Opinión
La impresionante inseguridad que vivimos ahora en México se ha alimentado por una secuencia de la crisis que comenzó a raíz de decisiones equivocadas de parte de Ernesto Zedillo y de Vicente Fox y, sobre todo, por las posteriores que hicieron los últimos presidentes mexicanos, considerando como principal por supuesto aquella grave decisión apresurada llevada a cabo por Felipe Calderón conocida como “guerra del narco”.
Concurren varios factores para la actual circunstancia que padecemos, pero uno de los principales es, sin duda, esta toma de decisión del Ejecutivo en todos y cada uno de los últimos sexenios. Hay una grave responsabilidad acumulada de todos estos presidentes. O sea, el problema son las soluciones “estratégicas” que se han aplicado. Han sido todas tan fallidas que han encaminado a México a convertirse —si esta realidad oprimente continúa—, en un Estado fallido, lo que puede derivar en implicaciones geopolíticas, políticas y militares muy graves y de largo alcance.
Empecemos por Ernesto Zedillo. Después del alzamiento zapatista alguien aconsejó al presidente a que se crearan los Gafes, un cuerpo militar con entrenamiento especializado contra la guerrilla, sin analizar que, en su contexto, la respuesta del Ejército mexicano fue correcta a pesar de que el golpe zapatista sucedió en Año Nuevo.
Los zapatistas nunca fueron una amenaza militar. ¿A quién se le ocurre mandar al Fuerte Briggs en Carolina del Norte en Estados Unidos a capacitar soldados mexicanos al estilo de los temibles Kaibiles guatemaltecos, manteniendo además a estos comandos con sueldos de miseria? Es el origen de los Zetas, especializados en contraguerrilla y en ejercer la propaganda del terror. Su crueldad es su sello característico. Fueron fácilmente reclutados por el líder del Cártel del Golfo Osiel Cárdenas de Tamaulipas y luego decidieron poner casa aparte.
Pero hubo otra torpeza estratégica por parte de Zedillo al desaparecer a la Policía de Caminos que funcionaba bien, para formar su Policía Federal Preventiva, hoy desaparecida e igualmente fracasada como hasta ahora ha sido el caso de la Guardia Nacional, una corporación hecha a medias, invadida por la corrupción, con moral baja y envuelta en el litigio entre que sea controlada por el Ejército o supuestamente sea civil. Todos estos presidentes han creado sus propias corporaciones y hasta ahora ninguna ha cuajado y esto es parte del problema.
El hecho es que, paulatinamente, el Estado mexicano fue perdiendo el control de las carreteras federales, pues las vecinales muchas ya no están en sus manos y se han aceptado los retenes de los criminales como algo “normal”. El estrangulamiento que las extorsiones están creando a la economía, las muertes de trabajadores de transportes y el riesgo de las familias y turistas son signos claros que anuncian un Estado fallido.
Para llegar a este punto antes hubo otro error del gobierno de Vicente Fox y de su secretario de Gobernación, Santiago Creel y su principal asesora, María Amparo Casar, hoy dirigente en la llamada “sociedad civil”: defenestraron al eficiente general Rafael Macedo de la Concha, Procurador General de la República, a quien habían involucrado en sus grillas políticas contra el principal líder de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador. Basta y sobra consultar los periódicos de la época para comprobar que el nuevo procurador, un novato de quien ya nadie se acuerda, perdió totalmente el control de la situación y comenzaron las ejecuciones entre criminales sin una respuesta adecuada del Estado.
En Michoacán emergía un grupo criminal que diversificó sus operaciones ingresando en la política del estado a través de controlar presidentes municipales, participar en los negocios de corrupción, extorsionar al comercio local y poner a su servicio a las empobrecidas policías municipales. Su nombre: La Familia, un referente mafioso. Emergieron a la vida pública en 2006 esparciendo en una pista de baile de un centro nocturno de Uruapan cinco cabezas de rivales locales. En ese momento los Zetas eran sus aliados como sicarios enviados por el Cártel del Golfo. Ya se independizarían después de esto.
Ante la creciente amenaza criminal, el gobernador Lázaro Cárdenas Batel tuvo que recurrir al apoyo del gobierno federal encabezado por Felipe Calderón, quien había asumido el poder impugnado por su rival en la elección presidencial. Actuó de inmediato, quizás por razones políticas, pero sin una estrategia bien enfocada sólo se sacudió el avispero, algo que no era lo esperado por el gobernador michoacano perredista. Se le dio una misión al Ejército: atacar a los narcos. Sucedieron cosas como en Ciudad Juárez donde se detenía a drogadictos para torturarlos y ubicar a sus proveedores.
Eso no era lo peor: se instauró la alianza con la DEA del Secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna —quien luego se enriquecería con la compra de tecnología en negocios multimillonarios con sus socios, los Weinberg, padre e hijo, acusados ahora en Estados Unidos. Adoptaron la “estrategia” de la DEA en Colombia: perseguir al Cártel más peligroso con apoyo de sus rivales. Así fue como en ese país hubo una alianza práctica con el Cartel de Cali para atacar al Cártel de Medellín, que dirigía Pablo Escobar, quien había llevado a cabo actos terroristas.
En México se dio un apoyo tácito por parte de García Luna al Cártel de Sinaloa contra los Zetas, considerados más peligrosos. Ahora en Estados Unidos se acusa al ex Secretario de Seguridad que esto en realidad fue algo comprado. En una reunión en Cancún de este hombre con la directora de la DEA de ese tiempo, Michelle M. Leonhart, ella declaró cuando le dieron la cifra de 17,000 muertos como saldo inicial de la “guerra del narco”, que eso era muestra de cómo las cosas “se estaban haciendo bien en México”. Hubo que luchar contra la concepción de los “daños colaterales”, la cual ponía en riesgo a los civiles, o difundir acciones como la operación Rápido y Furioso con la que se infiltraron armas de alto poder en México “para rastrear su destino”. Ahora vamos en cientos de miles de muertos: ¿qué diría ahora?
El hecho es que, además de esto, al militarizarse la lucha contra el narco, los Cárteles, bien provistos de recursos financieros, armaron a sus propios ejércitos de sicarios que, como en la Revolución Mexicana con las tropas revolucionarias, implantaron su reinado de asesinatos, saqueos, extorsiones, robos, secuestros y sus exhibiciones de colgados. Y esto último incluso ha empeorado.
La crueldad se instauró en la vida cotidiana de México que padece ahora una sicopatía social —no reconocida— de la peor especie. Y debe recordarse que todo este desastre fue apoyado por importantes intelectuales ahora contestatarios del tipo de Héctor Aguilar Camín, o se dieron contratos de consultoría a gente como el excomandante salvadoreño del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, Joaquín Villalobos, para avalar la “estrategia de guerra” del gobierno calderonista.
Por su parte, el gobierno de Enrique Peña tuvo una acertada acción que echó a perder al burocratizarla —crearon para ello una Subsecretaría de Gobernación— con la prevención social, un programa que en Sicilia, Italia, tuvo buenos resultados, pero que aquí fue sólo una fuente de corrupción de sus titulares y asesores hasta que la desaparecieron. Luego el peñismo adoptó la estrategia de decapitar las organizaciones criminales logrando, sin que fuera el propósito, se extendieran al fragmentarse en las disputas por las jefaturas y marcaran el control de “sus territorios”.
El nuevo gobierno de Andrés Manuel López Obrador se topó con este desorden y es natural no quisiera continuarlo, aunque la estrategia de “abrazos no balazos” ya es claro no era el camino adecuado frente al deterioro de las instituciones de seguridad y el creciente poderío territorial de los criminales. La pasividad nunca es una solución si bien con ello se hubiera querido evitar una mayor sangría. Todo empeoró y la crisis de seguridad de México se ha convertido en nuestra “guerra de los treinta años”, un periodo oscuro, violento, caótico. Es una amenaza cumplida y no sólo no fue prevista o impedida, sino que los presidentes, desde Zedillo a la actualidad, contribuyeron a crear de distintas formas al margen de sus intenciones de todos ellos.
Ahora vienen elecciones presidenciales. El periodo de (pre) campañas de las Reinas de la Primavera ha terminado. Dos mujeres están frente a la Historia, ni sus publicistas, o sus asesores electorales o políticos asociados, ni mucho menos los dizque especialistas en seguridad, van a suplir esa responsabilidad. Una de ellas se va a ver obligada al llegar a la presidencia a emprender y dirigir una tarea titánica, salvo se resigne a que se pierda el país completamente.
Los civiles están sufriendo en muchas regiones y zonas de todo el país y están solos, han estado solos y nadie se propone emprender su liberación. La inseguridad, con excepción de pocos lugares del país, carcome la vida de los mexicanos y es inaceptable que los políticos lo vean como un asunto más sobre el cual hacer propuestas puramente electorales. Recuerdo, por ejemplo, a Marcelo Ebrard promoviendo el cuento de que la tecnología china va a resolver el problema. O sea, el gran negocio con cámaras invasivas de la privacidad ciudadana. O es increíble que toda la clase política mexicana no se avergüence de esos pelotones de niños en la Sierra de Guerrero, armados para defender sus comunidades del asedio criminal. Un símbolo de lo que es México, el cual ya dio la vuelta al mundo.
Si en la elección presidencial gana la frivolidad publicitaria, el rollo o los lugares comunes, entonces ni Claudia Sheinbaum o Xóchitl Gálvez, ninguna va a encarnar una esperanza verdadera de que la peor crisis de seguridad del país después de la Revolución tendrá una salida real, coherente y efectiva para devolver la paz a México. Y lo digo como en aquella célebre iluminación en la campaña presidencial de Bill Clinton, referida a la economía: “Es la estrategia, estúpido”.
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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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