La pandemia hace que los pequeños tiranos tomen el control

Por Michael Walsh
26 de agosto de 2020 2:34 PM Actualizado: 26 de agosto de 2020 2:34 PM

Comentario

A medida que la nación continúa luchando contra el virus del PCCh y sus repercusiones, no es muy sorprendente que—como todo lo demás en estos días—la respuesta a la pandemia esté altamente politizada y sea profundamente divisiva.

En este punto, en un supuesto período de «dos semanas para aplanar la curva» que ya ha durado más de cinco meses, el debate ya no se centra en si el virus del Partido Comunista Chino, también conocido como el nuevo coronavirus, es un peligro para la salud mundial sin precedentes o una versión ligeramente más potente de la gripe que se ha utilizado como arma contra las economías del mundo.

El debate es si la reacción —o la reacción exagerada— ha valido la pena. Y, según cualquier estándar histórico razonable, la respuesta es no.

En un mundo que se rige por el cauteloso lema «la seguridad primero» y «si se salva una sola vida», esto suena cruel. Antes de marzo, cuando parecía que el objetivo del gobierno — «quince días para frenar la propagación» — era un precio totalmente razonable a pagar, estos eran sentimientos que la mayoría de los estadounidenses compartían fácilmente.

Unas cuantas precauciones razonables —incluyendo la más importante «si se siente enfermo, quédese en casa» y «si alguien en su casa da positivo en la prueba del Coronavirus, mantenga a toda su familia en casa»— y una advertencia a las personas mayores y a aquellos con comorbilidades serias que estaban en mayor riesgo habría funcionado.

Después de todo, eso es lo que las sociedades civilizadas siempre han hecho: poner en cuarentena a los enfermos y a los que están más cerca de ellos, y proteger a los más vulnerables. La palabra «cuarentena», de hecho, proviene de la práctica medieval veneciana de mantener anclados durante 40 días a los barcos que llegaban de ciudades con plagas (quaranta giorni) antes de que se les permitiera desembarcar.

Tiranía

En su lugar, los gobernantes de la nación —en particular Andrew Cuomo en Nueva York, Gavin Newsom en California y J.B. Pritzker en Illinois, todos estados azules— aprovecharon la incertidumbre médica para imponer mandatos draconianos y descaradamente inconstitucionales para cerrar sus estados, prohibiendo la libertad de reunión y la libertad para practicar la religión, y aniquilando los sectores empresariales de sus estados. Pagaremos el precio —con vidas y dinero— durante años, si no es que décadas.

La definición de tiranía no es malicia sino capricho; un día eres el mejor amigo de Stalin y al día siguiente eres, literalmente, borrado de la historia, como Nikolai Yezhov, un desafortunado oficial de la policía secreta que se enfrentó a los caprichos del dictador en 1938 y que no solo fue ejecutado sino que fue eliminado del legado fotográfico: desapareció.

Hoy en día, llamamos a este fascismo la «cultura de la cancelación», en la que las turbas de Twitter linchan a los políticamente incorrectos, y las turbas de Black Lives Matter y Antifa destrozan y queman ciudades estadounidenses con el más mínimo pretexto y derriban estatuas de figuras históricas por su rabia anárquica. Los esfuerzos legales de la policía han sido criminalizados y la anarquía se celebra en los principales medios de comunicación antiestadounidenses.

El resultado ha sido un descenso hacia el salvajismo como nunca se ha visto en el Estados Unidos moderno, con grupos de revolucionarios salvajes que sacan su odio aprendido al país que les da cobijo y, en muchos casos, apoyo público.

Política

Así que, con la elección que se aproxima en poco más de tres meses, hemos llegado a otro punto de inflexión en la historia de EE.UU.: ¿cuánto más de esto tendremos que soportar? Seguramente, nadie en la administración Trump imaginó el profundo daño económico, social y cultural que resultaría de sus serios esfuerzos por proteger la salud pública y, al mismo tiempo, preservar la floreciente economía que casi le había asegurado al presidente la reelección.

¿Por qué lo hicieron? La respuesta no tiene nada que ver con la salud y todo que ver con la política. Según las cifras de muertes mundiales, Covid-19 en su peor momento durante la primera semana de abril (7500 muertes por día) no pudo competir en letalidad con las enfermedades cardiovasculares (49,000), el cáncer (26,000) y las enfermedades respiratorias (11,000). Las últimas cifras de los CDC, del 25 de agosto, muestran que el total de muertes por el virus del PCCh en Estados Unidos —poco más de 163,000, de un total de 1.7 millones de muertes— fue tan solo un 9 por ciento más alto que la norma.

Este número relativamente pequeño de muertes, cuando se lo compara con la población total estadounidense de aproximadamente 330 millones, arroja una cifra de letalidad de aproximadamente 0.00049 o 0.049 por ciento. Y Estados Unidos no es un caso aislado a nivel mundial.

Por lo tanto, a la luz de esto, consideremos esto: Según una nueva encuesta de la CBS, el 57 por ciento de los republicanos registrados sienten que el número de muertes reportadas del virus de Wuhan es «aceptable», mientras que solo el 10 por ciento de los demócratas sienten lo mismo.

Dado que las encuestas realizadas por los principales órganos de los principales medios de comunicación tienen ahora un objetivo político exclusivamente partidista, estas cifras pretenden indicar que los partidarios de Trump son bestias sin corazón, desalmados y lotófagos indiferentes a los sufrimientos de sus semejantes.

Pero, ¿está equivocada la actitud conservadora/republicana? ¿Qué pasa si uno rechaza el mantra poco realista de «si salva una vida», y en su lugar toma una actitud fría, actuarial —la única actitud que tiene algún sentido económico y cultural— cuando se miran los números? En ese caso, Covid-19 es solo un punto en el radar, casi nada comparado con desastres del pasado como la Gripe Española, la Guerra Civil Americana y las dos Guerras Mundiales.

Además, Covid-19 es solo una enfermedad entre muchas otras. ¿Es aceptable el número de muertes por ataques al corazón? ¿Por cáncer de mama? No nos asustamos por estas morbilidades totalmente predecibles, sino que las aceptamos como parte de nuestras breves vidas en este planeta. Nadie vive para siempre y la aceptación de nuestra motalidad humana se ha considerado durante mucho tiempo como parte del costo que supone vivir como seres humanos. El hecho de que podamos ser algo más que la suma de nuestras tablas actuariales nunca parece ocurrirle a la izquierda marxista.

¿Qué hay que hacer?

¿Vale la pena cerrar las economías, el comercio, los viajes y la interacción social del mundo por algo como el coronavirus, que con toda probabilidad salió de un laboratorio chino en Wuhan? ¿Vale la pena el «distanciamiento social» (una frase odiosa) que nos pide que veamos a nuestros vecinos como portadores potenciales del temido Covid? ¿Vale la pena enmascararnos a nosotros mismos y a nuestros hijos, como si realmente hubiera algo que temer? ¿Vale la pena perder la interacción social, la convivencia humana y la diversión por la opinión de un burócrata?

La respuesta es, inequívocamente, no. Nombra un solo evento en la historia del mundo para el cual la respuesta correcta fue poner en cuarentena lo saludable y efectuar la destrucción voluntaria de la economía y el bienestar social de una nación.

Londres sobrevivió tanto a la Peste como al Gran Incendio en 1665-66, y se levantó hasta convertirse en la ciudad más grande del mundo. Incluso durante la Peste Negra de mediados del siglo XIV, que mató a un tercio de la población de Europa, y también coincidió con el comienzo de la Pequeña Edad de Hielo, la vida continuó, incluyendo la Guerra de los Cien Años entre Inglaterra y Francia.

Como he escrito en mi próximo libro, «Últimas Paradas: Por qué los hombres luchan cuando todo está perdido», hay momentos en los que debemos dejar de lado las consideraciones sobre el bienestar personal para servir al panorama cultural en su conjunto.

Pero el panorama cultural más amplio se ha vuelto, en estos tiempos, secundario a la narrativa política actual, que exige la subordinación de la libertad personal a los dictámenes del estado. No es de extrañar que muchos en la derecha vean los cierres y la arbitrariedad de las normas que rigen las empresas que pueden abrir y las que no, como un calentamiento para las nuevas restricciones en nombre del «cambio climático» o algún otro capricho, y que de hecho ya está sucediendo.

«La pandemia de COVID-19 ha sido un aviso de alarma para que se tomen medidas más enérgicas frente a las amenazas mundiales», dice un informe del Centro para la Innovación de la Gobernanza Internacional, con sede en Canadá. «En lugar de ser amenazas discretas que simplemente colisionan, las pandemias y el cambio climático son, en efecto, co-viajeros».

También hay que destacar el entusiasmo apenas disimulado con el que grupos tan corruptos como la Organización Mundial de la Salud hablan libremente de vivir con Covid-19 para siempre. «La pregunta crítica que todos los países enfrentarán en los próximos meses es cómo vivir con este virus. Esa es la nueva normalidad», dijo el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, en junio.

Así que estén advertidos: Si piensan que los pequeños tiranos que actualmente les hacen la vida imposible van a renunciar voluntariamente a sus poderes ilícitos, piénsenlo de nuevo. Ya les gustó. No importa cuán plana sea la curva, no importa cuán lenta sea la propagación, no pretenden renunciar al control sin luchar.

La pregunta es: ¿qué hará usted al respecto?

Michael Walsh es el editor de The-Pipeline.org y el autor de «El Palacio del Placer del Diablo» y «El Ángel Furioso», ambos publicados por Encounter Books. Su último libro, «Últimas Paradas», un estudio cultural de la historia militar desde los griegos hasta la guerra de Corea, será publicado en diciembre por St. Martin’s Press.


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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times

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