Opinión
Lo «políticamente correcto» es un movimiento que nació en las universidades estadounidenses en la década de los noventa del siglo pasado.
Fue originalmente una rebelión contra la enseñanza literaria de los clásicos. Los estudiantes, mezclando la ideología maoísta y el puritanismo estadounidense, promovieron se desechara la jerarquía clásica de Homero, Shakespeare, Cervantes o Dante y se movilizaron para obligar a que la literatura africana, antillana y asiática se enseñara en un plan de igualdad. Incluso con una proyección superior, para evitar la hegemonía cultural occidental, considerada políticamente incorrecta como una expresión colonialista, imperialista, burguesa y tiránica.
Ante este fenómeno —que imitaba a la funesta Revolución Cultural China—, desechando la cultura universal clásica por la clasificación de lo que ideológicamente se planteaba como políticamente correcto, Harold Bloom escribió un libro titulado Closing the american mind. Nunca se hubiera imaginado que se iba a ver obligado a defender la enseñanza de los clásicos de la literatura universal.
La Universidad de Berkeley —donde estudió la presidente Claudia Sheimbaum— fue uno de los epicentros del movimiento políticamente correcto marcado desde el principio por la ideología de izquierda.
Se trata de una peste ideológica que no solo contaminaba la enseñanza de la literatura, sino se trasladó a modificaciones artificiales del lenguaje, a la ruptura de costumbres tradicionales, a la igualación por lo bajo.
No pasearon a los profesores con capirotes inquisitoriales y letreros infamantes, pero casi. Lo políticamente correcto comenzó a cuestionar también la jerarquía de los profesores.
¿Por qué debían ellos imponerse en los salones de clase, en la creación de los planes de estudio, en la calificación a los alumnos, en una manifestación de lo desigual?
La ideología de lo políticamente correcto comenzó a extenderse con distintas ocurrencias. Como una de sus expresiones de la igualdad de los sexos debían evitarse las palabras «exclusivistas» y los profesores que hablaran tradicionalmente sin usar siempre los artículos «las y los» debían ser repudiados como promotores de la desigualdad. Así nació el lenguaje inclusivo.
En algunas escuelas, para abolir la desigualdad y la diferenciación, convirtieron los baños en mixtos. No tenía por qué haber baños de mujeres o de hombres si son iguales.
Como una secuela de la huelga del CEU en la UNAM —en la cual nuestra presidente Claudia Sheimbaum fue una de las líderes—, en la Facultad de Filosofía y Letras se quería mantener la tontería de los baños mixtos.
Un grupo de alumnas de literatura me invitó a dar una conferencia para demostrar lo absurdo de esa cuestión. Hice una polémica a partir de un concepto superior: la denuncia del «nihilismo por lo bajo». Ese mismo día, para alivio de la mayoría de las alumnas de la Facultad, se volvió a la normalidad en el tema de los baños.
La ideología de lo políticamente correcto es, como toda ideología —según sostuvo el mismo Marx inspirado en el estudio de Hegel—, una «falsa conciencia».
Pero esta falsa conciencia sigue vigente. Los políticos mexicanos, al margen de la extendida corrupción que es el verdadero mal, han encontrado en lo políticamente correcto un punto de identificación, una manera de ser todos «progresistas».
En México nadie oficialmente es de derecha. Santiago Creel, uno de sus líderes importantes, ya dijo que el PAN es de «izquierda». Y por lo visto así quiere ser reconocido ese Partido. Y por ello el panismo promueve ahora lo políticamente correcto.
Todo comienza con el lenguaje. El uso de «las y los» y la abolición de los genéricos fue lanzado en sus discursos ni más ni menos que por Vicente Fox. Aunque al ya no leer los discursos preparados por sus asesores cayera en las andadas y se refiriera a las mujeres como «lavadoras de dos patas». En realidad el lenguaje inclusivo es sobre todo una pose «progresista políticamente correcta».
Es la masa progre universal. Del lenguaje deformado artificialmente se pasa a la deformidad en los hechos, al imponer cosas como los hombres que deben ser reconocidos como mujeres porque se lo plantean como un derecho al ser «trans».
De esa manera se afectan los derechos de las verdaderas mujeres, quienes deben competir contra las cuotas «transgénero» en la política, su invasión en los deportes y los concursos de belleza, hasta en sus baños públicos. Nadie se puede oponer porque eso es lo políticamente correcto.
Mientras en Estados Unidos, país donde nació el movimiento de lo políticamente correcto, surge contra esto una poderosa oposición con un Elon Musk a la cabeza, México se encuentra a la zaga, de hecho es —como una paradoja frente a una sociedad profundamente conservadora— uno de los países más políticamente correctos de la Tierra. Se lo debemos a nuestros políticos y sus asesores.
Nadie se opuso a medidas llevadas a cabo por la que ahora es nuestra presidente, quien como jefa de gobierno de la Ciudad de México firmó un decreto para que los niños puedan ir vestidos como niñas a las escuelas públicas. De hecho recomendó que se hiciera para que «los niños entiendan mejor a las niñas». Pasó desapercibido, nadie se escandalizó.
Pero este tipo de banalidades —que lo son porque hasta ahora nadie las aplica—, dejan de serlo cuando los libros de texto de educación básica son un amasijo de confusiones de esta naturaleza, para convertir a los niños a la ideología progre políticamente correcta.
La Constitución mexicana acaba de ser modificada para que se convierta en Ley fundamental el que se diga presidenta. En el Senado se votó de manera unánime, con excepción de Lily Téllez, para hacer obligatorio constitucionalmente este uso.
Es una banalidad políticamente correcta y así fue votada para cumplir el capricho presidencial, como si en este momento no hubiera en el país otras necesidades más urgentes como litigar que el derecho a la atención de la salud, un derecho constitucional, sea respetado como no lo hace el recorte del 31 por ciento en el presupuesto.
O el tema de la violación legal en la invasión a una zona natural protegida para construir un tren con base en la arbitrariedad y la corrupción ocultada al evitar auditorías externas o rendición de cuentas. Talaron siete millones de árboles, contaminaron cenotes y ahora se disponen a asesinar jaguares. Pero lo que importa es el uso impuesto de «presidenta».
Se dice «la cantante» y no «la cantanta». La Academia de la Lengua española acepta, sin embargo, el uso de «presidenta». Por lo tanto, es una pérdida de tiempo esta banal reforma constitucional.
Se preocupan de complacer a la presidente que hace un recorte brutal al presupuesto del sistema de salud, que habrá de perjudicar necesariamente a miles de mujeres pobres. Está bien, se puede decir presidenta, ¿y eso qué?
Prefiero ser políticamente incorrecto, ser hombre libre y más racional. Protesto como ciudadano mexicano por el recorte de presupuesto al sistema de salud, donde faltan medicamentos, se caen los techos, no sirven los elevadores, se inundan los hospitales, la gente se infecta porque no gastan en sanitizar los hospitales, hay enfermos en el suelo, quitaron el tamiz neonatal lo que pone en riesgo a bebés indefensos, se explota al personal médico y a las enfermeras, se suspenden citas, no se atienden debidamente a muchas mujeres que padecen enfermedades propias de su sexo y no se están construyendo más hospitales, que son necesarios.
Eso es lo que importa, se lo recordaría a los políticos si me leyeran. Y por lo pronto me declaro políticamente incorrecto, digo la presidente y no se me da la gana usar «las los».
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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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