Opinión
Hace años cuando era gobernador del estado de México, el hoy ex presidente Enrique Peña Nieto convocó a una reunión con la presencia de colaboradores de su gabinete y algunos consultores. Yo fui invitado en mi calidad de consultor. El tema era responder una pregunta: ¿el presidente Felipe Calderón va a ganar la guerra del narco?
En ese momento la popularidad del presidente Calderón crecía por haber ordenado al Ejército a intervenir ante una expansión del crimen organizado en varias regiones y ciudades del territorio nacional.
Pero la popularidad de los presidentes se acaba cuando dejan de ser el “Sol sexenal”, en la medida de que existe una verdadera libertad de medios, incluso gracias a esto puede suceder antes a raíz de sus errores o faltas.
Y aunque en alguna circunstancia como ahora la propaganda pueda ser funcional en apariencia, ni esto alcanza para permanecer ante un desgaste y unos resultados como los actuales, cuyo juicio negativo va a ser inevitable cuando el próximo gobierno enfrente la falta de recursos financieros, una crisis fiscal y la necesidad de enfrentar la inseguridad a toda costa.
Así pues, la popularidad de los presidentes es algo irrelevante, sobre todo en materia de seguridad pública. Si lo que se busca es la popularidad frente al cumplimiento de las funciones del Estado para mantener niveles aceptables de orden público, ese aspecto no debería ser un factor para la toma de decisión o el análisis del problema.
En aquella reunión escuché a funcionarios y consultores referirse precisamente a la popularidad del Presidente como una ganancia, a la ley de seguridad de 1872, a un análisis pormenorizado de la evolución histórica del crimen organizado, a datos estadísticos, etcétera, pero nadie respondía al cuestionamiento esencial del tema para lo que se había convocado dicha junta.
Después de unas horas interminables, el gobernador iba a terminar la reunión y en ese momento decidí intervenir con el propósito de responder al cuestionamiento central, mi idea fue hacerlo de manera argumentada en menos de un minuto.
“No gobernador, el presidente Calderón no va a ganar la guerra del narco por la sencilla razón de que los grupos criminales tienen una mejor estrategia: controlan a las policías municipales y eso les permite el control del territorio”.
Al final Peña se me acercó y dijo, quizás pensando en su futuro: “¿Pero hay una solución?” Mi respuesta fue: “Sí, pero no se va a encontrar en reuniones como ésta. Además el problema va a crecer porque para financiar esta guerra los narcos van a diversificar sus delitos como ya está sucediendo”.
Quizás la costumbre política mexicana es hacer largas exposiciones que no tienen que ver con el tema central. Es posible que esto tenga que ver con el carácter ceremonioso de los mexicanos como herencia de las raíces indígena y española.
Es un problema de los políticos mexicanos de todos los partidos y, por supuesto, del gobierno actual. Padecemos una clase política rollera y asesores acostumbrados a los rollos. Esto afecta a la toma de decisión.
Si no hay argumentos concretos, tampoco hay claridad para resolver las problemáticas reales. Ahora hasta nuestros debates tienen un formato rollero, para saturar de temas, sin ninguna síntesis, son foros de exposición, no debates.
Cuando el presidente Felipe Calderón sacó al Ejército tenía mal diagnosticado el problema —una mutación de un grupo criminal La Familia, que pretendía el control municipal y social, más allá del narcotráfico, frente a lo cual el gobernador Lázaro Cárdenas Batel pidió ayuda al gobierno federal—, lo cual se combinó con una estrategia promovida por la DEA imitada de la que usaron en Colombia para acabar a Pablo Escobar y el Cártel de Medellín: atacarlo con base en otro Cártel “menos violento”, en este caso el Cártel de Cali.
Y eso lo quisieron aplicar en México con un resultado desastroso: todos los Cárteles se militarizaron, diversificaron sus delitos para financiar a sus ejércitos de sicarios con una mayor afectación a la población civil, comenzaron a medir su poder con el control territorial y ya no sólo de las policías municipales, sino directamente de las autoridades locales.
No me cabe duda que el presidente Calderón tenía razón en no permanecer pasivo frente al grave problema delincuencial, pero el resultado suyo fue que había 90 zonas del país con control de criminales y al final de su sexenio ya existían 900, según datos de seguridad nacional.
El presidente Peña ya no me convocó a ninguna reunión, pero hizo caso de una sugerencia: la de la prevención social. Algo indispensable para restaurar el tejido social dañado y generar un ambiente social donde el Estado tiene mayor capacidad para prevalecer. Sin embargo, el programa se burocratizó en la Secretaría de Gobernación, tristemente quedó en manos de funcionarios presuntamente corruptos y finalmente se canceló. Mientras tanto, la violencia desmedida continuó por la estrategia de centrarse en las cabezas de los grupos criminales, que al ser descabezados generaban más violencia entre sí.
El gobierno actual se propuso principalmente disminuir la violencia. Es el propósito explícito del famoso lema del presidente Andrés Manuel López Obrador: “Abrazos no balazos”. Otra estrategia fallida. Si la intención pudo ser loable, el hecho es que la violencia aumentó, la pasividad gubernamental ha abonado incluso las versiones de complicidades en la materia y terminamos, de aquellas 900 zonas bajo control criminal en que acabó el sexenio calderonista, en 35 por ciento del territorio del país en manos criminales, según un informe del Pentágono al Congreso estadunidense.
Ahora el desafío es recuperar el control territorial del país. No puede haber dos poderes conviviendo, el del Estado y el de los grupos criminales que gobiernan, también cobran impuestos —el derecho de piso y las extorsiones—, en guerra para no perder sus territorios contra sus rivales. Una anarquía de la peor especie.
En recuerdo a aquella respuesta mía de la reunión de Peña, he promovido que un comienzo de solución sea proponerse recuperar la gobernabilidad en el país a partir de fortalecer realmente a las policías estatales y municipales, con un hincapié en los municipios, lo que significa recursos financieros y materiales, depuración, capacitación efectiva, políticas de protección de sus integrantes y sentido de pertenencia al Estado.
De las dos candidatas, sólo la candidata opositora Xóchitl Gálvez ha sostenido su interés en esta propuesta. La candidata oficial, Claudia Sheimbaum, quizás por razones políticas, ha sostenido que va a haber continuidad a la línea del gobierno actual: atender a las causas —que se entiende en dar becas a jóvenes de economía precaria— y no usar mano dura.
¿Tendrá conciencia Xóchitl Gálvez de la tarea titánica que se propone realizar si fortalece en materia de seguridad a los municipios? ¿Y Claudia Sheinbaum entenderá la diferencia entre violencia y fuerza? Según Georges Sorel en su libro Reflexiones sobre la violencia, ésta corresponde a los civiles, lo que es violencia anárquica, mientras que la fuerza pertenece al Estado, que se basa en la norma.
No dudo en las buenas intenciones de las dos candidatas. Pero no basta esto. Sin duda el tema de temas hoy por hoy es la seguridad. Sin ella, no hay nada, sino una vida colectiva miserable.
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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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