Una masacre perpetrada hace poco más de un año en el mayor valle cocalero de Perú es el último baño de sangre atribuido a una facción disidente de Sendero Luminoso, que, 30 años después del arresto de su líder, sigue entrañando una amenaza sigilosa en alianza con las mafias del narcotráfico.
Aquellos 16 asesinatos, una de las peores atrocidades cometidas en décadas en el país, revivieron los recuerdos del terror provocado por el movimiento liderado por Abimael Guzmán que, bajo una bandera maoísta, desató un conflicto armado interno (1980-2000), en el que murieron alrededor de 69.000 personas, según la Comisión de la Verdad y Reconciliación.
Hoy, el autodenominado Militarizado Partido Comunista, el último remanente de Sendero, reemplazó su antiguo influjo ideológico por el poder del dinero que logra con el control de la suculenta maquinaria del tráfico de cocaína.
Un dominio que, tras la captura de Guzmán en 1992, ejercen los hermanos Quispe Palomino en la infranqueable selva montañosa del VRAEM, de donde sale prácticamente la mitad de la cocaína que produce Perú, considerado el segundo productor mundial de esta sustancia tras Colombia.
La muerte de Jorge Quispe Palomino, confirmada en marzo de 2021, dejó a su hermano Víctor, alias «José», como único líder del clan.
A él, es probable que lo sucedan al menos una decena de comandantes y otra docena de subcomandantes, según figura en el escalafón jerárquico pegado en una de las paredes de la base militar de Pichari, la principal del Comando Especial VRAEM (CEVRAEM).
«‘José’ tiene una organización realmente al estilo comunista: tiene sus diferentes comisarios, tiene responsables del aparato militar, del aparato político (…) y tiene apoyos en algunas comunidades campesinas del lugar», comenta en una entrevista con Efe el jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas (CCFFAA), el general Manuel Gómez de la Torre.
Estos «terroristas radicales», agrega, custodian desde sus campamentos los laboratorios rústicos de producción de cocaína y el tránsito de la droga. Todo, a cambio de pagos que imponen a las redes de los narcos para afianzar la seguridad de su negocio.
Circuito de la droga
El circuito de la droga arranca con los cultivos de la hoja de coca, que en el VRAEM se extienden por 28.000 hectáreas, lo que equivale a más del 45 % de toda la superficie cocalera de Perú.
El país andino experimentó en 2020 el crecimiento anual más grande de su historia (+13 %) hasta alcanzar las 61.777 hectáreas, según la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas (Devida).
De las cerca de 146.360 toneladas de hoja de coca que produjo ese año el país, siempre según el organismo público, apenas el 8 % se destinó al consumo tradicional e industrial, mientras más del 90 % terminó convertido en cocaína.
En esta trama están sumidos cientos, sino miles, de agricultores del VRAEM, donde los índices de pobreza alcanzan al 65 % de la población.
En los últimos años, las Fuerzas Armadas peruanas redujeron de 78 a 46 sus bases militares desplegadas en la zona en emergencia del VRAEM, que pasó de abarcar casi 80 distritos a 43, según detalla el general Gómez de la Torre.
Hoy, la «zona dura» del narcoterrorismo quedó restringida al norte del río Mantaro, concretamente en la abrupta geografía del Vizcatán del Ene.
Según detalla a Efe el oficial a cargo del CEVRAEM, quien se mantiene en el anonimato por motivos de seguridad, en lo que va de este año, se lograron incautar 6300 kilos de clorhidrato de cocaína, 27 kilos de pasta básica y destruir 23 pozas de maceración, 56 laboratorios rústicos y 12 pistas de aterrizaje clandestinas.
Un revés que, asegura, ha hecho perder 76 millones dólares al narcotráfico, en un momento crítico de liquidez ante el desplome del precio de la hoja de coca, de la pasta básica y de la cocaína.
«Ahora que el precio está por los suelos, ahí tiene que intervenir el Estado», apostilla el oficial, tras mencionar que la deflación ha llevado al abandono de alrededor de 800 hectáreas de cultivo de hoja de coca.
Pero, hasta la fecha, la presencia del Estado en el VRAEM ha sido más bien una quimera que, durante décadas, ha relegado al olvido esta inhóspita zona del país, sumida en graves déficits de comunicaciones, salud y educación.
«El problema, más que militar, es económico-social, porque la mesa económica (de la zona) está servida por el tráfico ilícito de drogas», reconoce el jefe del CCFFAA, quien insiste en la necesidad de una respuesta «multisectorial» que promueva el desarrollo y actividades alternativas a la agricultura, en especial al cultivo de la hoja de coca.
Solo así, considera que Perú podrá pacificar su mayor cuenca cocalera y proceder al repliegue progresivo de los militares, una meta que el actual Gobierno de Pedro Castillo se trazó para 2026.
A corto plazo, concluye Gómez de la Torre, la misión acuciante de sus hombres es ganar la guerra contra el «camarada José», neutralizarlo y echar por tierra así los últimos rastros de la que, tiempo atrás, fue una de las organizaciones más violentas de Sudamérica.
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