Opinión
El 16 de noviembre de 2018 fue el 85 aniversario de un evento que la mayoría de los estadounidenses nunca escuchó. Como digo en mi libro «American Betrayal«, es el evento seminal de la historia moderna de EE. UU.
En este día en 1933, el presidente Franklin D. Roosevelt extendió las «relaciones diplomáticas normales» a la dictadura comunista de Joseph Stalin en Moscú.
A cambio de una página de concesiones soviéticas firmadas por el ministro de Exteriores Maxim Litvinov (quien, con aliento a cerveza en era de la Prohibición, regresó a la embajada soviética «todo sonrisas […] y dijo, ‘Bueno, está todo en la bolsa; lo tenemos»), el gobierno de EE. UU. descarriló hacia una nueva vía extraña, viajando por territorio desconocido, repentinamente monótono, lleno de apologistas.
El punto crucial del acuerdo de EE. UU. con la URSS dependía de una serie de promesas, aceptadas y firmadas por Litvinov, que detallaban muy específicamente lo que la Unión Soviética no haría «en Estados Unidos, sus territorios o posesiones»: es decir, no intentaría subvertir o derrocar al sistema estadounidense.
La declaración decía «escrupulosamente» que la URSS se abstendría a sí misma y a todas las personas y todas las organizaciones bajo su control directo o indirecto, de realizar cualquier acto, abierto o encubierto, con el fin de derrocar o de prepararse para derrocar a Estados Unidos.
También estipulaba específicamente que el gobierno soviético no formaría o apoyaría grupos dentro de Estados Unidos—tales como el Partido Comunista de EE. UU., apoyado por los soviéticos, la miríada de «grupos fachada», las redes de espionaje encubierto con las que Elizabeth Bentley y Whittaker Chambers rompieron más tarde, o el grupo Comintern–Partido Comunista de EE. UU. en la costa oeste, al cual J. Edgar Hoover estaba espiando con micrófonos ocultos, y quien fue descubierto por el asistente de Roosevelt, Harry Hopkins, quien le contó a los soviéticos.
En otras palabras, el acuerdo era una sarta de mentiras.
Sin embargo, para hacer que todo funcione, para mantener el más lamentable de los malos acuerdos, para perpetuar el mito del acuerdo de EE. UU. con la URSS, Estados Unidos tuvo que fingir. Estados Unidos tuvo que crear un nuevo mundo de fantasía, en el cual la Unión Soviética iba a mantener su palabra, en el cual el espionaje dirigido y financiado por la Unión Soviética no existía… en el cual los comunistas no estaban bajo cada cama, en el cual incluso el acto de mirar era «cebo rojo» y los anticomunistas estaban paranoicos por el «cuco».
A medida que nuestros líderes más respetados buscaban refugio cada vez más en este mundo de fantasía, llevaron a la nación a una desastrosa retirada de la realidad, de la cual nunca pudimos volver. En nuestra retirada, dejamos atrás la moral, indefensa.
«Por más de una década y media, cuatro presidentes y sus seis secretarios de Estado sostuvieron esta decisión» de no reconocer al gobierno soviético, escribió Herbert Hoover, uno de esos cuatro presidentes, en «Libertad traicionada», su monumental historia de la Segunda Guerra Mundial y los comienzos de la Guerra Fría, publicada póstumamente en 2011.
Estos líderes estadounidenses entendieron que la toma por la fuerza del gobierno por parte de los bolcheviques, su reino de sangre y su promesa de conspirar contra otros gobiernos hacía imposible la «confianza mutua» requerida en las relaciones diplomáticas. Hoover, sin embargo, no explica el cambio de pensamiento entre 1918 y 1933.
De hecho, quién o qué inspiró específicamente a Roosevelt tomar esta decisión trascendental, se pasa en gran parte por alto en la historia, aunque el reconocimiento soviético fue fuertemente aplaudido por empresarios ansiosos por venderle soga a Lenin.
Una pregunta
En su primer discurso en su primer viaje a Estados Unidos en 1975, Alexander Solzhenitsyn, de 56 años, hizo la pregunta que él había querido preguntar a Estados Unidos durante toda su vida adulta. El renombrado autor de «El Archipiélago Gulag» comenzó comparando la histórica aversión de EE. UU. a la alianza con la Rusia zarista, con la premura de Roosevelt en reconocer a una Rusia bolchevique mucho más represiva e infinitamente más violenta en 1933.
Solzhenitsyn dijo que las ejecuciones prerrevolucionarias del gobierno zarista llegaron a 17 por año. Como punto de comparación, la Inquisición Española, en su punto máximo, destruyó a 10 personas por mes. En los años revolucionarios de 1918 y 1919, continuó, La Checa ejecutó sin juicio a más de mil por mes. En el pico del terror de Stalin en 1937 y 38, le dispararon a decenas de miles de personas por mes.
Solzhenitsyn lo puso de esta forma: «Aquí están las cifras: 17 por año, 10 por mes, más de 1000 por mes, ¡más de 40.000 por mes! Entonces, eso que dificultaba al Occidente democrático formar una alianza con la Rusia prerrevolucionaria, había crecido para 1941 a tal grado, y aún así no impidió que todas las democracias unidas del mundo—Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Canadá y otros países pequeños—entraran en una alianza militar con la Unión Soviética. ¿Cómo se explica esto? ¿Cómo podemos entenderlo?»
Los presidentes de EE. UU. Wilson, Harding, Coolidge y Hoover rechazaron las relaciones con el régimen bolchevique. Podría parecer que esto marca a estos hombres como pertenecientes a la era anterior de Alfred Dreyfus, cuando, como señala el historiador Robert Conquest, «la conciencia del mundo civilizado se podía despertar por la falsa condena a prisión de tan un solo capitán francés por un crimen que sí se había sido cometido, pero no por él».
Una generación o dos después, la conciencia del mundo civilizado no podía ser despertada, punto. No por la falsa condena de uno ni la falsa condena de miles, decenas de miles, o cientos de miles, como explica Conquest: «El equivalente soviético del caso de Dreyfus involucraba la ejecución de miles de oficiales, desde mariscales y almirantes hacia abajo, con acusaciones totalmente imaginarias».
¿Qué le pasó a la «conciencia del mundo civilizado»?
Desafiando la razón
La decisión de Occidente de reconocer a la URSS—y su determinación en seguir reconociéndola, sin importar cuánta mentira y consentimiento a la traición implicara—hizo más para transformarnos que cualquier acto anterior o posterior.
El profundo cambio diplomático—en parte trato faustiano, en parte lobotomía moral—no solo invitó a la Unión Soviética a la comunidad de las naciones. Para hacer lugar al régimen-monstruo, Estados Unidos tuvo que abandonar la terra firma de objetividad moral y el juicio basado en la realidad. No es de sorprender, entonces, que decenas de miles de casos Dreyfus en Rusia no significaran nada para la «conciencia del mundo civilizado». Las implicaciones ya habían sido oficialmente separadas de los hechos.
De seguro, había algo nuevo en la forma en que el reconocimiento había reordenado para siempre las prioridades y acciones de nuestra república, algo que marcó el comienzo de una nueva era.
El hecho es, las implicancias de normalizar las relaciones con la completamente anormal URSS no solo recompensó y legitimó a un régimen de criminalidad que hacía metástasis de manera rampante. Debido a que el régimen comunista estaba tan dedicado abierta e ideológicamente a nuestra destrucción, el acto de reconocerlo desafiaba la razón y el deseo de autopreservación.
Reconocerlo y todo lo que vino con eso, incluyendo la alianza, se volvería pronto el enemigo de la razón y la autopreservación. De esta forma, como señala el historiador Dennis J. Dunn, se observa un doble estándar en la evolución de la política exterior estadounidense, y yo agregaría, más generalmente en el pensamiento estadounidense. Fue aquí donde abandonamos la guía del bien y el mal, la claridad de lo blanco y lo negro. Cerrando los ojos, nos sumergimos de cabeza en una ciénaga de grises exquisitamente debilitantes y agonizantes.
Este es el viaje que abrió por la fuerza nuestras psiquis a experimentos cada vez más expansivos en el relativismo moral. Solo unos pocos se rehusaron a ir; solo unos pocos vieron el pecado.
Hay algo claramente alegórico en el recuerdo de Solzhenitsyn de ser un joven soldado del Ejército Rojo, desconcertado por lo que él y sus camaradas oían de la desastrosa malinterpretación que Roosevelt hizo de Stalin durante la Conferencia de Teherán, la cual reunió a Roosevelt, Churchill y Stalin en noviembre de 1943. Mientras Solzhenitsyn y sus camaradas marchaban en el Elbe, dijo, esperaban «encontrarse con los americanos y contarles».
Y agregó: «Justo antes de que sucediera, fui puesto en prisión y mi reunión no se concretó». Justo antes de que eso pasara, justo antes de que le dijera a sus compatriotas estadounidenses la verdad sobre Stalin y sobre la Unión Soviética, el joven de 26 años fue arrestado por el Comisario del Pueblo de Asuntos Internos por las declaraciones apenas derogatorias sobre Stalin en una carta que había escrito. Fue sentenciado a ocho años en un campo de trabajo.
Solzhenitsyn hubiera llegado tarde de todos modos. Habiendo abandonado la tradición moral occidental como precondición a las relaciones EE. UU.-URSS, ya habitábamos un nuevo, valiente—y peligroso—reino. Las ilusiones habían entrado. La evidencia había salido. La ideología estaba dentro. Los hechos, afuera.
Con un intercambio de papeles en la Casa Blanca, la revolución estaba aquí, el epicentro de la traición estadounidense.
Diana West es periodista galardonada y autora de dos libros: «American Betrayal: The Secret Assault on Our Nation’s Character» y «The Death of the Grown-Up: How America’s Arrested Development Is Bringing Down Western Civilization».
Las opiniones expresadas en este artículos son las opiniones del autor y no reflejan necesariamente las opiniones de La Gran Época.
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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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