Opinión
Cuando la ideología sustituye a la meritocracia o proporciona inmunidad frente a las consecuencias del comportamiento ilegal, se produce una mediocridad sistémica.
Bajo el nacionalsocialismo tóxico, el estalinismo y el maoísmo, millones de colaboradores y estafadores seguían las líneas del partido con la esperanza de que su ideología aprobada les permitiera avanzar en sus carreras y excusar sus infracciones de la ley.
Lo mismo sucede con el movimiento «woke» y el ahora enorme conglomerado de diversidad, equidad e inclusión (DEI).
Los estafadores y oportunistas enmascaran sus agendas egoístas bajo la atención neomarxista a las minorías desfavorecidas o victimizadas. Mientras tanto, tratan de lucrar ilegalmente como si fueran capitalistas, cómplices de las antiguas prácticas.
Durante el desastroso confinamiento de COVID-19, el gobernador de California, Gavin Newsom, pontificó sobre el aprovechamiento de la cuarentena para garantizar una mayor igualdad: «Hay una oportunidad para recrear una era (más) progresista en lo que se (refiere) al capitalismo… Vemos esto como una oportunidad para remodelar la forma en que hacemos negocios y cómo gobernamos».
Mientras tanto, Newsom no parecía muy «progresista» cuando fue sorprendido en uno de los restaurantes más caros de California cenando con sus amigos, mientras violaba las mismas normas de cubrebocas y distanciamiento social que había ordenado para otros 40 millones de personas.
Newsom también presumió la equidad social cuando firmó una nueva ley en California que obligaba a pagar 20 dólares la hora a los trabajadores en el sector de comida rápida, mientras que muchos de sus propios empleados en los diversos restaurantes controlados por su empresa solo ganaban 16 dólares la hora.
Y supuestamente otorgó una exención única de su ley salarial a una cadena de panaderías y restaurantes, en particular, Panera, cuyo propietario es un viejo amigo y un importante contribuyente de campaña.
Al parecer, Newsom cree que cuanto más progresista sea su postura, menos se le llamará la atención por su propia hipocresía e intereses.
En otro caso atroz, el delincuente ahora encarcelado Sam Bankman-Fried puede haber sido el mayor estafador de la historia de Estados Unidos. Desvió miles de millones de dólares de su empresa de criptomoneda, destruyendo las fortunas de miles de personas cuando su multimillonario imperio Ponzi (fraude de inversión) se derrumbó.
¿Cómo lograron Sam y sus dos padres, profesores de derecho en Stanford, acumular millones de dólares en propiedades y prebendas en complejos turísticos sin que los descubrieran hasta después de que su imperio se derrumbara?
La respuesta: Sam donó millones de dólares a políticos de izquierdas para avanzar en sus cruzadas progresistas. Sus padres justificaron esta donación familiar como una forma de «altruismo efectivo».
Esa frase pegajosa enmascaraba la realidad de que su cruzada por la justicia social no era más que un plan increíblemente eficaz para enriquecerse rápidamente.
Al parecer, la familia Bankman-Fried aparenmente pensó que su devoción a esta forma de «altruismo» se traduciría en riqueza para ellos, aunque en bancarrota para los inversores.
Otro ejemplo: En el condado de Fulton, en Georgia, la fiscal de distrito Fani Willis se presentó a las elecciones prometiendo acusar al supuesto monstruo de derecha Donald Trump.
Recaudó dinero para su campaña basándose en sus credenciales. A menudo, cuando se la cuestionaba, jugaba con la carta de la víctima racial.
Mientras tanto, Willis contrató como fiscal especial a su amante secreto, el incompetente Nathan Wade, a pesar de que nunca había juzgado ni un solo caso de delito grave o incluso penal.
Luego, ella y Wade realizaron viajes caros. Ella afirmó que lo reembolsó con dinero en efectivo que, por supuesto, no era verificable.
Dada su ideología woke, ambos asumieron que tenían derecho a derrochar a costa de los contribuyentes, ofrecer testimonios probablemente falsos bajo juramento y violar los preceptos de conducta profesional de los abogados.
No estaba sola en su corrupción. Tras la muerte de George Floyd, los fundadores del movimiento de izquierda Black Lives Matter se lanzaron a la compra de viviendas. Cuantas más corporaciones llenaban sus arcas con millones, ya fuera por culpa o como dinero de protección, más casas nuevas compraban los directores.
Una de las cofundadoras, Patrisse Khan-Cullors, autodenominada marxista, derrochó 3.2 millones de dólares del dinero de BLM para comprarse cuatro residencias de lujo.
Y los miembros demócratas más radicales del Congreso —el llamado Escuadrón— aparentemente sienten que cuanto más acusaciones de racismo lanzan, más pueden beneficiarse sin temer a ninguna consecuencia por sus fechorías.
Un miembro del Escuadrón, la representante de Minnesota Ilhan Omar, redirigió 2.8 millones de dólares del dinero público asignado a su oficina a la empresa de consultoría política de su marido.
Otro miembro, la diputada de izquierda radical Cori Bush, incitó a menudo al país para que desfinanciara a la policía. Ahora el FBI la investiga por pagar furtivamente decenas de miles de dólares de campaña a su propio marido por «seguridad».
Puede que los activistas woke y de la DEI no sean necesariamente más mediocres, corruptos o conspiradores que otros políticos y activistas.
Pero así lo parecen, porque proclaman a los cuatro vientos que están a favor de la «diversidad», la «equidad» y la «inclusión» y, por tanto, se consideran exentos de todo escrutinio y libres de beneficiarse como les plazca.
El proyecto woke/DEI está atrayendo a miles de sinvergüenzas, arribistas y mediocres, todos deseosos de enriquecerse bajo la premisa de que son nobles luchadores por la justicia social que merecen inmunidad ante cualquier escrutinio.
Qué extraño es que Estados Unidos derroche miles de millones de dólares contratando zares de la DEI y eligiendo a políticos liberales que tan a menudo acusan a otros de innumerables faltas, en gran medida como forma de enriquecerse, ocultando su propia culpabilidad y para así burlarse de la ley.
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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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