Recientemente, mientras leía algunos relatos de «Paseo por la luz y veintitrés cuentos» de León Tolstoi, me llamó la atención cuántos de sus personajes eran prisioneros del tiempo y las circunstancias.
«De qué viven los hombres» presenta a un ángel caído, Miguel, que vive como un ser humano durante años mientras busca respuestas a tres preguntas que Dios le ha exigido por su desobediencia. En «Dios ve la verdad, pero espera», un comerciante, Aksyonov, pasa 26 años en Siberia por un crimen que no cometió. En «El prisionero del Cáucaso», el soldado Zhilin, impaciente por volver a casa y dejando a un lado la prudencia, es capturado por los tártaros y retenido como prisionero durante largos meses. Los tres personajes necesitan una mochila de paciencia para soportar sus calvarios.
Pero, ¿y nosotros hoy? ¿Cómo nos comparamos en paciencia los de la era digital con los de aquella época en la que una carta a menudo llegaba a su destinatario un mes o más después de haber sido enviada?
Supongamos que va a toda velocidad por la interestatal. Llegas a la cima de una colina y, hasta donde alcanza su vista, el tráfico está casi parado. ¿Suelta una retahíla de obscenidades y blasfemias? ¿Golpea el volante mientras se le sube la presión? ¿Toma el celular y empieza a buscar rutas alternativas?
Los estadounidenses somos un pueblo impaciente, y a veces este rasgo puede ser una virtud. Cuando un huracán azota una ciudad, no toleramos muchas demoras a la hora de ayudar a las víctimas. Cuando renovamos nuestra cocina y los nuevos electrodomésticos no llegan en el plazo prometido, muchos de nosotros tomamos el teléfono, nos ponemos en contacto con los vendedores y repartidores y exigimos que nos satisfagan.
Sin embargo, con demasiada frecuencia, hasta el más mínimo fallo o retraso puede hacer que nos enfurezcamos o que caigamos en la desesperación. Algunos culpan a la tecnología de esta impaciencia, y ciertamente es un factor. Cuando uno se acostumbra a dominar el mundo con unos pocos toques o clics en una máquina, la gratificación instantánea se convierte en la norma más que en la excepción.
Sin embargo, la práctica de la paciencia, especialmente con respecto a los demás, puede dar a menudo resultados asombrosos. Un padre al que conozco bien estaba distanciado de su hijo, pero siguió enviándole correos electrónicos y notas, aunque no obtuviera respuesta. Al cabo de tres años, llegó el día en que se reunieron, en parte gracias a la devoción de este padre y a su negativa a ceder ante la frustración o la ira. «Esperar y no cansarse de esperar», como dice Kipling en «If-«, es una de las características de la edad adulta.
Del mismo modo, una paciencia serena y constante es una valiosa herramienta en el kit de cualquier líder. Busque en Internet «líderes y paciencia» y encontrará docenas de sitios que explican cómo esta virtud olvidada puede mejorar el rendimiento en el lugar de trabajo. No solo beneficia a los supervisores. En «Impacientemente paciente«, Gary Burnison, Director General de Korn Ferry, nos recuerda que la paciencia es una calle de doble sentido; todos los que trabajan juntos en alguna tarea necesitan mostrar tolerancia a los demás, especialmente en nuestro mundo agitado y acelerado.
Si necesitamos ayuda para practicar la paciencia, podemos fijarnos en Abraham Lincoln. Sus años como presidente en tiempos de guerra —con todos sus altibajos— pusieron a prueba su paciencia a diario, lo que probablemente explica uno de sus dichos favoritos: «Esto también pasará».
La próxima vez que se encuentre atrapado en medio del tránsito o en medio de un caos en el trabajo, intente detenerse un momento y repetirse esa tranquilizadora frase: «Esto también pasará». Esas palabras ayudaron a Lincoln a superar momentos terribles. Han ayudado a miles de personas a hacer frente a catástrofes grandes y pequeñas, y pueden hacer lo mismo por nosotros.
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