Opinión
Después de casi cuatro años, hemos arribado al final del juego, lo último, el grito violento de la «resistencia» mientras continúa tratando de revertir los resultados de la elección de 2016 e inclinar a los Estados Unidos irreversiblemente hacia la anarquía y el socialismo.
Con la ayuda y complicidad de los principales medios de comunicación y una sorprendente cantidad de políticos demócratas, los actuales disturbios que se están produciendo en el país son presentados como «disidencia» y «protesta» pero es de hecho insurrección. Es momento de dejarla, con firmeza.
Aunque los medios le quieran hacer creer lo contrario, hemos estado en este camino como nación antes, y hemos lidiado con la insurrección de manera decisiva. Al comienzo de la república, el presidente George Washington extinguió la «Rebelión del whisky», una disputa que comenzó en 1791 por un impuesto a los licores destilados que tenía la intención de ayudar a retirar la deuda de la Guerra Revolucionaria, pero que desembocó en una revuelta por impuestos junto con la frontera oeste de Pensilvania y Kentucky. Para 1794, se había vuelto una insurrección total, y algo debía hacerse.
Apoyados políticamente por Alexander Hamilton, Washington mismo lideró personalmente una fuerza de la milicia contra los rebeldes, y en vista de la fuerza abrumadora, los rebeldes —entre ellos hombres que habían luchado junto con Washington y el Ejército Continental— se rindieron pacíficamente.
Irónicamente, el principal comandante militar de las tropas de Washington era Harry «Caballo Ligero» Lee, quien había luchado con valentía durante la Revolución; su hijo, Robert E. Lee, comandaría más tarde el Ejército de Virginia del Norte durante la Guerra Civil en una rebelión que buscaba fracturar el país permanentemente.
La Rebelión Whisky nunca amenazó la integridad de la República (aunque sí dio a luz a un siglo de licores ilegales en las montañas de los Apalaches). Pero en 1805, el presidente Jefferson comenzó a temer que su exvicepresidente, Aaron Burr, cuyo mandato había justo terminado, tenía malas intenciones, y de hecho así fue.
El hombre que había disparado y matado a Hamilton en un duelo, ahora deseaba aliarse con gobernadores territoriales para fomentar la rebelión y crear un nuevo país en el oeste. Pero las opciones de Jefferson que involucraban el uso de tropas federales eran limitadas. Sin embargo, Burr fue finalmente arrestado el 19 de febrero de 1807 y acusado de traición, pero fue absuelto.
En respuesta al asunto de Burr, y para dar a futuros presidentes más flexibilidad al tratar con rebeliones, el Congreso aprobó la Ley de Insurrección de 1807, en la que se lee: «en todos los casos de insurrección, u obstrucción a las leyes, ya sea de Estados Unidos, o de cualquier estado o territorio individual, donde sea legal para el presidente de los Estados Unidos llamar a las milicias con el propósito de suprimir tal insurrección, o de causar que las leyes se ejecuten debidamente, será legal para él emplear, para los mismos propósitos, tal parte del territorio o la fuerza naval de los Estados Unidos, como se juzgue necesaria, habiendo primero observado todos los prerrequisitos de la ley a ese respecto».
La ley ha sido enmendada varias veces y ha sido invocada frecuentemente en tiempos de crisis, más recientemente durante el Huracán Katrina; también tiene precedencia sobre la ley Posse Comitatus de 1878, la cual prohibe el uso de soldados federales para ser policía a nivel nacional.
La ley fue esgrimida con gusto una vez por el presidente Ulysses S. Grant durante la Reconstrucción, para acabar con la organización paramilitar de los demócratas del sur, conocida como el Ku Klux Klan. El presidente Lyndon Johnson la utilizó para justificar el despliegue de las Divisiones Aéreas 82 y 101 a Detroit durante los disturbios de 1967, y volvió a desplegar tropas federales al año siguiente durante los disturbios de 1968 en Washington, D.C. Las tropas de la Guardia Nacional también patrullaron las calles de Los Ángeles en 1992, durante los disturbios por Rodney King.
Así que la amenaza apenas velada del presidente Donald Trump de hacer uso del ejército no debe ser vista como un engaño inconstitucional: tiene tanto la historia como la ley de su lado.
El Título 10, Capítulo 13, Sección 252 del Código de los Estados Unidos establece claramente: «Siempre que el Presidente considere que obstáculos, combinaciones o agrupaciones ilegales, o rebelión contra la autoridad de los Estados Unidos, hagan impracticables el cumplimiento de la ley de los Estados Unidos en cualquier estado por el curso ordinario de los procedimientos judiciales, podrá llamar para incorporar al servicio federal a la milicia de cualquier estado y utilizar tales fuerzas armadas, según considere necesario para hacer cumplir esas leyes o para suprimir la rebelión».
Insurrección
Que esto es una insurrección, no puede haber duda. Las sospechosamente bien planeadas y programadas «protestas» por todo el país (las cuales están ahora comenzando a esparcirse por todo el mundo) no tienen nada que ver con el pobre George Floyd, el exconvicto (por asalto y robo armado) de Houston, quien murió en manos del departamento de policía de Minneapolis mientras era puesto bajo custodia.
Su muerte es solo un pretexto, después de todo, la nación no explotó por el disparo de muerte de Ahmaud Arbery por un hombre blanco en Georgia en febrero; de hecho pocos incluso se enteraron hasta que el New York Times trató de convertirlo en un asunto incendiario a fines de abril.
Pero la desafortunada muerte de Floyd —uno de los policías ha sido acusado de asesinato en tercer grado— creó el vórtice perfecto para que la furia del movimiento Black Lives Matter (sin importar que las estadísticas no confirmen los dichos de que policías blancos estén en guerra con la gente negra) se combine con la violencia del movimiento «Antifa».
Esta es la largamente planeada transformación de Antifa en la encarnación moderna del Klan (el cual era en sí mismo, recuerden, un movimiento de resistencia contra el gobierno federal liderado por los republicanos), y su despliegue sobre el público estadounidense. Sin embargo, esta vez sus intenciones están motivadas no simplemente por el revanchismo, sino por un odio ardiente por este país, y una oscura determinación de destruirlo —y el concepto neomarxista de «racismo estructural» que siempre ha sido su campo de batalla preferido.
Todo se está juntando: la puja por el socialismo, el vaciamiento de nuestras instituciones democráticas en los niveles más altos de los estados y del gobierno federal, la elegancia progresista de los famosos y políticos electos, quienes en vez de condenar o incluso detener la violencia, están en realidad fomentándola.
Desde el lanzamiento de la acusación sin base de la «colusión rusa», pasando por la jugada inútil contra Michael Flynn, al imponente impeachment por —¿por qué era?—, hasta los confinamientos inconstitucionales por el virus del PCCh, los cuales fueron diseñados para destruir la economía de Trump, y ahora hasta este momento, el objetivo de la «resistencia» es claro: destruir esta presidencia de una vez por todas, y dar paso a un Estados Unidos nuevo, verde, progresista, igualitario, totalitario y socialista.
Como dijo Barack Obama en su discurso de 2008 en Berlín: «Este es nuestro momento, este es nuestro tiempo». Solo que fue un poco prematuro.
Punto de inflexión
No se equivoque: estamos en un punto de inflexión en la historia de Estados Unidos, uno que ya ha pasado de los disturbios políticos y raciales y de la Gripe de Hong Kong de 1968 y se dirige a Fort Sumter, Shiloh y Antietam. Durante décadas varios estados azules (demócratas) han desafiado abiertamente la ley federal, especialmente en lo relacionado a drogas e inmigración. Ellos han creado ciudades «santuario» y se han rehusado a cooperar con el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), lo que ha resultado en muertes innecesarias de muchos estadounidenses. Y no les importa.
Hoy, desde sus bastiones en la ciudad de Nueva York, Albany, Los Ángeles, Sacramento, Chicago y Lansing, Michigan, han tirado a la basura abiertamente las garantías de la Primera Enmienda para el ejercicio libre de la religión y las reuniones pacíficas en una deliberada reacción exagerada al Covid-19, mientras simultáneamente encuentran «correctas» las violentas protestas en masa y la destrucción de la propiedad. Ya no están exigiendo una «reparación de agravios» —ellos ven al país mismo como un agravio.
Designar a los cobardes enmascarados de Antifa como terroristas es un buen primer paso. Les dará a los federales nuevas valiosas herramientas para encerrarlos. Pero tampoco los federales deberían huir de la confrontación. Este no es tiempo de jugar a las palmaditas con la coalición arcoíris del terror que ahora nos visita.
Lo único que entienden los matones violentos es la fuerza abrumadora, aplicada brutalmente —un principio que Grant y William T. Sherman llegaron a entender cuando condujeron la Guerra Civil. La «resistencia» debería recordar las palabras de Sherman a sus adversarios:
«Ustedes… no saben lo que están haciendo. Este país será empapado en sangre, y solo Dios sabe cómo terminará. ¡Todo es una estupidez, una locura, un crimen contra la civilización! Ustedes hablan tan a la ligera de la guerra; no saben de lo que están hablando. ¡La guerra es una cosa terrible! … ellos querían guerra, y les digo démosles todo lo que quieren».
Sin duda hay asesores en la Casa Blanca aconsejando a Trump no ceder ante las provocaciones, que la izquierda aullará la acusación de asesinato sangriento ni bien haya sangre en sus tropas de choque. Los medios tronarán; Joe Biden sacará la cabeza de su sótano de Delaware y balará en el momento justo; y el impeachment será otra vez una amenaza.
Pero el tiempo para que Trump golpee con el martillo es ahora. Siga el procedimiento, invoque la ley, envíe las tropas, hágalo y que se acabe de una vez.
En este punto, él no tiene nada que perder, y un país que salvar.
Michael Walsh es autor de «The Devil’s Pleasure Palace» y «The Fiery Angel», ambos publicados por Encounter Books. Su último libro, «Last Stands», un estudio cultural de la historia militar, será publicado en diciembre por la editorial St. Martin. Sígalo en Twitter en @dkahanerules.
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