Del latín “pietas” derivamos la palabra piedad, que asociamos con una fe religiosa.
Para los romanos, sin embargo, pietas tenía un significado aún más profundo. Incluía no solo respeto y reverencia por los dioses, sino también por el país, las costumbres, la tradición y la familia, especialmente hacia los padres. Pietas implicaba cumplir con el deber de uno en todas las cosas, particularmente en el cuidado de la madre y el padre. El amor y la gratitud también formaban parte de esta mezcla de virtudes, y la persona que practicaba la pietas aumentaba su propia dignidad y valor. Tan importante era la pietas para los romanos que la convirtieron en una diosa, una personificación divina del deber, la lealtad y el honor.
En la «Eneida» de Virgilio, el héroe de ese poema épico se describe en ocasiones como Pío Eneas, o Eneas piadoso, por su respeto por las diversas deidades y por el cuidado que muestra por su familia. Huyendo de Troya luego de su captura por los griegos, por ejemplo, Eneas carga a su anciano padre sobre su espalda mientras sostiene la mano de su hijo pequeño, un acto que demuestra tanto su respeto por el pasado como sus esperanzas para el futuro.
Durante siglos, especialmente durante los años de la República, los padres romanos enseñaron a sus hijos el valor de la pietas, la cual es una de las razones por las que una ciudad en el río Tíber se convirtió en una de las ciudades más espléndidas del mundo antiguo.
Muchos de nuestros antepasados practicaron una versión estadounidense de la pietas, cuidando a sus seres queridos, honrando la bandera, celebrando sus libertades en el Día de la Independencia y tratando a quienes los rodeaban con la dignidad que merecen.
Y si nos detenemos y miramos con atención, incluso hoy en este año de pandemia, disturbios y elecciones presidenciales, vemos a otros siguiendo el camino de la pietas.
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