que cooperan impersonalmente en la sociedad extensa requieren para su supervivencia y desarrollo de órdenes menores en los que prevale en cierto sentido la moral primitiva entre los propios miembros, limitados a ámbitos muy específicos y subsumidos dentro de la normatividad impersonal del orden extenso.
Lo que sí es posible reconstruir a la luz de la teoría del orden espontáneo en el orden moral, es nuestra interpretación de normatividad moral deducida de la propia naturaleza humana. Ni la naturaleza humana, ni la ley de ella deducida son a esta luz eternas e inmutables, pero tampoco históricas o racionales. Para la velocidad relativa del la evolución social, la evolución biológica nos da una naturaleza aparentemente inmutable en la especie. No obstante, para la escala temporal de la evolución del individuo —clave de los fenómenos intersubjetivos agregados, generacional e inter-generacionalmente— es la tradición la que resulta aparentemente inmutable y está sujeta a interpretación en lugar de a reconstrucción.
Esta reinterpretación integrará tradiciones completamente nuevas cuando en los propios valores tradicionales se incorpora la tolerancia con la experimentación moral razonable que resulta del ejercicio real del derecho a «la búsqueda de la felicidad». O, en otras palabras, al libre desarrollo de la personalidad individual dentro de las normas generales e impersonales de la sociedad extensa, en lugar de la asfixiante calidez del microcosmos y su absoluta intolerancia con toda originalidad, novedad o diferencia destacable.
El problema se reduce a que someter el orden espontáneo de la civilización al orden primitivo de la tribu garantizaría su destrucción, y con ella de la moral universal abstracta y todos sus logros materiales, intelectuales y artísticos. Pero someter al orden de la comunidad de fines tribal a la moral impersonal evolutiva de la civilización implica la supervivencia de sus mejores aspectos y su evolución en el marco de la sociedad extensa, que no podría existir sin subsumir en sí órdenes tradicionales, familiares y comunales e incluso crear otros nuevos de similar naturaleza.
La civilización empieza por (y es poco más que la sustitución de la xenofobia tribal, con su violencia y aislamiento) por el orden intersubjetivo extenso de la división del trabajo y el intercambio a escala creciente. El orden atávico que subsiste hasta cierto punto en la familia y voluntarias organizaciones comunitarias de pequeños grupos formales e informales representa el espacio civilizado del orden tribal que se enriquece evolucionando inmerso en la intersubjetividad evolutiva del orden extenso.
Como la civilización estimula las diferencias, se excita la atávica envidia –clave de la cohesión de las primitivas mesnadas carroñeras– ante el éxito de los más talentosos o afortunados, pero es el control de esos sentimientos negativos —no su supresión— por la moral civilizatoria lo que permite un espacio civilizado al altruismo, la envidia y la obediencia; trastocados en generosidad, competencia y disciplina. Siempre que prevalecen los principios morales de la civilización, en su seno la evolución del renovado orden primitivo impulsa el surgimiento de órdenes intermedios, y con ello de una cultura comunitaria inmensamente más diversa, rica y libre que la que incluso en el mejor de los casos permitiría un orden puramente tribal, más o menos aislado.
Eso de lo que dependen libertad y prosperidad y la civilización misma, es frágil y complejo, increíblemente fácil de destruir y terriblemente difícil de restablecer.
Guillermo Rodríguez G. es investigador del Centro de Economía Política Juan de Mariana y profesor de Economía Política del Instituto Universitario de Profesiones Gerenciales IUPG, de Caracas, Venezuela.
Este artículo fue publicado originalmente en PanAm Post.
Los puntos de vista expresados en este artículo son las opiniones del autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista de La Gran Época.
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